Rosa estaba en casa preparando la comida, para que todo estuviera listo cuando Nataly regresara. El golpe seco de la puerta al cerrarse la sacó de sus pensamientos. Se limpió las manos en el delantal y salió al pequeño salón, contenta al ver a Franco sentado en el sillón, con esa sonrisa que le helaba la sangre. Ese rostro de triunfo y perversidad solo aparecía cuando hacía algo verdaderamente malvado. Todas las alarmas se encendieron en la cabeza de Rosa.
—¿Dónde está Nataly? —preguntó rápidamente, el corazón latiéndole con fuerza al notar que su hija no la acompañaba.
—Ella no vendrá —respondió él mientras apuntaba el control remoto hacia la televisión, sin levantar la mirada.
—¿Cómo que no vendrá?
—Desde hoy, ella vivirá en otro lugar. Al fin me deshice de ese maldito estorbo. Hice lo que debía hacer hace años —Franco la miró con una amplia sonrisa de satisfacción—. Vendí a Nataly a un burdel.
Los ojos de Rosa se llenaron de horror; frialdad y desprecio se reflejaban en los de su hijo. No había remordimiento alguno; estaba disfrutando de ello. Una punzada de dolor atravesó el corazón de Rosa.
—¿Cómo pudiste vender a tu propia hija a un burdel? —gritó, con el rostro rojo de indignación—. ¿A tu propia hija…? Eres un miserable.
Franco no la miró, centrado en la televisión. —Está bien, mamá. No le harán daño —cambió de canal con indiferencia—. Un multimillonario la verá, la comprará y saldrá de esta miseria. Le he hecho un favor.
—¡Eres un monstruo! —soltó Rosa, con un nudo en la garganta—. Tu padre debe estar revolcándose en su tumba al ver en lo que te has convertido… Mi pobre Naty… tan inocente…
Rosa avanzó hacia su hijo, intentando obligarlo a decirle dónde estaba su nieta, pero de repente se llevó la mano al pecho, abrió los ojos como si fueran a salirse de sus órbitas y, segundos después, se desvaneció, cayendo ante los pies de su asustado hijo.
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Nataly tenía unas ganas inmensas de llorar, pero comprendía que no podía sucumbir. Su mente era un hervidero de posibles soluciones; estaba desesperada. Tenía que encontrar una salida, detener aquella locura. La subasta no podía llevarse a cabo. Lo mejor era negociar, buscar otra alternativa que la hiciera salir airosa de aquel lugar.
Cuando vio al dueño del local acercarse, acompañado de una mujer, se preparó para luchar.
—Aquí está el caramelo —dijo el hombre, relamiéndose los labios—. Arréglala para la subasta —ordenó a la mujer.
Nataly inhaló profundamente, tratando de reunir valor.
—Necesito hablar con usted —su voz vaciló un instante, pero se enderezó, intentando aparentar seguridad.
El hombre la miró de arriba abajo, con desdén:
—Ya todo está dicho, muñequita.
Nataly le agarró la mano con desesperación.
—Tiene que haber otra salida. Puedo pagarle el dinero que le dio a mi padre, trabajaré arduamente y le daré hasta el último centavo, pero no aquí, no de esto. Se lo ruego, déjeme ir.
El hombre se apartó bruscamente, sacó un puro de su camisa y lo encendió entre sus dedos regordetes.
—Muchacha, para pagarme lo que le di a Franco tendrías que trabajar esta vida y la otra. La única manera de saldar tu deuda es poniéndote muy guapa, para que los ricachones esta noche suelten mucho dinero por ti.
—Por favor, no lo haga —sus ojos se llenaron de lágrimas y su voz se quebró—. Mi abuela depende de mí, no puedo dejarla sola, está muy enferma.
—Tranquila —respondió el hombre con una risa cruel—. Franco la cuidará… o la matará y te quitará ese dolor de cabeza de encima. Y te advierto, no intentes escapar: de aquí es imposible salir.
Nataly, herida y rabiosa, iba a responder con contundencia, pero la mujer la detuvo.
—Es un cerdo, ni te molestes en insultarlo —dijo, colocando una mano en su hombro—. A él no le importa. Mejor coopera y reza para que el hombre que pague por ti no sea un viejo decrepito o un depravado que solo disfruta golpeando a una mujer.
La mujer, llamada Molly, trataba de tranquilizarla contándole anécdotas; Nataly escuchaba, pero aquello solo la ponía más nerviosa.
—Estos ricos y famosos son unos depravados —continuó Molly, con una mueca resignada—. Hacen cada cochinadota que, si te contara, pasaríamos un mes aquí… Pero no todo es malo: también hay hombres jóvenes, guapos y ardientes con los que cualquiera querría pasar una noche. Esta parece ser una noche prometedora. Así que anímate, quizás no te toque un baboso ni un ruso, esos son los peores.
La tarde pasó como una niebla espesa para Nataly. La despojaron de su ropa sencilla y le colocaron un camisón transparente y tacones de aguja. Nunca había sentido tanta vergüenza. Miró a su alrededor; muchas chicas parecían disfrutar el momento, mientras ella deseaba que la tierra se la tragara.
—Te dejaremos al natural, eso les encanta a los hombres, las chiquillas cándidas —dijo Molly, soltándole la cabellera negra y pellizcándole suavemente las mejillas, que de inmediato se sonrojaron—. Estás perfecta. Estoy segura de que recibirán mucho dinero por ti, porque eres preciosa, muchacha.