En los márgenes del poder, Luisa empezaba a tejer su propia red.
No con aliados ruidosos ni promesas rotas, sino con gestos pequeños, casi invisibles. Una palabra amable al personal de seguridad. Un favor devuelto a una cocinera que ocultaba sus orígenes Omega. Una conversación interrumpida con un programador Beta, que dejó sin cerrar una base de datos por “error”.
Era un juego peligroso. Pero Luisa había aprendido de los mejores.
De su madre, que había desafiado a un rey.
De Dominique, que había preferido callar antes que traicionar.
Y de Raúl, que gobernaba con el control como religión.
Ahora, era su turno de mover piezas.
La red tardó en formarse.
Era un grupo pequeño: tres Betas, una Omega que fingía ser asistente administrativa y un Alpha de seguridad que le debía un favor a la familia Ferré desde hacía veinte años.
Luisa no les pedía fidelidad.
Les ofrecía algo más valioso: información.
A cambio, recibía datos, códigos, rutas. Aprendía cómo se movía el dinero, quiénes eran los verdaderos enemigos del clan, y cuántas mentiras sostenían el contrato que aún la ataba.
Sabía que Raúl lo permitiría… hasta cierto punto.
Él no era tonto. La observaba, la analizaba, incluso la admiraba en silencio.
Pero también sabía que, cuando llegara el momento de elegir entre su estructura… y ella, el equilibrio sería precario.
Una noche, mientras revisaba documentos sellados con el símbolo de la Manada de Plata, Dominique apareció.
No por una llamada.
No por un plan.
Simplemente… llegó.
La puerta del penthouse se abrió con un código que solo él y Raúl conocían. Luisa alzó la vista y allí estaba: empapado, exhausto, con la ropa manchada de sangre seca. Pero vivo.
—Dominique… —susurró.
Él no dijo nada. Solo la miró como si acabara de encontrar un oasis después de cruzar un desierto.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella con voz rota.
—Venía a advertirte. Pero ya es tarde. Ya estás en su red.
—No estoy atrapada —respondió Luisa, firme—. Estoy aprendiendo a usarla.
Él avanzó un paso.
—Raúl no te dará salida. No sin precio. Si quieres libertad, tendrás que arrancártela de la piel.
Ella lo miró a los ojos.
—¿Y tú me la darías? ¿Si te hubiera elegido a ti?
Dominique bajó la mirada. Y entonces, con voz apenas audible, confesó:
—Yo… no podía. Porque si te tenía, Luisa, no habría forma de dejarte ir.
Silencio.
Ella se acercó, tocó su rostro herido.
—Nunca me tuviste. Pero sí me perdiste.
Y en ese instante, lo supo. No con rabia. Con dolor lúcido.
Dominique era el Alfa que pudo haber sido… pero no fue.
Porque el miedo puede ser más fuerte que el amor.
Raúl apareció minutos después.
No con armas. No con amenazas.
Solo con su presencia.
Se detuvo frente a Dominique como un general que evalúa a un soldado derrotado.
—No hay lugar para ti aquí —dijo con frialdad—. Aún respiras porque ella no ha dicho lo contrario.
Dominique apretó los puños.
—No vine a pelear, Ferré. Vine a recordarte que no todo puede poseerse.
Raúl no parpadeó.
—Tampoco todo puede rescatarse.
El silencio que siguió fue un duelo en sí mismo.
Luisa se interpuso entre ellos.
—Basta.
Los dos la miraron. Dos mundos opuestos. Dos sombras en guerra.
—Si me quieres libre, Dominique, respétame.
—Y si me quieres tuya, Raúl… suéltame.
Ambos entendieron, aunque ninguno respondió.
Dominique se marchó sin decir adiós.
Raúl no intentó detenerlo.
Y Luisa… quedó sola.
Por elección. Por primera vez.
Esa noche, frente al ventanal de siempre, Luisa se quitó el colgante de obsidiana. Lo dejó sobre la mesa, junto a los objetos que Raúl le había regalado en silencio. Uno por uno.
No los rompió. No los quemó.
Solo los dejó allí.
Porque ya no los necesitaba para saber quién era.
A la mañana siguiente, convocó a Raúl a una reunión privada.
Él llegó sin escolta, sin traje. Con los ojos enrojecidos por el insomnio.
—He estado preparando una cláusula adicional para nuestro contrato —dijo Luisa, sin rodeos.
—¿Otra más? —Raúl arqueó una ceja.
—Una que me permita acceder a las reuniones del consejo de clanes —respondió—. No como tu Omega. Como tu aliada.
Raúl la observó en silencio. Luego asintió.
—He esperado este momento desde que firmaste la primera cláusula.
—¿Cuál momento?
Él sonrió. No con arrogancia. Con respeto.
—El momento en que dejaras de temerme.
Esa noche, mientras revisaba informes del clan, Luisa descubrió un dato nuevo. Uno enterrado entre archivos legales antiguos.
El nombre de su madre figuraba en un contrato de alianza rota. Un acuerdo con un Alfa enemigo de la Manada de Plata. Firmado en secreto. Y anulado por “intervención directa del Rey Víctor”.
No fue una traición amorosa.
Fue una amenaza política.
Y por eso, su madre había muerto.
Luisa cerró el archivo.
No lloró.
Solo se levantó, caminó hasta el espejo, y se miró con detenimiento.
Las marcas que tenía ya no eran visibles.
Pero ardían bajo la piel.
Y estaba lista para usarlas como armas.
Porque en este mundo, el dolor era una moneda. Y ella acababa de aprender a invertirlo.