Capítulo 6: HUYE COBARDE

Narrado por Karina

—¿Estás bien? —murmuró. Su voz era baja, casi ronca.

No respondí.

Mi cuerpo estaba tenso. La garganta cerrada. El mundo se había vuelto demasiado estrecho. Su cercanía me quemaba. No por lo que hacía, sino por lo que despertaba.

Yo no quería que me tocara, Pero tampoco quería que me soltara.

—Te vi entrar a la librería —dijo con un tono que no supe leer—. ¿Pasó algo?

No sabía si lo preguntaba por cortesía, por interés… o por otra razón.

Él no se movía. No presionaba. Solo me miraba. Fijo. Como si esperara que le hablara, como si pudiera.

Pero yo no podía.

Porque su presencia era demasiado, porque su olor me traía imágenes sueltas que no entendía, porque algo en mí temblaba sin permiso.

No era él. Era lo que me provocaba.

Esa sensación absurda de que lo conocía desde antes.

Di un paso atrás, solo uno y el frunció el ceño, pero no dijo nada.

Quise irme y no podía, quise quedarme y tampoco podía.

Me sentí atrapada. En mi cuerpo. En mi historia. En sus ojos.

Él dio un paso hacia mí. Lento. Como si cada movimiento suyo pesara el doble. Pero no intentó tocarme.

—No tienes que decir nada —dijo al fin, sin ironía—. Yo puedo hablar por los dos.

Ese fue el último hilo.

Me giré sin pensarlo, y corrí.

No esperé su reacción. No lo miré una última vez. No le di explicaciones. Solo huí.

Mis pasos retumbaron en los muros del callejón como disparos.

No sabía adónde iba. Solo sabía que necesitaba alejarme de él.

Porque había algo en Teo Kingsley que se parecía demasiado al abismo.

Y si me quedaba un segundo más… Iba a saltar.

Subí al auto como quien se lanza a un refugio que ya no protege.

Cerré la puerta con torpeza. Encendí el motor, pero no me moví. Las manos en el volante temblaban con esa violencia callada que no llega a ser llanto, pero sí vacío. Tenía frío. O calor. No lo sabía. El cuerpo estaba alterado. Como si no me perteneciera.

Respiré hondo. Una, dos veces, pero la sensación no se iba.

Teo no dijo nada peligroso. No hizo nada fuera de lugar. Y aun así… el miedo seguía ahí. No a él. A lo que removía.

Apreté los dientes.

No tenía derecho. No a mirarme así. No a hablarme con esa voz tan grave, tan suave, como si supiera exactamente qué parte de mí no debía tocar. Como si me conociera de antes, pero no podía ser. No podía.

Metí primera y salí del callejón. La ciudad había cambiado en esos minutos. Las luces eran más opacas. El tráfico más denso. Y yo… no era la misma que había entrado en esa librería.

La que manejaba ahora era otra. Una que tenía imágenes sueltas flotando detrás de los ojos.

Unas luces. Un coche. Un olor a metal quemado. El chillido de una frenada. Una voz que gritaba. Y luego… silencio, demasiado silencio.

Toqué mi cuello sin pensarlo. El latido estaba desbocado. Me ardían los ojos, pero no iba a llorar. No quería. No ahora.

¿Qué había dicho Teo?

“¿Estás bien?”

Una pregunta inofensiva. Una mentira disfrazada de cuidado.

Porque no, no estaba bien. No desde hacía años. Pero esa noche… esa noche todo se quebró distinto.

Era como si una grieta antigua se hubiera ensanchado. Como si su voz hubiera entrado por un hueco invisible y despertado algo que llevaba dormido demasiado tiempo.

“Puedo hablar por los dos”, dijo.

Como si entendiera, como si supiera.

Pero no. No podía saberlo. Nadie sabía. Ni siquiera Dante, que me había visto derrumbarme mil veces. Ni siquiera Celeste, con su cariño frío y sus abrazos medidos. Nadie sabía lo que significaba vivir con la lengua amarrada al trauma. Con los recuerdos sellados en una parte del cuerpo que no tiene nombre.

Miré la calle.

Semáforos, taxis, rostros borrosos.

El mundo seguía. La ciudad no se detenía por una mujer que no podía hablar. Que huía de hombres que no decían lo que sabían. Que temía lo que tal vez nunca pasó, pero dolía como si hubiera sido ayer.

Y, sin embargo, algo en mí latía distinto. Más rápido. Más fuerte.

Pensé en Teo, en su cuerpo. Su tono. Su forma de mirarme sin pedir nada.

No había arrogancia esta vez. No había bromas pesadas ni comentarios punzantes, había silencio. Uno parecido al mío.

Y por eso fue peor.

Porque entendí, aunque no quisiera, que él también cargaba algo. Algo sucio. Algo que huele a culpa y a miedo.

Y lo entendí sin que me lo dijera, como si su historia hablara el mismo idioma que la mía.

Bajé la velocidad. Sentí la respiración acortarse.

No iba a permitirlo, no iba a abrir esa puerta. No iba a dejar que un desconocido, por más ojos oscuros y voz herida que tuviera, se colara en mi memoria.

No ahora, no así.

Apreté el volante con más fuerza. Quise borrar su imagen, su olor, su cercanía. Quise arrancármelo del cuerpo como si fuera una espina.

Pero no pude porque lo había sentido, porque, aunque apenas nos cruzamos unas cuantas veces, él ya estaba ahí, dentro.

Como un disparo sin eco.

Como un secreto que reconocía mi propio silencio.

Y eso era peligroso, más que el miedo, más que la verdad, más que los recuerdos que comenzaban a golpear la puerta de mi garganta.

Seguí manejando. Automáticamente. Las calles eran un borrón. Las señales no significaban nada.

Solo sabía que necesitaba llegar a casa, cerrar la puerta y olvidarlo. O intentarlo.

Porque una parte de mí, por pequeña que fuera… ya no quería.

Los semáforos cambiaban de color y yo apenas los veía.

Conducía por inercia, como si el cuerpo supiera el camino aunque la mente estuviera perdida en otro lugar… o en otro tiempo.

Me descubrí repasando cada detalle. La textura de la pared del callejón. La temperatura de su voz. La manera en que sus ojos me buscaron sin violencia, pero con algo más urgente que la amenaza: reconocimiento.

Y no era posible, no lo conocía.

No lo conocía.

Lo repetí en mi cabeza como un mantra, como si pudiera convencerme. Pero mi cuerpo tenía otras ideas. Una parte de mí, escondida en algún rincón que aún no había desenterrado, lo había reconocido.

No como a un rostro.

Sino como a una herida.

Y eso era lo más desconcertante.

¿Por qué alguien como él, un hombre con poder, con fama, con ese halo de arrogancia elegante que me habría alejado en cualquier otro contexto, me miraba como si supiera algo de mí que ni yo recordaba?

¿Por qué me hizo temblar… sin siquiera tocarme?

Quizás fue la forma en que se quedó quieto cuando eché a correr. Como si no se sorprendiera. Como si ya supiera que me iría. Como si no esperara nada de mí.

Eso dolía, que no insistiera, que no se moviera, que no dijera mi nombre.

Como si entendiera que nadie me retiene si no quiero quedarme. Y sin embargo…Yo no sabía si me estaba escapando de él…O de mí misma.

Aceleré un poco. Las luces de la ciudad se deshacían contra el parabrisas. Tenía las ventanas apenas abiertas, y el viento frío se colaba en ráfagas que me despeinaban, que me despertaban.

Me sentía viva. Y no sabía si eso era bueno o una advertencia.

Llevaba demasiado tiempo sintiéndome espectadora de mi propia vida, como si todo lo importante ya hubiera pasado, como si yo solo estuviera rellenando el espacio entre lo que fui y lo que nunca podría volver a ser.

Pero ahora… algo en mí palpitaba.

No era alegría. Ni esperanza. Era algo más primitivo.

La conciencia de estar de nuevo en el borde de algo. Y no sabía si era una caída… o una puerta.

Tomé un desvío. Evité la ruta más corta a casa. No podía llegar aún. No con el corazón latiendo así. No con las manos temblando. No con el nombre de Teo atravesado en el pecho como una espina que no quería ni tocar.

Me detuve en un semáforo largo. El reflejo del tablero me devolvió la imagen de mi rostro: pálido, los ojos agrandados, los labios partidos por la tensión.

No me reconocí. Y tampoco me odié por ello.

Quizás, por primera vez, me estaba viendo sin filtro.

Una mujer que sobrevivió. Que escribió para no ahogarse. Que amó en silencio y fue silenciada por dentro. Que fingió fuerza durante años para no alarmar a quienes la querían viva… pero no despierta.

Y que ahora, después de unos segundos en un callejón, con un extraño demasiado familiar…

Estaba empezando a recordar.

No el accidente, no la sangre, no el fuego.

Recordaba el antes.

La risa, los rostros, la confianza en el mundo. La niña que creía que nada malo podía pasar si amabas lo suficiente.

Y ahora esa niña no estaba, quedaba solo yo.

Fría. Frágil. Silenciosa. Y viva.

El semáforo cambió a verde y volví a tomar el volante con firmeza.

Ya casi llegaba, y cuando lo hiciera, tendría que decidir si me encerraba de nuevo en el mundo que había construido para protegerme…

O si me atrevía, por primera vez, a abrir una rendija.

Aunque fuera solo para mirar hacia afuera, aunque doliera, aunque todo volviera, porque una parte de mí ya sabía que él volvería también.

Y que esta vez, no sería tan fácil escapar.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
capítulo anteriorcapítulo siguiente
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP