El sobre estaba hecho de un papel grueso, costoso, como si cada fibra de su textura hubiera sido tejida con intención. Luisa lo sostuvo entre los dedos, notando el peso simbólico que encerraba. No era una invitación. Era una provocación.
Raúl A. Ferré. Dueño y heredero del imperio automotriz más innovador del continente. Un Alfa joven, poderoso y con una reputación tan envidiable como temida. Decían que había creado autos imposibles: veloces, silenciosos, letales. Y que nadie conocía su rostro verdadero fuera del círculo más selecto del poder Alfa. Luisa pensó en ignorarlo. Pero algo en aquella frase… “ven a jugar como una reina”… se le quedó adherida a la piel. --- Fue durante la Gala de Innovación Tecnológica que lo vio por primera vez. El evento era organizado por el Consejo de Manadas y tenía un solo propósito: exhibir el poder Alfa a través de la ciencia y el dinero. A Luisa no le interesaban ni los discursos, ni las máquinas relucientes, ni las demostraciones de fuerza. Pero fue obligada a asistir por el Rey. Lo vio entrar al salón principal como una sombra sólida. Alto, con un traje gris grafito hecho a medida, cabello oscuro peinado hacia atrás y unos ojos que brillaban como acero bajo la luz artificial. Nadie lo anunció. Nadie tuvo que hacerlo. Raúl Ferré no necesitaba presentaciones. Su sola presencia reordenaba la sala. Luisa sintió el cambio en el ambiente. Los Alfas más viejos se tensaron. Los Betas se volvieron más serviles. Y las Omegas presentes... bajaron la mirada. Todos, excepto ella. Cuando sus ojos se cruzaron por primera vez, fue como si el aire se suspendiera en un instante de hielo. Raúl no sonrió. No se acercó. Solo la observó. Con detenimiento. Como quien ya ha decidido que ese objeto le pertenece. Y luego, simplemente desapareció entre la multitud. --- —Debiste haberte quedado en tu habitación —le reprochó Dominique esa noche, tras interceptarla en los pasillos privados de la mansión. —¿Por qué? ¿Por mirar a alguien que mi padre no aprueba? ¿O por ser capaz de sostenerle la mirada a un Alfa sin temblar? Dominique estaba furioso. No con ella… sino con el mundo. Con su incapacidad de protegerla. Con su miedo. —Raúl no es como los demás. No es como yo. No lo subestimes, Luisa. Si te pone la vista encima, no va a detenerse. —¿Y si no quiero que se detenga? El silencio entre ellos fue brutal. --- Esa misma noche, llegó un paquete a su habitación: un prototipo de automóvil sin conductor, color negro mate, con su nombre grabado en la consola central. Junto a las llaves, una nota: “Todo lo que te pertenece debe estar a la altura de tu naturaleza.” Y entonces entendió lo que Raúl estaba haciendo. No la cortejaba. La desafiaba. --- La noche siguiente, sin pedir permiso, Luisa abordó el vehículo. El sistema la reconoció de inmediato y la condujo, sin que diera dirección alguna, hasta una torre en el centro financiero de la ciudad. Cuarenta y ocho pisos de cristal y hormigón. El ascensor la esperaba. En el último nivel, las puertas se abrieron a una sala sin muebles, sin adornos, sin distracciones. Solo una ventana que mostraba toda la ciudad arrodillada a sus pies. Y en medio de aquella desnudez, Raúl. —Sabía que vendrías —dijo sin volverse—. Las reinas no obedecen órdenes. Escogen su camino. —¿Y tú quién eres en este juego? —preguntó Luisa, cruzando la habitación sin bajar la mirada. Él se giró entonces. No sonrió. Pero su voz descendió como una caricia oscura. —El único Alfa que no te pedirá que obedezcas. Solo que decidas. Ella se detuvo a pocos pasos. —¿Y si decido escapar? —Te abriré la puerta yo mismo. Silencio. Raúl la observaba con un hambre controlada, con una paciencia feroz. No la tocó. No intentó marcarla. Solo le ofreció algo que nadie más le había dado jamás. Elección. —¿Qué quieres de mí? —susurró ella. Raúl se acercó lo suficiente para que su aliento le rozara la piel del cuello. Pero no la tocó. —No lo que quieres oír, Luisa. Sino lo que temes necesitar. Y entonces supo que ese Alfa… no venía a cortejarla. Venía a devorarla. Pero con su consentimiento.