Dos días después, el día de la boda llegó.
Natalia no había parado de llorar desde que amaneció. El maquillaje de lujo que intentaron aplicarle no alcanzaba a disimular la hinchazón de sus ojos. Ese no era el destino que había soñado para sí misma. Ella había tenido sueños, proyectos, ilusiones… pero ninguno incluía casarse con un hombre al que apenas conocía, que la había arrancado de su vida para comprarla como si fuese una mercancía en un burdel miserable, donde la había vendido su propio padre.
Aquello no era un comienzo, sino una condena.
Un séquito de mujeres y hombres entró a su habitación, todos cargados con cajas y utensilios. La rodearon como un enjambre disciplinado, peinándola, maquillándola, ajustando el vestido. El traje de novia era deslumbrante, diseñado por una casa de moda de renombre. El tul caía en cascadas etéreas, las perlas brillaban en los bordes y las joyas que le colocaron en el cuello y muñecas eran escandalosamente caras. Todo era perfecto. Demasiado perfec