Luisa no regresó esa noche a la mansión del Rey. No porque Raúl se lo pidiera —él cumplió su palabra, le abrió la puerta—, sino porque al mirarse en el reflejo de aquel ventanal infinito, supo que su vida había cambiado.
Ya no podía volver a ser invisible. --- El amanecer la encontró sola en un penthouse silencioso, con los cristales empañados por la niebla. La ciudad seguía latiendo allá afuera, indiferente. Sobre la mesa de la cocina había un desayuno completo, pero intacto. Y junto a él, una caja pequeña, negra, sellada con el símbolo del Clan Ferré: un lobo mecánico en posición de ataque. Dentro, un colgante de obsidiana y acero, delicado y pesado al mismo tiempo. No tenía marca, pero sí un mensaje oculto en su interior: “Para la que ya no huye.” Luisa lo sostuvo contra su pecho, temblando. No de miedo… sino de certeza. --- Volvió a la mansión cerca del mediodía, escoltada por uno de los automóviles sin conductor de Raúl. Al llegar, Dominique ya la esperaba en la entrada. Su rostro era un poema de furia contenida y decepción. —¿Dónde estuviste? —Donde quise estar —respondió ella con una calma que dolía. Él la siguió hasta su habitación, cerrando la puerta tras de sí. —¿Sabes lo que esto significa, Luisa? Lo que hiciste… no tiene marcha atrás. Si entras a su juego, te marcarán. No con colmillos, sino con contratos, alianzas, poder. —¿Y eso qué importa si todo esto ya estaba decidido por otros desde que nací? Dominique calló. La miró como si no la reconociera, como si hubiera perdido algo que no supo cuidar. —Te estás acercando demasiado a él. —No. Él es el único que me trata como si yo ya estuviera despierta. Hubo un silencio largo. Ella dio un paso más hacia él, retándolo. Él no se apartó. El aire entre sus cuerpos vibraba con algo más que atracción: historia, culpa, deseo. —Tú también pudiste elegirme, Dominique. Pero preferiste proteger al Rey… en vez de a mí. El Alfa cerró los ojos, como si esa verdad le quemara por dentro. —Porque si te elijo, Luisa… estoy dispuesto a destruirlo todo. --- Esa tarde, Luisa recibió una llamada anónima desde un número que no figuraba en ningún registro. Una voz digital, distorsionada, susurró: —Si sigues eligiendo a Ferré… recuerda que los Alfa no comparten lo que es suyo. Y tú ya tienes un precio. Antes de que pudiera responder, la línea se cortó. En menos de una hora, se filtraron en las redes clandestinas fotos suyas bajando del vehículo de Raúl. Su nombre aparecía vinculado a la “heredera rebelde Omega” que estaba rompiendo las reglas de sucesión de la Manada de Plata. El Rey la mandó llamar esa noche. El encuentro fue brutal. —Has traicionado tu sangre. Has ensuciado el linaje. ¿Crees que ese Alfa te va a amar? ¡Él quiere usar tu cuerpo para tener crías con sangre real! —¿Y tú qué querías? —disparó Luisa—. ¿Una hija que obedeciera en silencio mientras tú vendías su vínculo al mejor postor? Los ojos del Rey ardieron. Por primera vez, levantó la mano. Pero no la golpeó. Porque Dominique se interpuso. —No más, mi Rey —dijo con voz helada—. Luisa no está sola. Y si vuelve a tocarla… me perderá también. --- Esa noche, en la oscuridad de su cuarto, Luisa lloró por primera vez sin culpa. No por debilidad. Sino por el peso de despertar. Todo ardía a su alrededor: su pasado, su herencia, sus vínculos rotos. Pero en medio del incendio, sentía algo nuevo latiendo bajo la piel: poder. Y ese poder... no venía del Alfa que la deseaba. Sino de la Omega que había decidido dejar de obedecer.