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Capítulo 5: La Decisión de la Presa

La limusina avanzaba en silencio por la carretera elevada, devorando kilómetros de ciudad bajo la lluvia. Las gotas golpeaban los cristales con una insistencia mecánica, como si intentaran impedirle a Luisa seguir adelante.

Ella no decía nada. Solo observaba.

Las calles, los edificios, los cuerpos apresurados bajo paraguas oscuros… Todo parecía pertenecer a otra vida. A una versión anterior de sí misma. Una en la que aún creía que el amor bastaba para cambiar las cosas.

Ahora sabía que no.

El conductor, un Beta sin expresión, no hablaba. Ni siquiera la miraba por el espejo retrovisor. Pero todo en ese vehículo —desde el cuero perfectamente cosido hasta el silencio insondable— hablaba de Raúl. De su control. De su forma de moldear el mundo a su medida.

Luisa apretó los dedos sobre su falda. No temblaba. Ya no. El miedo era una jaula que había aprendido a abrir desde dentro.

Cuando la puerta de la torre Ferré se abrió ante ella, sintió que la oscuridad la tragaba sin masticar.


El contrato estaba esperándola.

No en un sobre. No en una sala de juntas.

Sino desplegado en una pantalla de cristal líquido que ocupaba toda una pared del piso 48. Sus cláusulas brillaban en letras blancas sobre fondo negro. Un documento vivo. Digital. Inviolable.

Raúl estaba allí, observándola desde el otro extremo de la sala. No llevaba traje esa vez, sino una camisa oscura con las mangas remangadas y las venas marcadas en los antebrazos. Luisa notó que no usaba reloj. Nunca necesitaba controlar el tiempo. Él era el tiempo.

—¿Sabes lo que implica esto? —preguntó sin rodeos.

Ella asintió.

—Ser tu Omega. Oficialmente. Sin vínculo biológico. Solo contrato. Propiedad legal.

—Y protección total. Acceso ilimitado a mis recursos. Libertad condicionada, pero real —Raúl se acercó—. Nadie podrá tocarte sin consecuencias. Ni el Rey. Ni su consejo. Ni siquiera Dominique.

Luisa sintió que su nombre en los labios de Raúl era una herida abierta.

—No lo haces por mí —susurró—. Lo haces por poder.

Raúl no negó ni confirmó.

—No separo lo que deseo… de lo que me fortalece.

Luisa se acercó al panel. Leyó en silencio las primeras cláusulas. Estatus exclusivo. Confidencialidad mutua. Residencia obligatoria. Censura sobre toda relación con otros Alfas. Derecho de veto sobre decisiones públicas.

Y una última línea que le heló el pecho:

“Este acuerdo se sostiene en la voluntad activa de ambas partes. Si uno de los dos desea romperlo, deberá pagar el precio estipulado: memoria pública, recursos, territorio… o vínculo físico, si hubiera.”

Luisa miró a Raúl.

—¿Y si quiero irme?

—Entonces lo harás. Pero el mundo que conoces no te acompañará.

Silencio.

Ella extendió la mano y presionó el botón rojo de confirmación.

La pantalla parpadeó. El contrato fue sellado.

Raúl se acercó, pero no la tocó.

—A partir de ahora —dijo con voz baja—, todos sabrán que estás a mi servicio.

Ella lo miró con una mezcla de desafío y aceptación.

—Estoy a mi servicio. Tú solo firmaste un acuerdo.

Raúl sonrió apenas. Una curva mínima. Peligrosa.

—Por ahora.


La mansión Ferré no era como la del Rey.

No tenía cuadros. Ni alfombras. Ni fotos.

Era como Raúl: eficiente, minimalista, impenetrable.

Luisa recibió una habitación que parecía más un laboratorio que un hogar. El armario estaba lleno de ropa perfectamente doblada. Todas de su talla. Todos los colores neutros. Ningún escote. Ninguna flor.

El baño olía a acero.

Las ventanas daban a la ciudad, pero no se podían abrir.

Los días se sucedían entre entrenamientos, clases privadas sobre estrategia empresarial y repasos de las normas de los clanes. Raúl le asignó un tutor personal: una Beta de cabello blanco y actitud de cirujana. La llamaban la Instructora. Nunca reveló su nombre.

Luisa obedecía. Aprendía. Pero no se rendía.

Por las noches, sola en su cama, repasaba las lecciones, las cláusulas, las rutas de escape.

No era una prisionera.

Era una infiltrada.


Una tarde, Dominique apareció.

No dentro de la mansión, sino frente a las cámaras de seguridad.

Vestía de civil. Tenía ojeras y un corte reciente en la mejilla. Parecía más salvaje que soldado.

Raúl lo observó por los monitores sin alterarse.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó su asistente.

—Nada. Que vea lo que perdió —dijo Raúl, sin emoción—. Pero que también sepa que no tiene derecho a venir por lo que no le pertenece.

Luisa lo observó en silencio. No pidió verlo. No pidió hablar.

Pero esa noche, lloró.

No por amor.

Sino porque, por primera vez, sintió que alguien se estaba desmoronando por ella.


La semana siguiente, Luisa comenzó a estudiar los contratos Alfa-Omega antiguos.

Descubrió vacíos legales. Cláusulas arcaicas que podían volverse armas. Aprendió de economía, de política. Comenzó a dar su opinión en las juntas internas de Ferré Motors. Raúl no la detuvo. Al contrario.

—Vas más rápido de lo que esperaba —le dijo una noche, mientras compartían una copa de vino.

—No me trajiste para ser un trofeo, ¿no?

Raúl la miró con intensidad.

—Te traje porque eres peligrosa. Y nadie domestica a lo que teme de verdad.

Luisa sostuvo su mirada.

—Entonces que empiecen a temerme todos.


Y así fue.

La presa había decidido su jaula.

Pero no para rendirse.

Sino para estudiarla desde adentro.

Y en el momento justo, romperla con las garras bien afiladas.

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