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Capítulo 3: 100 DÍAS PARA ABANDONAR ESTE MUNDO

Narrado por Teo

La pesadilla volvió a visitarme, como casi todas las noches, implacable y cruel.

Me encontré otra vez en ese rincón gris del salón, el tablero de ajedrez equilibrado en mis rodillas temblorosas. El aire estaba cargado con el olor a humo rancio y whisky barato, un perfume de derrotas pasadas y esperanzas rotas.

Mi padre estaba ahí, alto, rígido, la sombra de un hombre que parecía querer devorarme con la mirada. Los nudillos blancos, crispados, como si estuviera a punto de romper algo más que mi voluntad.

—¿Eso es lo mejor que sabes hacer? —gritó con furia—. ¿¡Una jugada de novato!?

Antes de que pudiera siquiera responder, su puño descendió como un martillo. Nunca había espacio para explicaciones ni para pedir clemencia. Las piezas de ajedrez saltaron del tablero, rodaron por el suelo, perdidas.

Mi rodilla ardía por el golpe que me había dado minutos antes, pero eso no importaba. Solo quería jugar. Solo quería ganar.

Y entonces desperté.

Empapado en sudor frío, jadeando con el corazón retumbando en mi pecho. Las paredes del penthouse parecían cerrarse a mi alrededor, estrechándose, como si quisieran tragarme vivo.

Caminé hasta el ventanal y abrí las cortinas. La ciudad seguía viva, vibrante, pero yo no. Yo era un espectro dentro de ese mundo que había construido.

Pensé en la fiesta. En esa pelirroja de la cual ni siquiera recordaba su nombre. En su rabia furiosa, en la copa de vino que empapó mi camisa, en su mano temblorosa justo después de la bofetada que le di sin pensar.

Y entonces, pensé en ella.

La chica del balcón.

Tenía una belleza silenciosa, casi melancólica, una tristeza tan familiar que me dolió reconocerla como propia.

Por primera vez quise acercarme a ella de una manera que nunca lo había hecho con nadie, pero huyó de mí, como su supiera lo que era  cuanto podría destrozarla. No me relacionaba con mujeres más allá de lo necesario, porque ninguna era real. Todas buscaban algo de mí: mi poder, mi nombre, mi dinero. Nadie miraba más allá de la superficie. Nadie quería ver lo que quedaba de mí después de tantos años de batallas internas.

Tenía treinta años y era el CEO del conglomerado empresarial más grande del país. Para el mundo, era un tiburón frío, imparable. Para mí, era apenas un eco distante del niño prodigio del ajedrez que había desaparecido hacía una década, enterrado bajo capas de falsas sonrisas y noches vacías.

Tomé una copa, luego otra. Dejé que el alcohol me quemara la garganta y empañara la realidad. Abrí la aplicación en mi teléfono, la que llevaba mi cuenta regresiva silenciosa:

“Días restantes: 100.”

Cien días para cumplir la promesa que me hice hace un año.

El día en que decidí que cuando cumpliera los treinta pondría fin a todo. Porque ya no me quedaba nada que no hubiese probado: dinero, poder, mujeres, aún más dinero.

Y sin embargo, el vacío persistía, implacable. Cada logro solo me acercaba más al abismo. Cada mujer, una sombra pasajera, un espejismo que se desvanecía al despertar.

El amor era solo un mito cruel, un cuento que se contaban los débiles para no enfrentar la verdad más aterradora: la soledad absoluta.

Pero, a pesar de todo eso… esos ojos.

Los ojos de la chica en el balcón, que se habían clavado en mí con una intensidad que no podía ignorar.

Me reí en voz baja, cansado de mí mismo. Qué estúpido pensar que una sola mirada podría cambiar el rumbo de mi destino.

Pero por un segundo, solo un instante efímero, creí que tal vez podría.

Apagué el teléfono, dejé caer la copa y me tumbé en la cama.

Las pesadillas seguirían viniendo, inevitablemente.

Pero ahora, había una nueva pieza en el tablero.

Una pieza que no sabía si podía permitirme mover.

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