Habían pasado tres días desde que Natalia había llegado a los dominios de Alessandro Molinari. Por más que lo intentó, no logró escapar de aquel lugar. Acostada en aquella enorme cama de sábanas impolutas, repasó una y otra vez los planes de huida que había ideado durante las noches en vela. Ninguno había funcionado. Hasta que, de pronto, una idea se abrió paso con fuerza en su mente: la mujer que entraba a diario en su recámara podía ser su salvación.
Esa mujer siempre acudía con una rutina fija: limpiaba, le dejaba ropa limpia, revistas y hasta periódicos. Si lograba ganarse su confianza, tal vez podría ponerla de su lado. Natalia estaba dispuesta a todo: razonar, manipular, incluso suplicar. No soportaba la idea de pasar un día más encerrada sin saber nada de su abuela. Solo imaginar el estado de angustia en el que Rosa debía encontrarse, sin noticias de su paradero, le revolvía el estómago y la mantenía en pie, aferrada a la esperanza de escapar.
A media mañana, la puerta crujió s