«¿Has vuelto a soñar con ese hombre?». La pluma del médico garabateaba en el historial clínico.
Asentí con rigidez: el chasis en llamas, los asientos volcados y el hombre con mascarilla al otro lado.
El psiquiatra me entregó el diagnóstico, en el que figuraban las palabras familiares «afasia psicógena».
—Solo tú puedes liberarte de tus demonios internos. Si sigues atrapada en el pasado, nunca podrás volver a hablar.
Recordé las palabras del psiquiatra y me sumí en mis pensamientos...
Me llamo Karina, tengo 25 años y ahora soy una escritora novata. Pero desde la noche de mi décimo cumpleaños, cuando sobreviví milagrosamente a ese extraño accidente de coche, los médicos dicen que mis cuerdas vocales están intactas, pero que mi cerebro ha apagado el interruptor del lenguaje.
Golpearon la puerta con suavidad. Unos toques breves, casi tímidos.
Parpadeé, volviendo al presente. Solté el teclado. Más allá de la pantalla, distinguí una silueta recortada por la luz tenue del pasillo.—Karina.
No hizo falta girarme. Reconocería esa voz incluso dormida.
Era Dante.
Su presencia siempre fue así: un refugio con fronteras. Cálido, pero contenido. Familiar, pero lejano. Apoyó una mano en mi hombro. Su tacto tenía esa delicadeza que me hacía sentir expuesta, como si supiera exactamente cuán frágil era por dentro.
—La gala anual de la industria de medios empieza en dos horas —dijo, levantando una caja de terciopelo blanco—. Este vestido… pensé en ti en cuanto lo vi.
Asentí en silencio. No porque no tuviera nada que decir, sino porque no podía.
Él no se fue enseguida.
Se quedó a mi lado, observando la pantalla. El cursor parpadeaba al final de una línea rota. Sentí cómo su mirada se deslizaba hacia mi rostro. Era como si me tocara sin tocarme.
—¿Estás escribiendo algo nuevo? —preguntó, casi en un susurro.
Quise decirle que sí. Que escribía para no desmoronarme. Que cada historia era un intento desesperado por llenar el hueco que me dejó la vida. Pero solo asentí.
Se agachó a mi lado, hasta ponerse a mi altura. Sus dedos rozaron una hoja con apuntes junto al teclado.
—Siempre me ha impresionado cómo haces sentir a tus personajes. —Sonrió con ternura—. Aunque tú no hables, ellos dicen todo lo que tú no te atreves.
Me mordí el labio. Quise abrazarlo. Quise decirle que él era la única razón por la que todavía me levantaba por las mañanas. Que lo amaba desde antes de entender lo que era el amor.
Pero no hice nada.
Él era Dante. El hijo de mis padres adoptivos. El niño que se metía en mi cama cuando tenía pesadillas. El adolescente que me dejaba notitas en los libros cuando me encerraba a escribir. El hombre que ahora dirigía la empresa por mí. Siempre protector. Siempre cerca. Siempre al borde... pero sin cruzar.
Porque para él, yo era una hermana.
Y para mí, él era todo lo que no me atrevía a desear en voz alta.—Deberías ir a cambiarte pronto —añadió, poniéndose de pie—. Ese vestido va a dejar a todos sin aliento.
Rió suavemente. Esa risa suya: honesta, tímida, sin artificio.
Quise decirle que no me importaba la gala, ni los vestidos, ni la gente.
Que me importaba él. Solo él. Pero solo asentí otra vez.Ya casi en la puerta, se giró una vez más.
—Estás hermosa… incluso así —dijo. Y entonces sonrió, como si se arrepintiera de haberlo dicho, y desapareció por el pasillo como alma que lleva el diablo.
Fui a cambiarme, aunque no tenía ningún deseo de asistir.
Cuando estuve lista, me miré en el espejo. Cabello recogido con esmero, labios pintados con suavidad, ojos demasiado oscuros. Había algo en mi reflejo que no era solo maquillaje. Era ella. Mi madre. En la forma de mis pómulos, en la curva triste de mi boca. En esa melancolía que ni los años ni el silencio habían logrado borrar.Sentí un nudo en la garganta mientras me aplicaba rubor. Cada gesto era una forma de simular que seguía aquí. Que existía.
Recordé lo que me había dicho el psicólogo esa semana:
“Karina, no fue tu culpa. No puedes vivir castigándote por algo que no controlaste.”Pero ¿y si sí lo fue?
Si no hubiera insistido tanto.
Si no hubiera llorado para que fuéramos al parque ese día. Si me hubiera quedado callada…Mi silencio era mi castigo.
Pero hay heridas que no sangran. Solo duelen para siempre.
Fui adoptada por un matrimonio amigo de mis padres. Gente correcta, poderosa, fría. Me dieron un nuevo apellido, un techo, una educación impecable… y una empresa.
Heredé un imperio mediático. Pero yo solo quería escribir. Crear mundos donde nadie muriera. Donde yo pudiera salvar a alguien, aunque fuera en ficción.Del resto se encargaban ellos.
Y ahora, sobre todo, Dante.Esa noche, vestida de blanco, asistí a la gala.
El salón era deslumbrante. Demasiado.
Luces, risas, copas que tintineaban con fingida naturalidad. Todo sonaba falso. Yo también. Mi sonrisa no era mía. Era la de una máscara que llevaba años usando.Cuando ya no pude más, escapé al balcón del segundo piso con una copa de vino.
El aire fresco me acarició el rostro con ternura. Me quité los tacones y apoyé los codos sobre la baranda. Desde allí, el jardín parecía un escenario congelado en mármol y sombras.