Capítulo 4

La hora llegó y todas las mujeres fueron conducidas hacia el salón principal. Nataly caminaba como un cordero directo al matadero; su estómago se revolvía, las piernas le temblaban y apenas podía mantener el equilibrio con los tacones de aguja que llevaba puestos. Jamás en su vida había usado un calzado así, y por un instante estuvo a punto de caer desparramada en el centro del escenario. No le hubiera importado, pero Molly la sostuvo con firmeza, impidiéndole el desastre.

La colocó en el centro de la tarima junto a las demás. Un mareo la invadió al ver el salón repleto de hombres elegantemente vestidos, caballeros que en la calle parecían inocentes, pero que allí, bajo la luz de los candelabros, se transformaban en depredadores.

Al percatarse de las chicas ligeras de ropa, los hombres comenzaron a gritar obscenidades. Los organizadores obligaron a Nataly a adoptar poses sensuales; recibió un par de regaños por taparse los pechos, y su cara se encendió de vergüenza mientras intentaba obedecer sin perder la compostura.

Comenzó la subasta, y el pánico se apoderó de ella. Ya no había escapatoria. Las primeras tres jóvenes fueron vendidas por sumas desorbitantes, cifras que Nataly no podría reunir ni en varias vidas para salvarlas.

Por los altavoces escuchó su nombre. Se quedó paralizada en su sitio, el corazón latiéndole en la garganta, hasta que la jaló sin delicadeza hacia el centro del escenario. El animador comenzó a enumerar sus supuestos atributos; Nataly cerró los ojos y se aferró a todo su autodominio para no romper en llanto. Los gritos de los hombres y las cifras que aumentaban la hicieron sentir que se estaba desvaneciendo. Finalmente, la voz del animador resonó con gran énfasis:

—¡Vendida!

Esa palabra cayó sobre ella como un martillo, y de repente comprendió su nueva realidad.

Molly la tomó de la mano y la sacó del escenario, porque Nataly permanecía inmóvil, los ojos abiertos pero sin ver nada, paralizada por el horror.

—Madre mía, estás helada, cariño —dijo Molly con asombro, sosteniéndola con firmeza—. Tienes que tranquilizarte. Ya lo peor ha pasado. Ahora tienes que ser inteligente y actuar con astucia ante tu nuevo dueño. Haz todo lo que él diga, no lo contradigas en nada; eso le encanta.

Molly le pasó un vestido negro. Nataly no dejaba de sollozar mientras Molly le acariciaba la mejilla y le alisaba el cabello.

—Tienes que dejar la lloradera. El cliente no quiere que la chica por la que soltó un pastón se vea como María Magdalena. Así que anímate.

—Tengo miedo —su voz temblorosa casi la hizo llorar de nuevo.

—Todas tuvimos miedo nuestra primera vez —replicó Molly, con un gesto de complicidad—. Pero mira, aquí estamos. No morimos, y tú tampoco lo harás. Con estos viejos mañosos todo dura muy poco; muchos ni siquiera logran excitarse. Solo es cuestión de imaginación. Una vez allí, piensa en otra cosa. Imagínate con papacito bien rico, con un culito bien durito, y que nada de lo que sientes ahora se note. Créeme, ayuda.

—No voy a poder —susurró Nataly, abatida, abrazándose a sí misma.

—Claro que vas a poder —afirmó Molly con decisión, sujetándola por los hombros—. Todo va a salir bien. A unas les toca un cuento de hadas, y a otras la m****a, pero todas se levantan y se crean su propio cuento. Así que levanta la cara y espera al cliente.

Nataly no estaba muy convencida, pero no tenía otra opción.

Molly la contempló un momento más, limpiándole las lágrimas y acomodándole el cabello, antes de marcharse. Había llegado la hora de descubrir quién la había comprado.

La puerta se abrió y el ambiente cambió de inmediato. Nataly se paralizó. El hombre frente a ella no era lo que esperaba: no era un viejo, como le había dicho Molly, sino un hombre en la treintena, con un traje hecho a medida para sus hombros anchos. Su cabello oscuro brillaba bajo las luces, y su presencia emanaba poder y autoridad.

Sin duda, era un hombre importante. Caminó hacia ella con paso firme, y Nataly respiraba a cuenta gotas. Su mirada era penetrante, atractiva pero aterradora, como si hubiera sido esculpido en mármol. Las sombras cubrían gran parte de su rostro, especialmente bajo los ojos. Recorrió su vestido corto, sus piernas y su cabello suelto con una calma inquietante.

El pulso de Nataly se aceleró y su cuerpo se tensó. Permaneció como una estatua. Ninguno de los dos dijo una palabra.

A medida que él avanzaba, ella retrocedía, abrazándose a sí misma.

—Quieta. No tienes nada de qué temer —dijo él con voz firme y dominante—. Te sacaré de aquí. ¿De acuerdo?

Nataly pensó un instante. No conocía a ese hombre, pero no tenía otra opción. Cuando él la tomó del brazo, no objetó; aunque seguía aterrada, lo único positivo era que la sacaría de aquel horrendo lugar.

Afueras, varios hombres vestidos de negro custodiaban la zona. Otro tenía la puerta de un SUV negro abierta, y fue allí donde la introdujo. Una vez sentada a su lado y cerrada la puerta, Nataly pudo finalmente respirar con algo de tranquilidad.

Desde que se montaron en el vehículo, él no dijo una sola palabra. Permanecía pensativo, distante, sin reparar en ella. Nataly, un poco más serena, observaba el exterior a través de los vidrios tintados. No supo cuánto duró el viaje; su mente estaba embotada por tantos pensamientos. Todas sus prendas personales, incluido el móvil, le habían sido arrebatadas en el burdel. Solo llevaba el ajustado vestido negro que Molly le dio y los infernales tacones de aguja.

El SUV se detuvo. Unas puertas de hierro se abrieron y el vehículo ingresó; numerosos hombres armados vigilaban la entrada, todos vestidos con trajes oscuros y semblantes severos.

Fue entonces cuando Nataly se preguntó, con un escalofrío recorriéndole la espalda, en manos de quién había realmente caído.

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