Narrado por Teo
Esa misma noche, después de encontrarla en el pueblo, llamé a mi asistente y le pedí toda la información de Karina, no sabía su apellido, pero en las redes sociales de Dante, encontré una foto suya y eso fue todo lo que pude proporcionarle. También le pedí que la mantuvieran vigilada.
La mañana era gris. No gris de postal, ni gris de melancolía. Era un gris sucio, espeso, como si el cielo también tuviera resaca. O un secreto que no sabía cómo escupir.
Entré al ascensor junto a Ethan, mi asistente. Él iba revisando su tablet con la eficiencia mecánica de siempre, tan puntual como su sarcasmo. Yo, en cambio, no podía dejar de mirar el espejo frente a mí.
Allí estaban.
Karina y Dante. Su sombra silenciosa. Su perro guardián.Ella sonreía. No abiertamente, no como quien se sabe observada. Era una sonrisa pequeña, casi un suspiro en el rostro. Pero era real. Y, por algún motivo que no quise nombrar, esa sonrisa me dolió. Había algo frágil en ella. Algo dulce. Algo que no pertenecía al mundo de cifras, terrenos y contratos que yo habitaba.
La vi reflejada. Y sin quererlo, sonreí también.
Tres segundos.
Ese fue el tiempo exacto que duró la grieta en mi máscara.
Me corregí enseguida. Enderecé la espalda. No estaba allí para entretenerme con una desconocida que me ignoraba con tanto arte como elegancia. Estaba allí para cerrar un trato, comprar un terreno, decidir, aunque sonara absurdo, dónde reposarían mis huesos. No había espacio para distracciones. Mucho menos para sonrisas involuntarias.
—¿Eso fue una sonrisa? —preguntó Ethan mientras salíamos del edificio, con una ceja alzada como quien apunta un dato curioso en una libreta invisible.
—¿Qué? —repliqué, fingiendo no haberlo oído.
—Nada… nada —murmuró, pero su tono me decía que no olvidaría ese detalle. Ethan no dejaba pasar nada. Ni siquiera mis gestos rotos.
De camino al coche, me entregó una carpeta.
—Sobre lo que me pidió, señor Teo. La información sobre Karina Bennett.
La tomé sin decir nada. En el asiento trasero, la abrí con lentitud. Afuera, el mundo seguía girando. Adentro, todo empezó a congelarse.
Karina Bennett.
Veintiséis años. Hija biológica de Alexander y Helena Bennett, fundadores de Bennett Media Group. Fallecieron hace quince años en un accidente automovilístico. Karina sobrevivió. Desde entonces, se encuentra bajo tutela legal de los Harrison. Condición médica: mutismo selectivo, diagnosticado tras el trauma.Leí cada línea como si fuera una confesión escrita para mí y solo para mí. Cada palabra me golpeaba con fuerza, y al mismo tiempo, abría una compuerta antigua. Un recuerdo difuso. Un pasillo lleno de gritos. Una mano que arde. Un silencio obligado.
—¿Muda desde los once años? —pregunté sin mirarlo, la voz apenas un hilo.
Ethan asintió, sin levantar la vista.
—Sí, señor. Parece que el accidente fue especialmente violento. Murieron los padres al instante. Ella fue la única sobreviviente… pero desde entonces, eligió el silencio.
Yo no respondí. Miré por la ventana, viendo pasar casas borrosas como si fueran escenas que no me pertenecían. Pero lo hacían. Más de lo que estaba dispuesto a aceptar.
Las voces de mi padre irrumpieron en mi cabeza. No como memorias, sino como cuchillas:
"¿Te parece un buen movimiento? ¡Eres una vergüenza! No mereces lo que tienes, ni lo que llevas en el apellido."
Volví al informe, sintiendo el corazón latir en las costillas como si quisiera romperse.
Y entonces Ethan añadió, como si no supiera que estaba a punto de romper el suelo bajo mis pies:
—Encontré algo más. No estoy seguro de su relevancia, pero… al revisar los registros de tránsito de hace quince años, descubrimos que el accidente de los Bennett ocurrió la misma noche, a la misma hora… y en la misma carretera en la que su padre también tuvo su accidente.
No respiré.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy. Los dos vehículos se estrellaron con minutos de diferencia. Mismo tramo. Sin cámaras. Solo informes policiales fragmentados. Todo es… borroso. Pero la coincidencia es demasiada.
No. No era coincidencia. Lo supe de inmediato. No lo dije en voz alta, pero mi cuerpo lo supo. Lo supo el aire. Lo supo el silencio.
Apoyé la cabeza contra el cristal helado.
¿Coincidencia? ¿O causalidad?
Mi padre murió esa noche. Oficialmente, fue un accidente. Pero algo dentro de mí, algo que había callado durante años, siempre supo que había más. Yo simplemente no quise mirar. Porque saber significaba abrir una herida que nunca cerró del todo.
Y ahora… Ahora miraba a una mujer rota por el mismo pasado que me rompió a mí.
¿Era eso lo que me ató a ella, sin entender por qué? ¿Un espejo? ¿Una deuda?Mientras intentaba ordenar mis pensamientos, Ethan continuó con su eficiencia quirúrgica:
—También recibimos notificación de una llamada extraña que Karina recibió en su coche esta mañana. No hay audio. Solo duración y origen. Número desconocido. Ella colgó rápido. Pero… algo la alteró. Lo mostró todo su lenguaje corporal.
Todo empezaba a enredarse.
Karina. Mi padre. Su muerte. Mi cuenta regresiva.Miré el móvil. Lo desbloqueé con el rostro, como si ya no necesitara manos para hundirme más. Abrí la aplicación que había creado en secreto. Un contador. Una sentencia silenciosa.
Quedan 85 días.
Respiré hondo.
Cerré los ojos.Y por primera vez en mi vida adulta, sentí miedo.
No miedo a morir. Sino miedo a entender, al fin, de qué estaba hecho el silencio.