Capítulo 2

Nataly se reprochó por preocuparse por aquel desalmado que era su padre. Ni siquiera con unas costillas rotas tenía la decencia de reposar; y aún así ella lo esperaba, con el corazón encogido y los ojos fijos en la puerta del hospital. Cada minuto que pasaba, su ansiedad crecía, y cuando finalmente se dio cuenta de que no aparecería, sintió cómo una mezcla de frustración y temor la golpeaba como un puño invisible. Regresó a casa con pasos pesados y tuvo que mentirle a su abuela, diciendo que Franco estaba hospitalizado. No podía decirle la verdad: Rosa estaba demasiado frágil, y cualquier angustia podía dispararle la presión.

Casi de madrugada, Franco irrumpió en la casa, tambaleándose por el efecto combinado de sus heridas y el alcohol. La puerta golpeó la pared, y el sonido seco hizo que Nataly contuviera la respiración.

—¡Naty, qué bueno que estás aquí! —dijo él, con una sonrisa torcida que le erizó la piel.

Nataly se plantó frente a él, las manos firmes en la cintura, con los ojos centelleando de indignación y miedo. Su voz tembló, pero se esforzó por mantenerse firme:

—¿Dónde estabas? Tú debías estar en el hospital y no en este estado. ¿Es que quieres matar a la abuela?

—Shhhh, nada de conflictos —arrastró las palabras, con un arrastre de pies torpe y arruinado por la borrachera—. Hoy estoy… feliz. Al fin me he librado de la muerte y todo… gracias a ti, yo sabía que algún… —Se señaló con el dedo mientras se dejaba caer en el viejo sofá, con un crujido que hizo eco en la habitación silenciosa—. Tú me ibas a servir para algo.

Nataly frunció el ceño, el corazón latiéndole con fuerza, mientras vigilaba la puerta: no quería que su abuela se levantara y presenciara aquella escena.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, intentando controlar el temblor en sus manos y la opresión en el pecho.

—Te he conseguido un trabajo… muy bueno. Mañana tienes… que ir a esta dirección —le extendió una tarjeta con un gesto distraído, sus ojos brillaban con una intensidad inquietante que Nataly no había visto nunca en él.

—¿Te fuiste del hospital para conseguirme un empleo? —dijo ella, con incredulidad y recelo, frunciendo los labios.

—Soy tu padre… —se puso la mano en el pecho, como si eso justificara todo—. Sé lo que es mejor para ti. Esos empleos de m****a no te llevan a ningún lado. Por eso te conseguí algo mejor… Ve mañana.

Nataly lo miró con recelo; la insistencia de su padre era alarmante. Algo en su interior le decía que no podía confiar en él. Sin embargo, decidió acudir al lugar indicado, aferrándose a la débil idea de que él no la enviaría a un sitio donde la lastimaran.

El lugar quedaba al otro lado de la ciudad, en el alto Manhattan. Desde el exterior ya percibió lujo y sobriedad, pero también una sensación de vacío y control que le hizo tensar los músculos. Al llegar, un hombre mal encarado estaba parado a las afueras. Nataly, con el corazón desbocado, le mostró la tarjeta. El hombre la observó un instante, sin decir palabra, y abrió la puerta para dejarla pasar.

El pasillo que recorrió parecía alargarse infinitamente, y cada paso resonaba en sus oídos como un tambor que marcaba su destino. Entró en una sala decorada con un lujo masculino y clásico: sillones de cuero, madera pulida, cuadros y trofeos de caza. Al fondo, una tarima con un piso reluciente y un tubo metálico. Su respiración se volvió agitada; el pánico se apoderó de ella en un instante: estaba en un burdel.

Un hombre alto, rubio, con prominente barriga y camisa mal abotonada se acercó con pasos lentos y seguros. Su risa grave y arrogante le recorrió la espalda como un escalofrío.

—Tú debes ser el caramelito que me ofreció Franco —dijo, inspeccionándola con la mirada como quien evalúa la compra de un animal. —Date la vuelta.

El miedo le congeló el cuerpo; cada vello de su piel se erizó mientras él recorría su figura con ojos voraces.

—Mi padre me envió aquí porque había una oportunidad de empleo —respondió ella, con voz temblorosa pero tratando de aparentar firmeza, extendiendo la tarjeta con manos que sudaban.

El hombre soltó una carcajada que retumbó en la sala y le erizó todos los nervios.

—Esta es tu mejor oportunidad de empleo, cariño: ser vendida a un burdel.

—¿Vendida? —preguntó Nataly, con incredulidad y la voz quebrada, mientras el miedo la hacía retroceder un paso.

—Sí, encanto —rió con sorna—. Franco te ha vendido. Ahora me perteneces. Trabajarás para mí y esta noche serás subastada.

Nataly sintió que el mundo se le derrumbaba. Su corazón se rompió en mil pedazos; la traición de su propio padre la dejó paralizada. Las lágrimas amenazaban con brotar, pero se contuvo, temiendo que su desesperación fuera vista como debilidad.

—Espera aquí, enviaré a una de las chicas para que te preparen —dijo el hombre, girando sobre sus talones, su voz resonando en la habitación como un martillo.

Nataly se quedó sola, el corazón destrozado, comprendiendo que la relación con su padre había muerto, que la confianza que tenía en él había sido asesinada. Se preguntó una y otra vez cómo podía alguien a quien llamaba “papá” llegar a venderla. Un escalofrío recorrió su columna, y por primera vez sintió un miedo absoluto y tangible, profundo, que se enroscaba alrededor de su garganta y su estómago.

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