La decisión no se selló con un decreto ni con una ovación. Se selló con un silencio.
Uno denso, incómodo, casi físico.
En la sala del Consejo, tras la votación simbólica que salvó a Raúl y reconoció —sin declararlo abiertamente— el derecho de Luisa a elegir su vínculo, los Alfas se retiraron con lentitud. Algunos con rabia contenida, otros con la cabeza baja. Pero unos pocos… unos pocos se detuvieron. Miraron a Luisa con respeto. Con reconocimiento.
Con esperanza.
Ella permaneció de pie junto a Raúl, la cabeza alta, la marca visible, el cuerpo tenso como un cable estirado al máximo. Solo cuando el último consejero abandonó la sala, soltó el aire que había contenido durante horas.
Raúl le tomó la mano.
—¿Terminó?
—No —dijo ella—. Recién empieza.
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Los días siguientes fueron un torbellino de cambios.
Luisa empacó su vida en silencio. Una vida hecha de vestidos formales, libros heredados, coronas jamás usadas. Nada de eso iría con ella. Solo guardó una caja pequeña con una buf