Karina Bennett, heredera muda de un imperio mediático, vive atrapada entre el peso de un pasado traumático y el silencio que la consume desde la muerte de sus padres. Su único refugio es la escritura, hasta que una noche en una gala, un desconocido de mirada indescifrable y sonrisa torcida irrumpe en su mundo congelado. Él es Teo Kingsley, un magnate brillante y autodestructivo, con una cuenta regresiva silenciosa: cien días para abandonarlo todo. Un encuentro fortuito, una mirada que lo dice todo y un pasado que, sin saberlo, los une más allá del presente. Entre secretos del ayer, llamadas anónimas, traiciones familiares y una atracción que desafía la lógica, ambos deberán enfrentarse a la pregunta más dolorosa: ¿se puede amar cuando uno está roto? ¿Y qué pasa cuando descubres que tu dolor no es solo tuyo? Una historia de amor, redención y heridas compartidas. Porque a veces, solo otra ruina puede entenderte de verdad.
Ler maisEstaba escribiendo un capítulo controversial.
No escandaloso ni provocador a ojos del mundo. Era de esos capítulos que duelen porque una parte de mí quedaba atrapada entre sus líneas. Estaba intentando describir la escena de una pérdida sin nombre. Un personaje, que no era yo, pero casi, se decía a sí misma que escribir era lo único que la mantenía cuerda. Que si dejaba de llenar páginas, se evaporaría. Y yo la entendía. Demasiado.Golpearon la puerta con suavidad. Unos toques breves, casi tímidos.
Parpadeé, volviendo al presente. Solté el teclado. Más allá de la pantalla, distinguí una silueta recortada por la luz tenue del pasillo.—Karina.
No hizo falta girarme. Reconocería esa voz incluso dormida.
Era Dante.
Su presencia siempre fue así: un refugio con fronteras. Cálido, pero contenido. Familiar, pero lejano. Apoyó una mano en mi hombro. Su tacto tenía esa delicadeza que me hacía sentir expuesta, como si supiera exactamente cuán frágil era por dentro.
—La gala anual de la industria de medios empieza en dos horas —dijo, levantando una caja de terciopelo blanco—. Este vestido… pensé en ti en cuanto lo vi.
Asentí en silencio. No porque no tuviera nada que decir, sino porque no podía.
Él no se fue enseguida.
Se quedó a mi lado, observando la pantalla. El cursor parpadeaba al final de una línea rota. Sentí cómo su mirada se deslizaba hacia mi rostro. Era como si me tocara sin tocarme.
—¿Estás escribiendo algo nuevo? —preguntó, casi en un susurro.
Quise decirle que sí. Que escribía para no desmoronarme. Que cada historia era un intento desesperado por llenar el hueco que me dejó la vida. Pero solo asentí.
Se agachó a mi lado, hasta ponerse a mi altura. Sus dedos rozaron una hoja con apuntes junto al teclado.
—Siempre me ha impresionado cómo haces sentir a tus personajes. —Sonrió con ternura—. Aunque tú no hables, ellos dicen todo lo que tú no te atreves.
Me mordí el labio. Quise abrazarlo. Quise decirle que él era la única razón por la que todavía me levantaba por las mañanas. Que lo amaba desde antes de entender lo que era el amor.
Pero no hice nada.
Él era Dante. El hijo de mis padres adoptivos. El niño que se metía en mi cama cuando tenía pesadillas. El adolescente que me dejaba notitas en los libros cuando me encerraba a escribir. El hombre que ahora dirigía la empresa por mí. Siempre protector. Siempre cerca. Siempre al borde... pero sin cruzar.
Porque para él, yo era una hermana.
Y para mí, él era todo lo que no me atrevía a desear en voz alta.—Deberías ir a cambiarte pronto —añadió, poniéndose de pie—. Ese vestido va a dejar a todos sin aliento.
Rió suavemente. Esa risa suya: honesta, tímida, sin artificio.
Quise decirle que no me importaba la gala, ni los vestidos, ni la gente.
Que me importaba él. Solo él. Pero solo asentí otra vez.Ya casi en la puerta, se giró una vez más.
—Estás hermosa… incluso así —dijo. Y entonces sonrió, como si se arrepintiera de haberlo dicho, y desapareció por el pasillo como alma que lleva el diablo.
Me quedé allí, sola frente al ordenador. El cursor seguía parpadeando.
Como mi pecho. Como mi garganta muda. Como si esperara que al fin me atreviera a escribirle a él.Fui a cambiarme, aunque no tenía ningún deseo de asistir.
Cuando estuve lista, me miré en el espejo. Cabello recogido con esmero, labios pintados con suavidad, ojos demasiado oscuros. Había algo en mi reflejo que no era solo maquillaje. Era ella. Mi madre. En la forma de mis pómulos, en la curva triste de mi boca. En esa melancolía que ni los años ni el silencio habían logrado borrar.Sentí un nudo en la garganta mientras me aplicaba rubor. Cada gesto era una forma de simular que seguía aquí. Que existía.
Recordé lo que me había dicho el psicólogo esa semana:
“Olivia, no fue tu culpa. No puedes vivir castigándote por algo que no controlaste.”Pero ¿y si sí lo fue?
Si no hubiera insistido tanto.
Si no hubiera llorado para que fuéramos al parque ese día. Si me hubiera quedado callada…Tal vez mis padres seguirían vivos.
Mi voz murió con ellos.
Desde entonces, no había podido pronunciar una sola palabra. No por una herida física. El diagnóstico fue claro: afasia psicógena. Mi silencio era mi castigo.Tenía diez años cuando ocurrió. Sobreviví.
Pero hay heridas que no sangran. Solo duelen para siempre.Fui adoptada por un matrimonio amigo de mis padres. Gente correcta, poderosa, fría. Me dieron un nuevo apellido, un techo, una educación impecable… y una empresa.
Heredé un imperio mediático. Pero yo solo quería escribir. Crear mundos donde nadie muriera. Donde yo pudiera salvar a alguien, aunque fuera en ficción.Del resto se encargaban ellos.
Y ahora, sobre todo, Dante.Esa noche, vestida de blanco, asistí a la gala.
El salón era deslumbrante. Demasiado.
Luces, risas, copas que tintineaban con fingida naturalidad. Todo sonaba falso. Yo también. Mi sonrisa no era mía. Era la de una máscara que llevaba años usando.Cuando ya no pude más, escapé al balcón del segundo piso con una copa de vino.
El aire fresco me acarició el rostro con ternura. Me quité los tacones y apoyé los codos sobre la baranda. Desde allí, el jardín parecía un escenario congelado en mármol y sombras.Entonces ocurrió.
Una mujer, vestida de rojo, abofeteó a un hombre.
El sonido fue seco, brutal, como un disparo ahogado entre las risas elegantes de la gala. Luego, sin pensarlo dos veces, le arrojó la copa de vino. El líquido rojo trazó una mancha irregular sobre su traje oscuro, como si quisiera dejarle una cicatriz visible. Ella se dio media vuelta y se alejó, los tacones golpeando el mármol como un veredicto.
Él no se movió.
Ni una palabra.
Ni un gesto defensivo. Solo se quedó allí, en pie, completamente erguido, como si la escena no tuviera nada que ver con él.Era alto. Imponente.
Una figura que desentonaba con todo ese mundo de apariencias. El traje ajustado, ahora empapado, delineaba un cuerpo fuerte, ancho de hombros, con el tipo de musculatura que parecía nacida del trabajo físico, no del gimnasio. Había en él una especie de presencia cruda, como si todo a su alrededor perdiera importancia cuando estaba cerca.Tenía un rostro difícil de ignorar: mandíbula marcada, facciones angulosas, cejas rectas y oscuras que enmarcaban unos ojos que no parecían mirar, sino desnudar. Su cabello, negro y ligeramente revuelto, le caía sobre la frente con descuido. Y aunque tenía el vino escurriéndole por el cuello de la camisa, no se le veía ni humillado ni molesto.
Parecía… divertirse.
Entonces alzó la cabeza.
Y me vio.
Desde el jardín, me sostuvo la mirada con una calma que me desarmó. Durante un instante, sus ojos, oscuros como tinta seca, se clavaron en los míos. Me sentí atrapada. Expuesta. Como si él pudiera leer todo lo que me callaba.
Y entonces lo hizo.
Sonrió.No fue una sonrisa amable.
Ni falsa. Fue una de esas sonrisas lentas, apenas ladeada, cargada de algo indescifrable. Una sonrisa casi cínica. Como si supiera exactamente lo que yo estaba sintiendo. Como si el dolor, el escándalo y la máscara social no fueran más que un juego aburrido para él.Y sin apartar la vista, levantó ligeramente la mano en un gesto de saludo. Tranquilo. Provocador. Como si dijera: Te vi. Te leí. No puedes esconderte de mí.
Yo no supe qué hacer.
Sentí que el corazón me latía en la garganta.Y por primera vez en años, quise responder.
Con un gesto. Con una palabra. Con algo.Pero no pude.
Me quedé allí, descalza, congelada en el balcón, con el alma en vilo, mientras él seguía abajo, mirándome como si ya supiera quién era yo… incluso antes de que yo lo recordara.
Y luego… habló.
—Hola —dijo, sin alzar demasiado la voz, pero lo suficiente para que lo escuchara desde el balcón—. ¿Cómo estás?
El sonido me atravesó.
Era grave, envolvente, y tenía una calidez inesperada. Y aun así… me asusté.No era él. No del todo.
Era lo que provocaba en mí. Esa certeza absurda de que me conocía. De que había entrado en mi burbuja de silencio sin permiso.Di un paso atrás, como si necesitara huir.
Como si mi cuerpo supiera que tenía que poner distancia antes de que fuera demasiado tarde.—No huyas, por favor —dijo, y esta vez su voz fue más baja, más seria, casi urgente—. Voy a subir.
Lo vi dar media vuelta.
Y luego desaparecer dentro del edificio.Mi corazón latía con fuerza.
No sabía por qué temblaba. Era miedo… pero también algo más. Una especie de presentimiento, como si lo que estuviera por pasar fuera a cambiarlo todo.Me giré, lista para escapar. No quería que me encontrara.
No sabía si quería o no quería… Y justo entonces, la puerta del balcón se abrió detrás de mí.—Ya fue suficiente de socializar —dijo Dante, con esa voz suya que siempre parecía más un abrazo que una orden.
Me volví hacia él. Su expresión era serena, pero había un matiz distinto.
¿Había notado algo? ¿Lo había visto?—Vamos —añadió, tendiéndome una mano.
Yo asentí sin pensar. Mis dedos buscaron los suyos, temblorosos.
Y me dejé llevar.Mientras me alejaba del balcón, una parte de mí seguía allí.
Esperando.Esperando que ese hombre, aquel extraño de sonrisa torcida y ojos que dolían, subiera y me encontrara.
Pero no lo hizo. O quizás sí. Solo que para entonces, yo me había ocultado de nuevo.Narrado por Karina—¿Estás bien? —murmuró. Su voz era baja, casi ronca.No respondí.Mi cuerpo estaba tenso. La garganta cerrada. El mundo se había vuelto demasiado estrecho. Su cercanía me quemaba. No por lo que hacía, sino por lo que despertaba.Yo no quería que me tocara, Pero tampoco quería que me soltara.—Te vi entrar a la librería —dijo con un tono que no supe leer—. ¿Pasó algo?No sabía si lo preguntaba por cortesía, por interés… o por otra razón.Él no se movía. No presionaba. Solo me miraba. Fijo. Como si esperara que le hablara, como si pudiera.Pero yo no podía.Porque su presencia era demasiado, porque su olor me traía imágenes sueltas que no entendía, porque algo en mí temblaba sin permiso.No era él. Era lo que me provocaba.Esa sensación absurda de que lo conocía desde antes.Di un paso atrás, solo uno y el frunció el ceño, pero no dijo nada.Quise irme y no podía, quise quedarme y tampoco podía.Me sentí atrapada. En mi cuerpo. En mi historia. En sus ojos.Él dio un p
Narrado por KarinaVolví a casa con la cabeza llena de ecos.Afuera, la ciudad seguía brillando con su habitual arrogancia: semáforos parpadeando como joyas falsas, cláxones ansiosos, el rugido constante del tráfico. Todo seguía su curso como si nada hubiera pasado. Pero yo no podía apartar de mi mente esa mirada.La del ascensor.La de él.Teo.Así lo llamó Dante, con ese tono que usa cuando evalúa amenazas con traje.—Teo Kingsley. Presidente de Kingsley Industries, el mayor conglomerado empresarial del país. Inteligente, peligroso… y absolutamente inescrutable.Lo dijo como si hablara de una tormenta que aún no ha llegado, pero ya huele en el aire.Yo lo había visto sonreír. No una sonrisa falsa de negocios. No. Una grieta. Un destello humano. Apenas un segundo… pero ahí estuvo. ¿Por qué? ¿Por qué sonreírle a una mujer que no habla? ¿A una desconocida rota?Había algo más. Algo que no alcanzaba a entender, pero que se me había quedado pegado al cuerpo como perfume viejo.Subí a mi
Narrado por TeoEsa misma noche, después de encontrarla en el pueblo, llamé a mi asistente y le pedí toda la información de Karina, no sabía su apellido, pero en las redes sociales de Dante, encontré una foto suya y eso fue todo lo que pude proporcionarle. También le pedí que la mantuvieran vigilada.La mañana era gris. No gris de postal, ni gris de melancolía. Era un gris sucio, espeso, como si el cielo también tuviera resaca. O un secreto que no sabía cómo escupir.Entré al ascensor junto a Ethan, mi asistente. Él iba revisando su tablet con la eficiencia mecánica de siempre, tan puntual como su sarcasmo. Yo, en cambio, no podía dejar de mirar el espejo frente a mí.Allí estaban.Karina y Dante. Su sombra silenciosa. Su perro guardián.Ella sonreía. No abiertamente, no como quien se sabe observada. Era una sonrisa pequeña, casi un suspiro en el rostro. Pero era real. Y, por algún motivo que no quise nombrar, esa sonrisa me dolió. Había algo frágil en ella. Algo dulce. Algo que no pe
Narrado por TeoLa pesadilla volvió a visitarme, como casi todas las noches, implacable y cruel.Me encontré otra vez en ese rincón gris del salón, el tablero de ajedrez equilibrado en mis rodillas temblorosas. El aire estaba cargado con el olor a humo rancio y whisky barato, un perfume de derrotas pasadas y esperanzas rotas.Mi padre estaba ahí, alto, rígido, la sombra de un hombre que parecía querer devorarme con la mirada. Los nudillos blancos, crispados, como si estuviera a punto de romper algo más que mi voluntad.—¿Eso es lo mejor que sabes hacer? —gritó con furia—. ¿¡Una jugada de novato!?Antes de que pudiera siquiera responder, su puño descendió como un martillo. Nunca había espacio para explicaciones ni para pedir clemencia. Las piezas de ajedrez saltaron del tablero, rodaron por el suelo, perdidas.Mi rodilla ardía por el golpe que me había dado minutos antes, pero eso no importaba. Solo quería jugar. Solo quería ganar.Y entonces desperté.Empapado en sudor frío, jadeando
El trayecto de vuelta fue silencioso.Dante conducía con una mano en el volante y la otra apoyada distraídamente sobre su muslo, como siempre hacía cuando estaba cansado pero no quería parecerlo. En el auto sonaba música instrumental, baja, como si supiera que mi cabeza ya estaba demasiado llena.Miraba por la ventanilla. Las luces de la ciudad pasaban como reflejos líquidos sobre el cristal.Pero yo no veía la ciudad.Lo veía a él.Al hombre del jardín, con su sonrisa torcida y con su voz grave diciendo “Hola. ¿Cómo estás?”A sus ojos que parecían hablar el mismo idioma que mi silencio.Sentí el impulso de volver al balcón, de esperarlo. De averiguar si había subido, si me buscó, si notó que ya no estaba.Pero no lo sabría.No esa noche.Apreté las manos sobre mi regazo, intentando calmar el temblor leve que me recorría desde que lo vi. No era miedo exactamente. Era algo más visceral. Una mezcla de curiosidad y ansiedad que me tenía los sentidos en alerta.—¿Estás bien? —preguntó Dan
Estaba escribiendo un capítulo controversial.No escandaloso ni provocador a ojos del mundo. Era de esos capítulos que duelen porque una parte de mí quedaba atrapada entre sus líneas. Estaba intentando describir la escena de una pérdida sin nombre. Un personaje, que no era yo, pero casi, se decía a sí misma que escribir era lo único que la mantenía cuerda. Que si dejaba de llenar páginas, se evaporaría.Y yo la entendía. Demasiado.Golpearon la puerta con suavidad. Unos toques breves, casi tímidos.Parpadeé, volviendo al presente. Solté el teclado. Más allá de la pantalla, distinguí una silueta recortada por la luz tenue del pasillo.—Karina.No hizo falta girarme. Reconocería esa voz incluso dormida.Era Dante.Su presencia siempre fue así: un refugio con fronteras. Cálido, pero contenido. Familiar, pero lejano. Apoyó una mano en mi hombro. Su tacto tenía esa delicadeza que me hacía sentir expuesta, como si supiera exactamente cuán frágil era por dentro.—La gala anual de la industri
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