Nerviosa, Nataly observó con más detenimiento la propiedad en la que habían entrado y se quedó maravillada ante los imponentes jardines que le daban la bienvenida, perfectamente cuidados. Luego alzó la vista hacia la enorme mansión y sus ojos se abrieron de par en par; grandiosa, impresionante, lujosa, muy al estilo Tudor, era una combinación impecable de encanto del viejo mundo y comodidad moderna. Una casa sacada de un libro de cuentos de principios de siglo. Permaneció abismada, con la boca entreabierta, incapaz de apartar la mirada.
El carro se estacionó frente a la magnífica propiedad.
—Sígueme —ordenó él con un tono gélido, tan frío que le erizó la piel.
Alessandro se giró, dejando de mirarla con esa insolencia que la había irritado antes. Nataly apretó los puños con fuerza, sintiendo un hormigueo de ansiedad; aquello no pintaba nada bien.
Entraron a la imponente mansión, pero la joven no reparó en nada. En cuestión de segundos, la percepción que tenía de ese hombre había cambiado. Su mirada estaba fija en él, siguiendo cada uno de sus pasos, temerosa de perder de vista su figura.
La habitación en la que entraron era tan fabulosa como la mansión misma. La enorme biblioteca, el exquisito escritorio y las butacas de cuero le hicieron comprender que estaban en su despacho.
—Siéntate —ordenó él, con la voz cortante, y Nataly cerró los ojos un instante, conteniendo un suspiro de frustración antes de ponerse rígida.
—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó ella, permaneciendo de pie, cruzando los brazos con desafío, ignorando deliberadamente la orden.
Él entrecerró los ojos grises, y un torrente de emociones cruzó su rostro: rechazo, reconocimiento, curiosidad contenida. No la miraba como a una extraña, sino como a alguien que había llamado su atención, y no necesariamente de buena manera.
—Te he traído aquí porque te he comprado. Ahora me perteneces. Puedo llevarte a donde me plazca —respondió con altanería, dejando que una sombra de orgullo y desdén se dibujara en su sonrisa.
Todo el cuerpo de Nataly se tensó.
—Usted dijo que no me haría daño —dijo ella con aprensión, retrocediendo un paso y aferrándose al borde de la silla como apoyo.
Alessandro dio la espalda y caminó hacia un minibar en la habitación, sirviéndose un trago con calma.
—Llámame Alessandro —dijo mientras llevaba el vaso de whisky a sus labios—. Cumpliré mi palabra, tesoro. Te he comprado solo por negocios.
—¿Qué tipo de negocios? —preguntó Nataly con recelo, mordiendo ligeramente su labio inferior, intentando controlar el temblor en sus manos.
Él le sonrió con malicia. Sus ojos grises recorrieron cada parte de su cuerpo, con detenimiento casi obsesivo: piernas, cintura estrecha, pechos ocultos bajo el vestido negro y finalmente su rostro. Se demoró en el contorno de sus labios, en los pómulos, hasta que su mirada chocó con la de ella.
—Quiero que seas mi esposa.
Nataly se quedó paralizada, con los ojos abiertos y la respiración entrecortada.
—Solo será por un año —explicó él, apoyando un brazo en el escritorio y reclinándose ligeramente—. Cooperarás conmigo; te comportarás como una esposa fiel y abnegada.
—Esto es una locura —afirmó ella con vehemencia, inclinándose hacia adelante, como si pudiera hacer retroceder la palabra con su fuerza de voluntad.
—Son solo negocios —replicó él con tranquilidad inquietante—. Serás una esposa ficticia; entre nosotros no habrá nada, solamente una transacción comercial.
Nataly no podía creer lo que escuchaba. Sus ojos se llenaron de indignación y miedo a la vez.
—Nadie debe enterarse de este acuerdo —continuó él, haciendo un gesto de brindis con el vaso de whisky, esbozando una sonrisa satisfecha—. Este trato es ventajoso para ambos, pero la única condición es que mantengas la boca cerrada. Nadie debe conocer las verdaderas condiciones de nuestro matrimonio.
Nataly se llevó las manos a la cabeza, tratando de asimilar la barbaridad de la proposición.
—No acepto ese trato. Yo no me casaré contigo. Llevamos menos de una hora conociéndonos —gritó, presa del pánico y el cansancio acumulado—. Nunca me casaré contigo, es una locura.
Alessandro dejó el vaso en el escritorio y avanzó hacia ella con pasos lentos y medidos. Se inclinó sobre ella, su sombra cubriéndola, y un siseo aterrador escapó de sus labios:
—Escúchame bien, putita, porque no estoy acostumbrado a que desobedezcan mis órdenes. Tú y yo nos vamos a casar porque así lo he decidido. Te compré. Eres mía, me perteneces, y hago contigo lo que me plazca, incluso devolverte al burdel de donde te saqué. Si sabes lo que te conviene, te sugiero que no me provoques.
—Aunque me hayas comprado, no eres mi dueño, y eso de casarnos está por verse —respondió ella, con la cabeza erguida y los ojos desafiantes.
Alessandro la estudió en silencio unos segundos antes de agarrarla por el brazo con fuerza.
—¡Suéltame! —gritó Nataly, furiosa, mientras forcejeaba, dándose vueltas para liberarse.
Él hizo caso omiso y la arrastró hacia un enorme salón. Miró a uno de sus hombres y le dio una orden en italiano. La soltó y Nataly retrocedió, los ojos fijos en él, desafiando su control en un duelo silencioso de voluntades.
—Llévatela —rugió Alessandro, con una voz siniestra y fría como el acero.
El hombre agarró a Nataly sin delicadeza. Ella volvió a forcejear, pero fue inútil; la arrastró por las escaleras y la empujó a una de las habitaciones de la lujosa propiedad.
Desesperada, comenzó a dar vueltas por la habitación como una fiera enjaulada. No podía creer que esa misma mañana había sido una chica tranquila, sin problemas, y ahora estaba a merced de un hombre que parecía no tener límite alguno. La locura de la situación le helaba la sangre.