La mansión Ferré estaba hecha de vidrio, acero y reglas invisibles.
No había barrotes, pero todo estaba bajo control. Luisa podía caminar por donde quisiera, pero cada paso activaba un sensor. Las puertas se abrían con su huella, pero alguien, en algún lugar, la autorizaba. La libertad era un holograma: palpable, luminosa… irreal.
Raúl cumplía su palabra. No la tocaba sin permiso. No alzaba la voz. No imponía castigos. Pero decidía todo lo demás.
Su ropa. Sus horarios. Las visitas que no recibía. La comida que no elegía.
Cada gesto estaba cuidadosamente calibrado. El control no era castigo, era estructura. Y en esa estructura, Luisa empezaba a sentir cómo se apagaba algo dentro de ella.
Los días eran eficientes. Fríos.
Raúl salía al amanecer y regresaba al anochecer. A veces la saludaba con un gesto. A veces, ni eso. Pero cada noche, una caja distinta la esperaba en su habitación. No con regalos. Con detalles.
Un libro. Una flor disecada. Un trozo de mineral antiguo. Objetos que, de algún modo, decían: “Sé que estuviste aquí. Sé quién eres. Y aún no te entiendo.”
Luisa los guardaba en una caja oculta detrás del panel de la pared. No por miedo. Por necesidad. Era lo único que ella elegía conservar.
La instructora —a quien en secreto Luisa había comenzado a llamar “la sombra”— la entrenaba con disciplina militar. Estrategia, negociación, lenguaje corporal, política de clanes. Cada lección era una herramienta. Cada examen, una prueba de fuego.
Pero nada de eso llenaba el vacío que empezaba a crecerle en el pecho.
Porque en esa torre perfecta, nadie la abrazaba.
Nadie decía su nombre con ternura.
Nadie recordaba que, antes de ser una Omega al servicio del Alfa… ella fue una hija, una niña, un cuerpo temblando de fiebre en medio de la noche.
Una tarde, en el salón de las pantallas, Luisa activó el archivo bloqueado que había descubierto semanas atrás en el sistema interno. Tardó tres horas en descifrar la contraseña.
Era un video.
Viejo. Desenfocado. Sin sonido.
Su madre aparecía en una sala del consejo, enfrentándose al Rey y a otros tres Alfas. Hablaba con gestos intensos. Señalaba documentos. Sus ojos, aún sin audio, hablaban de rabia, de miedo, de urgencia.
Y entonces aparecía Víctor.
Frío. Serio. Y finalmente… dictando una orden.
Una firma electrónica cerraba el video.
"Expulsión voluntaria bajo amenaza implícita. No se permite registro posterior. Caso cerrado."
Luisa se llevó las manos a la boca.
No fue una huida.
Fue un destierro.
Y lo supieron todos.
Esa noche, durante la cena —un ritual silencioso frente a ventanales que daban a la ciudad apagada—, Luisa le habló por primera vez sin filtro a Raúl.
—¿Por qué elegiste este lugar? Esta torre. Esta cárcel.
Raúl dejó los cubiertos con precisión quirúrgica.
—Porque la libertad sin estructura es una condena —respondió—. Y yo fui condenado desde antes de nacer.
Ella lo miró con ojos desafiantes.
—¿Y piensas redimirte construyendo prisiones más bonitas?
Raúl no respondió. Pero esa noche, por primera vez, se quedó en la misma habitación que ella más de diez minutos. No para vigilarla. Ni para controlarla.
Solo para escucharla respirar.
Luisa comenzó a soñar con Dominique.
No como antes. No con deseo.
Lo veía en la nieve, herido, solo, hablándole a alguien que no respondía. En uno de esos sueños, su madre aparecía también. Lo tomaba de la mano. Lo llamaba por su nombre. Lo perdonaba por algo que ella aún no entendía.
Se despertaba temblando. Y cuando el sistema detectaba su agitación, la habitación se oscurecía automáticamente, activando los “protocolos de contención emocional”.
Más jaulas. Más algoritmos.
Más control.
Un día, en medio de un almuerzo con Raúl, ella dejó los cubiertos y lo enfrentó directamente.
—¿Alguna vez fuiste libre?
Raúl levantó la vista. En sus ojos, por primera vez, hubo algo parecido al cansancio.
—Una vez. Y me rompieron.
Luisa respiró hondo.
—Yo también estoy rota, Raúl. Pero no estoy dispuesta a quedarme así.
Él no dijo nada. Pero esa noche, ella recibió una caja distinta.
Dentro no había regalos.
Solo una hoja en blanco. Y una pluma.
“Escribe tus propios términos.” —decía la nota.
Luisa tardó tres días.
Pero escribió.
Cláusulas nuevas. Espacios para negociación. Tiempos de separación. Contacto con el exterior. Derecho a información clasificada sobre su linaje. Condición de igualdad en las decisiones empresariales.
Cuando Raúl recibió el documento, lo leyó en silencio.
Después, firmó.
Sin comentarios.
Sin condiciones.
Luisa no lo agradeció. No tenía por qué.
Porque por primera vez, dentro de esa jaula de cristal…
ella había abierto una grieta.
Y por allí, empezaba a entrar la luz.