Era ya entrada la noche cuando la tranquilidad del barrio de Chelsea, en Nueva York, se vio abruptamente perturbada. Un carro negro se estacionó frente a la casa de la familia James, y de él descendieron dos hombres corpulentos. Los curiosos que paseaban por la calle se detuvieron, conteniendo la respiración. Ambos llevaban trajes caros, gabardinas negras y sombreros calados que ocultaban parcialmente sus rostros, pero sus movimientos y la tensión en el aire dejaban claro a todos que no eran visitantes comunes: la mafia había llegado, y el objetivo era cobrar una deuda.Sin una pizca de cortesía, los hombres caminaron hacia la puerta. Uno de ellos sacó un tubo de metal y golpeó con fuerza. La cerradura voló hecha añicos, y el obstáculo de madera no ofreció resistencia.Franco James estaba sentado en su viejo sofá, mirando la televisión y bebiendo una cerveza. Al escuchar el estruendo, se incorporó de golpe, pero la cerveza se derramó por el suelo. El grito de Rosa, su madre, inundó la
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