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Capítulo 2: ESCRIBIENDO SU HISTORIA

El trayecto de vuelta fue silencioso.

Dante conducía con una mano en el volante y la otra apoyada distraídamente sobre su muslo, como siempre hacía cuando estaba cansado pero no quería parecerlo. En el auto sonaba música instrumental, baja, como si supiera que mi cabeza ya estaba demasiado llena.

Miraba por la ventanilla. Las luces de la ciudad pasaban como reflejos líquidos sobre el cristal.

Pero yo no veía la ciudad.

Lo veía a él.

Al hombre del jardín, con su sonrisa torcida y con su voz grave diciendo “Hola. ¿Cómo estás?”

A sus ojos que parecían hablar el mismo idioma que mi silencio.

Sentí el impulso de volver al balcón, de esperarlo. De averiguar si había subido, si me buscó, si notó que ya no estaba.

Pero no lo sabría.

No esa noche.

Apreté las manos sobre mi regazo, intentando calmar el temblor leve que me recorría desde que lo vi. No era miedo exactamente. Era algo más visceral. Una mezcla de curiosidad y ansiedad que me tenía los sentidos en alerta.

—¿Estás bien? —preguntó Dante de pronto, sin apartar la vista del camino.

Asentí.

Claro que no estaba bien. Pero asentir era más fácil.

Asentir era mi idioma.

—Te noté inquieta esta noche —añadió—. Más de lo habitual.

Me giré un poco hacia él.

¿Había visto al hombre? ¿Había notado la escena en el jardín?

¿Sabía que algo en mí se había activado por primera vez en años?

Su perfil estaba bañado por la luz intermitente de los semáforos.

Hermoso. Con ese aire sereno, confiable, de quien siempre ha sabido sostener lo que los demás dejan caer.

Me pregunté, no por primera vez, si Dante me veía realmente.

Si podía imaginar todo lo que callaba.

O si solo era cómodo amar a alguien que nunca hablaba.

Volví a mirar por la ventana.

Voy a subir, había dicho él.

No huyas.

Pero yo sí huí.

Y ahora solo quedaba ese eco en mi pecho, palpitando como una promesa suspendida.

Cuando llegamos a casa, Dante me ayudó a bajar del coche. Su mano tocó suavemente mi espalda baja, como hacía desde que tenía catorce años. Era un gesto protector.

Pero esa noche, me pareció más una frontera.

Entramos a la casa. Todo estaba en penumbra, como lo había dejado. La lámpara del rincón seguía encendida, proyectando una luz cálida sobre los libros perfectamente ordenados. Todo era familiar. Tranquilo.

Y sin embargo, yo ya no era la misma de hacía unas horas.

Me quité los tacones y los dejé en la entrada. Dante me observó hacerlo, con esa ternura silenciosa que usaba para esconder el cansancio.

—Mañana no tienes nada temprano —dijo mientras se aflojaba el nudo de la corbata—. Puedes dormir tranquila.

Dormir.

Claro.

Asentí.

Él me dedicó una sonrisa leve, de esas que parecen querer decir “te tengo” sin decirlo. Luego se encaminó a su cuarto.

Me quedé de pie en medio del living, descalza, vestida de blanco, aún sintiendo el peso de esa mirada desde abajo, esa voz desde el jardín.

Fui hasta mi habitación, me senté en mi escritorio, encendí la computadora y abrí el archivo en blanco donde había estado escribiendo. El cursor seguía parpadeando.

Como un latido.

Y sin pensarlo, escribí:.

"Un hombre estaba parado en medio de un jardín vacío.

Llevaba un traje manchado de vino y una sonrisa torcida que no pedía disculpas.

Acababan de abofetearlo frente a todos, pero él no parecía afectado.

No por orgullo.

Sino porque nada podía dolerle más de lo que ya dolía."

Me detuve un segundo. Leí lo que acababa de escribir. Sentí algo parecido a vértigo.

O deseo.

Volví a escribir.

"Era de esos hombres que no necesitaban hablar para que lo miraras.

Tenía el cuerpo de quien carga con peso todos los días y los ojos de quien ha perdido más de lo que puede nombrar.

No preguntaba.

No explicaba.

Solo observaba. Como si el mundo fuera una ecuación que ya había resuelto, pero que no valía la pena corregir."

Sabía que estaba escribiendo sobre él.

No sabía su nombre.

No sabía de dónde venía, ni por qué lo habían abofeteado, ni qué historia lo había traído hasta ese jardín.

Pero quería inventarla.

Necesitaba inventarla.

No por él.

Por mí.

Porque había algo en ese hombre que me recordaba todo lo que me callaba. Todo lo que dolía. Todo lo que aún quería entender.

"Él la miró desde abajo.

No con arrogancia.

No con súplica.

Con reconocimiento.

Como si, entre toda esa multitud, ella fuera la única que hablaba su idioma."

Me detuve otra vez.

El corazón me latía fuerte, como si estuviera corriendo.

Era absurdo.

No sabía quién era.

No sabía si lo volvería a ver.

Pero ya estaba escribiéndolo.

Ya lo estaba dándole voz, piel, memoria.

Y en mi historia…Yo no me iría, iba a quedarme.

Después de escribir aquellas primeras líneas sobre él, no pude volver a escribir.

Los días pasaron, uno tras otro, como hojas en blanco.

Me sentaba frente al ordenador durante horas, observando el cursor parpadear, hipnótico, como el metrónomo de un fracaso mudo. Cada destello era una burla. Un latido hueco.

No había historia.

No había voz.

Solo el eco de algo que se rompió antes de empezar.

Cerré el portátil con un suspiro seco y sentí la garganta apretarse, como si llevara días intentando gritar bajo el agua.

Le hice una seña a Dante, que estaba en el salón revisando unos papeles. Concentrado. Siempre entero. Tenía el ceño fruncido, la camisa arremangada y esa presencia serena que tanto me dolía y me salvaba al mismo tiempo.

Cuando alzó la vista, me sonrió con naturalidad.

Esa sonrisa suya. Cálida. Familiar. La que siempre me ofrecía como si fuera suficiente.

—¿Un paseo? —preguntó enseguida—. ¿Te parece si vamos a las afueras? El campo siempre te hace bien.

Asentí.

No por ganas. Por necesidad.

Él pensaba que el aire fresco podía recomponerme. Que la tierra bajo los pies y el canto lejano de los pájaros eran suficientes para sanar un alma rota. Y yo lo dejaba creerlo. Porque era más fácil que explicarle que lo mío no era un malestar temporal, sino un silencio estructural. Un derrumbe invisible.

Alistamos ropa solo para una noche y subimos al coche.

El pueblo era tranquilo. Demasiado.

El aire olía a pasto seco y a madreselvas. Las calles polvorientas se cruzaban sin prisa. Había algo dolorosamente sincero en esa sencillez. Me recordaba a los veranos de infancia, a esa versión de mí que ya no existía. Cuando aún podía hablar. Cuando creía que el mundo era un lugar seguro.

Caminábamos sin rumbo. Dante hablaba para llenar el silencio: del clima, de la novela que me había dejado en la mesita, de algún nuevo proyecto de medios. Su voz era un puente, una cuerda que me sujetaba. Yo asentía de vez en cuando. Por costumbre. Por afecto.

Y entonces los vi del otro lado de la calle.

Ella era delgada, joven, con el cabello suelto y una risa fácil. Colgada del brazo de él.

Del hombre del jardín, el de la sonrisa torcida y los ojos que me miraron como si supieran.

Él le susurraba algo al oído, y ella se reía con una despreocupación que me desarmó.

Pero no fue eso lo que me rompió, fue el modo en que Dante la miró. No me miraba así a mí. Nunca lo había hecho.

Fue un gesto sutil, casi imperceptible: un parpadeo lento, la tensión en la mandíbula, ese suspiro silencioso de quien ve frente a sí lo que siempre ha anhelado.

Yo me quedé helada. Fingí una sonrisa, bajé la mirada al suelo y seguí caminando como si nada. Nadie dijo nada, pero el aire cambió. Se volvió más denso, más espeso. Cuando nos cruzamos, los saludos fueron incómodos, breves. Dante hizo las presentaciones como si no pasara nada. Como si yo no hubiera sentido mi pecho encogerse.

Bajé la mirada, fingiendo una sonrisa.—Te presento a Sofía —dijo Dante, sin mirarme a los ojos—. Y él es Teo, un contacto de negocios. —Ella es Karina.

Teo.

Un nombre corto. Demasiado breve para alguien que había desatado tanto dentro de mí en tan solo unos segundos.

Él apenas dijo nada. Nuestros ojos se cruzaron solo un segundo. Ni una chispa de reconocimiento. Y eso fue lo peor porque yo sí lo reconocí.

Y él… no.

Me sentí estúpida.

Invisible.

El resto del día no estuve de buen humor, no sabía si había sido por Teo o por como Dante miraba a Sofía, por lo que en ese pueblo, en lugar de paz, encontré una guerra conmigo misma y mis pensamientos.

Esa noche no pude dormir. Me levanté descalza y salí al campo, guiada por el impulso de escapar de mí misma.

El cielo era inmenso, lleno de estrellas. Y yo era pequeña. Silenciosa. Una silueta sin voz perdida en la oscuridad.

Los pensamientos me golpeaban en espiral.

No te reconoció.

No fuiste nada para él.

Y aun así lo convertiste en historia.

Caminé más. Hasta alejarme del sendero principal.

El viento arrastraba el olor a tierra húmeda y a leña lejana.

Entonces lo escuché.

—¿Te perdiste?

Me giré de golpe.

Estaba ahí Teo.  Apoyado contra una valla de madera, los brazos cruzados, el abrigo ondeando apenas con la brisa.

La luna lo iluminaba lo justo. Las sombras dibujaban sus facciones con crudeza.

Tenía la misma mirada: directa, pesada, incómodamente honesta.

No respondí.

—¿No hablas? —insistió, sin suavizar el tono—. ¿O te dejé sin palabras esta mañana?

Le sostuve la mirada. Qué arrogante. Qué insufrible.

—Tranquila, fue solo un chiste —dijo, alzando las manos—. Aunque no suelo encontrar muchas mujeres que me ignoren, sabes…

Entonces, tropecé con una raíz. El suelo cedió bajo mis pies. Un vacío breve.

Y su brazo. Fuerte. Cálido.

Su cuerpo, cerca. El roce de su pecho, su olor: whisky, cuero… y algo más.

Algo roto.

Nuestros ojos se encontraron de nuevo.

Esta vez sin interrupciones.

No vi burla, no vi superioridad. Vi soledad.

Una que reconocí, una que me dolió.

Me aparté de golpe. Me arreglé la ropa y le lancé una mirada cargada de todo lo que no podía decir: no te acerques a mí.

Él pareció confundido.

Quizás herido.

—¿Estas bien? ¿Estas perdida? —volvió a preguntar

—Bueno —dijo con voz baja, casi una confesión—, no necesitas hablar.

Yo puedo hablar por los dos.

Hubo algo en su tono, una promesa silenciosa, un desafío.

Y en ese instante, supe que no sería fácil ignorarlo.

—Bueno —dijo con esa media sonrisa ladeada—, no necesitas hablar.

Yo puedo hablar por los dos.

Me quedé quieta, mirándolo con frialdad.

No iba a darle nada. Ni una palabra. Ni una expresión.

Él pareció no incomodarse.

—Es raro… —añadió, mirándome con atención—. Me resultas conocida.

Como si ya te hubiera visto antes. O… —hizo una pausa, ladeó la cabeza con una ceja alzada— ¿no habremos estado juntos alguna vez?

Lo miré con incredulidad. El comentario me golpeó como un latigazo.

Di un paso atrás, ofendida, sintiendo el rostro encendido.

No por vergüenza, por furia, por decepción.

Iba a darme la vuelta, a marcharme sin mirar atrás, cuando su risa me alcanzó.

—Eh, tranquila —dijo, alzando las manos con ese aire burlón que empezaba a ser suyo—. Era una broma. Solo una broma.

Lo miré una última vez, con todo el hielo que pude reunir en la mirada.

Y me fui.

Sin apurar el paso, sin volverme.

Pero por dentro, algo se había movido.

Algo entre el fastidio, el desconcierto… y un fuego extraño que no sabía si quería apagar o avivar.

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