Cinco años después
La frontera entre el bosque y la ciudad ya no era una línea trazada por el miedo.
Donde antes se erguían muros y puestos de vigilancia, ahora crecía un campo de lavanda silvestre. No había torres ni escudos, sino banderas de tela hechas a mano, ondeando al viento con símbolos distintos: lunas abiertas, manos entrelazadas, huellas de lobo dibujadas por niños.
Era la entrada a la Manada Libre.
Un asentamiento que no se parecía a ninguna manada tradicional. No había tronos. No había castas. Solo espacios compartidos, refugios, talleres, centros de aprendizaje y libertad.
Allí, el linaje no dictaba el destino.
Allí, la voz más suave podía ser la más escuchada.
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Luisa caminaba entre las casas de madera, descalza sobre la hierba húmeda, con el cabello recogido en una trenza floja y la marca aún visible, aunque más pálida, como si el tiempo la hubiera cubierto de luz.
A su alrededor, los niños jugaban. Alfas, Betas y Omegas, sin miedo a mirarse como iguales. Algunos ya