Elara lo perdió todo en una noche. La bestia que desgarró a su madre frente a sus ojos también la arrebató de su hogar, llevándola al corazón del palacio de los licántropos. Ahora, en la guarida de sus captores, solo una idea la mantiene en pie: la venganza. Pero los licántropos no la ven como su enemiga. Ellos buscan algo más: a su futura reina. Cada ciento cincuenta años, cuatro Alfas reencarnados —los SuperAlfas—deben unirse a la SuperLuna, la única mujer destinada a reinar junto a uno de ellos y otorgarle un poder descomunal a la manada. Lo que nadie le ha dicho es que no es la única. Su hermana gemela, a quien nunca conoció, fue arrebatada al nacer y ha permanecido en manos de las brujas todo este tiempo. Ellas tienen sus propios planes: usar su cuerpo en un ritual prohibido para despertar a la bruja más poderosa de la historia. Ahora, la venganza de Elara no es solo por su madre. También es por su hermana, por la vida que les robaron… y por su propia libertad. Porque el destino la reclama, pero ella no está dispuesta a ser un peón en esta guerra. No importa si es contra brujas, vampiros o los hombres lobos más poderosos del siglo. No va a doblegarse frente a nadie. La SuperLuna siempre ha sido una… pero esta vez, hay dos. Y el equilibrio está a punto de romperse.
Leer másAño 1890
La noche se viste con un manto azul profundo, y el cielo de Australia se transforma en un lienzo de luz mágica y sobrecogedora. Sin previo aviso, un fenómeno lunar sin parangón se desvela: una superluna azul se eleva en todo su esplendor, bañando el mundo con un resplandor radiante. Su presencia es un espectáculo raro y majestuoso, desplegando matices plateados y azules que parecen susurrar secretos antiguos al viento. En su fase más grandiosa, la luna derrama una luz luminosa y suave que acaricia cada rincón del paisaje, convirtiendo el bosque y las colinas en un tapiz vibrante de sombras y destellos.
Bajo este cielo inusual, una pequeña cabaña de madera se encuentra aislada en la serenidad del campo. Las paredes de la cabaña, de madera envejecida y rugosa, parecen abrazar la luz lunar, reflejando un brillo cálido, casi sagrado. En el corazón de esta cabaña, una madre se encuentra en las últimas etapas de un parto arduo. A su lado, una partera de rostro sereno y manos expertas trabaja con esmero. El rostro de la partera, iluminado por la luz temblorosa de las velas, muestra una concentración profunda. La cabaña está impregnada del aroma a cera y madera fresca, y el suave crepitar de las llamas en la chimenea añade un toque de calidez al momento.
La madre, envuelta en una manta de lana, se esfuerza en medio de contracciones, sus gemidos y respiraciones profundas llenan el espacio. El padre se mantiene agachado a un lado de la cama, ofreciendo palabras de consuelo con una voz temblorosa pero llena de amor.
—Ya casi, querida —dice con voz temblorosa pero alentadora mientras acaricia suavemente la mano de su esposa—. Sé que puedes hacerlo, eres muy fuerte.
El evento lunar, con su esplendor sobrenatural, parece bendecir el nacimiento que está por suceder. La luz de la superluna se filtra a través de las rendijas de la cabaña, creando un halo resplandeciente alrededor de la escena, como si el cielo estuviera observando y participando en el milagro de la vida. La partera, con una mezcla de profesionalismo y reverencia, asiente al esfuerzo que está haciendo la madre.
—Un empujón más, señora Stokes.
Finalmente, con un último esfuerzo desgarrador y lleno de valentía, la madre da a luz a una delicada niña. El llanto de la recién nacida, un grito agudo y vibrante, rompe la serenidad de la noche. La partera, con las manos temblorosas pero firmes, envuelve a la pequeña en una manta suave y la ofrece al padre con una sonrisa cansada pero satisfecha.
—Señor Stokes, su otra hija ha llegado al mundo —dice con voz suave, mientras le pasa el pequeño bulto al padre.
El señor Stokes, con lágrimas de alegría y el asombro brillando en sus ojos, toma a su hija en brazos y rápidamente le dedica una tierna mirada a su esposa, diciéndole:
—Es una niña hermosa —su sonrisa débil pero radiante—. A esta la llamaremos Elara.
El brillo de la superluna parece intensificarse por un momento, como si celebrara el nacimiento de la niña. Su luz se derrama sobre la cabaña como una bendición silenciosa, envolviendo a la recién nacida en su resplandor. Para los padres, el fenómeno celestial es solo una maravilla más de la naturaleza, un espectáculo que recordarán con asombro. Para el mundo sobrenatural, es una llamada. Una señal.
Entonces, el aire cambia.
Un viento gélido se desliza por las rendijas de la cabaña, cargado con un hedor antiguo, a tierra y ceniza. La quietud se desgarra con un crujido prolongado cuando la puerta se abre de golpe, gimiendo como si la propia madera protestara. Una ráfaga helada irrumpe en la cabaña, apagando las velas en un único susurro, sumiendo la habitación en una penumbra espectral. Y allí, enmarcadas por la oscuridad de la noche, aparecen ellas. Figuras ataviadas con pesados vestidos de terciopelo negro y capas largas con capuchas ribeteadas en encaje oscuro irrumpen en la estancia. Sus faldas rozan el suelo con un murmullo inquietante, mientras sus corsés ceñidos realzan una silueta imponente y antinatural. Bajo las capuchas, sus rostros pálidos y verdosos emergen de las sombras, marcados por una belleza gélida y cadavérica. Sus ojos, completamente negros y brillantes, no dejan rastro de su mirada, como dos abismos insondables que devoran la escena con una intensidad depredadora.
El padre de la recién nacida se aferra instintivamente al frágil bulto en sus brazos, mientras la partera ahoga un grito.
—¡¿Quiénes son ustedes?! ¡¿Qué quieren?! —grita la madre, aterrada, su voz quebrada y fatigada por el dolor del parto.
El aire mismo parece contener la respiración cuando las brujas se acercan hacia la madre, trayendo consigo el peso de una sentencia inevitable.
—La SuperLuna ha nacido —murmura una de ellas, alzando una mano de largos dedos huesudos—. La necesitamos para el ritual.
Antes de que el padre pueda reaccionar, una bruma oscura emerge lentamente desde debajo de los pies de las brujas, expandiéndose por la habitación como una sombra que se apodera del aire. La atmósfera se carga de una energía malsana, envolviendo a todos en la habitación en una bruma ligera, excepto a la superluna que, inmune a la magia, permanece inalterada.
La partera es la primera en caer, cuando la bruma la envuelve, su cuerpo se desploma sin vida sobre el suelo de madera haciendo un sonido sordo. James lanza un grito de horror, pero es ahogado por el jadeo de su esposa, quien lucha contra el dolor y la desesperación mientras se cubre la cara con una de las almohadas. En un abrir y cerrar de ojos, la bruma oscura se cierne sobre el padre, espesa y letal, termina tragándose la vida del hombre, quien muere abrazado a su hija.
Una de las brujas se agacha frente al padre y extiende los brazos hacia la recién nacida, pero justo cuando sus dedos están a punto de agarrar el bulto de mantas, una sombra se desliza entre ellas con una velocidad imposible. Un grito ahogado resuena cuando la bruja es arrojada al otro lado de la habitación, impactando contra la pared con una fuerza brutal.
—¡Los vampiros han llegado!
Tres seres pálidos, altos y envueltos en la penumbra, se mueven con una agilidad letal, sus ojos brillando con un resplandor carmesí. Cada movimiento es un destello de violencia pura, atacando con una ferocidad que deja a las brujas tambaleando, incapaces de seguir el ritmo. La batalla se desata con furia, pero los vampiros, con sus habilidades que lo ponen en ventaja, obligan a las brujas a retroceder y huir. Entre ellos, uno destaca: su rostro joven y delicado, los labios teñidos de rojo por la sangre del pasado, el cabello oscuro y la mirada penetrante. Con un movimiento seguro, toma a la pequeña en sus brazos justo cuando un murmullo débil, proveniente de la cama, se cuela entre el caos.
—Devuélvanme a mis hijas... —es la madre, al borde de la muerte, su mirada suplicante clavada en el vampiro que sostiene a la bebé.
—¿Hijas? —repite el vampiro, confundido.
—Gemelas… Tuve gemelas…
El horror se apodera de ellos al descubrir la verdad: había nacido una segunda niña. Dos SuperLunas. No se percataron de que, en un descuido, una de las brujas la había arrastrado hacia sí, llevándosela sin que nadie lo notara.
—¡De-Debemos irnos! ¡El olor a sangre es insoportable! —grita Pier, otro de los vampiros, mientras sus colmillos empiezan a asomarse, él lucha contra el impulso de sucumbir a la tentación de la sangre de la madre. Su rey le ordenó no matar a la familia de la SuperLuna.
—Damián, dejemos a la bebé con la madre, ella estará bien. La bruma que inhaló es mínima, no es suficiente para matarla; podrá recuperarse —dice Thaddeus, el hermano mayor, con voz calmada pero firme.
Damián, también temblando por la intensidad del aroma, coloca a la bebé en los brazos de la madre.
Un parpadeo después, los tres desaparecen de la cabaña, como sombras desvaneciéndose en la oscuridad.
Esa misma noche, en lo más recóndito de Oceanía, un espeso y profundo bosque de Queensland guarda celosamente el palacio del rey licántropo. La estructura, forjada en rocas antiguas, parece emerger de la misma tierra, como si fuera una extensión de la naturaleza que la rodea. Enredaderas de un verde intenso trepan por sus muros, abrazando las paredes de piedra y ocultando en parte su imponente silueta. Desde lejos, parece casi una ilusión, un castillo perdido entre las sombras y la niebla, protegido por el misterio del bosque.
—Malditos vampiros… ¡Son unos ineptos! —grita Aleron Noctis, el rey licántropo, su voz retumbando en las paredes de un salón dorado.
Frente a él, está el primer vampiro, el rey Caín Vesper. A su lado, sus hijos más jóvenes: Thaddeus, Damián y Pier Vesper.
—Ten cuidado con lo que dices, Aleron. No es nuestra responsabilidad cuidar de esa SuperLuna —responde el rey Caín, su tono sereno pero cargado de advertencia.
—Bien sabes lo que sucederá cuando Alice regrese a la vida… Ella es nuestra creadora, y al igual que nos dio vida, puede destruirnos —replica el rey Aleron, su rostro marcado por la preocupación.
—También sabemos que los vampiros tenemos una gran ventaja sobre las brujas… No pueden matar lo que ya está muerto —comenta Damián, un destello de arrogancia en su mirada.
—Alice puede hacerlo… —afirma el rey Aleron, sin vacilar.
—Nos prepararemos para ella —responde Thaddeus, sin mostrar duda.
El rey Aleron suspira, dejando caer los hombros con un gesto de cansancio. No insiste más en el tema, aunque sus ojos oscuros reflejan una profunda preocupación.
—¿Qué es de nuestra SuperLuna? —pregunta con urgencia, su tono más grave.
—Está con su madre. La mujer logró sobrevivir a la bruma de las brujas —responde Thaddeus con calma.
—Necesitamos proteger a esa niña. Las brujas no deben saber de su existencia. Necesitamos un vigilante. Tal vez un vampiro. —dice el rey Aleron, con una mirada fija en Caín, calculando las implicaciones.
—No somos tus esclavos, Aleron —responde el rey Caín, con desdén.
—Si la SuperLuna se une con uno de nuestros SuperAlfas, el poder del nuevo rey licántropo será descomunal. Es un arma poderosa que podemos usar en contra de las brujas —insiste Aleron, su voz llena de determinación.
Nunca antes los vampiros se habían visto involucrados en los eventos de la SuperLuna, pero todo cambió hace ciento cincuenta años, cuando las brujas descubrieron un antiguo y oscuro ritual: si sacrificaban la SuperLuna, podrían traer de vuelta a la bruja más poderosa que haya existido. Alice Kyteler, la primera bruja, la madre de toda la magia oscura, despertaría de su largo sueño usando un nuevo cuerpo. Ahora que las brujas han conseguido lo que tanto ansiaban y la SuperLuna brilla para ellas con una intensidad peligrosa, los vampiros comprenden que, para sobrevivir a la batalla, no tienen más opción que aliarse con los licántropos, sus rivales históricos, aunque la rivalidad entre ambas razas se haya prolongado durante siglos. El tiempo se agota y la guerra es inminente, pues el despertar de Alice Kyteler cambiará para siempre el equilibrio de poder.
—Bien… Mandaré a uno de mis hijos a vigilar a la niña —concede Caín, un brillo de resolución en sus ojos—Damián, dedícale tus noches a la SuperLuna.
El sol comienza a trepar sobre el horizonte, bañando el palacio con su luz dorada; ya no queda señal alguna del vampiro. Ella permanece toda la mañana dentro de su habitación. No quiere ver a ninguno de los SuperAlfas. Intuye que será un problema mezclar lo que empieza a despertar en ella por Damián con los sentimientos que podría tener hacia los demás, esos que todavía no recuerda del todo. Y lo sabe con certeza: dos de ellos, Patric y Haruki, están en el palacio, esperando verla. Desayuna en su habitación, como ya se ha vuelto costumbre. La bandeja queda a un lado mientras ella regresa a su libro, intentando sumergirse en sus páginas para huir del torbellino de pensamientos que no la sueltan. Al llegar el mediodía, abre el balcón y se asoma. Abajo, en el jardín, Patric está de pie, erguido y con la mirada fija hacia su ventana, como si hubiese permanecido allí demasiado tiempo, aguardando. La inquieta preguntarse desde cuándo está así, vigilando su balcón en silencio. De pronto
Damián la sostiene en sus brazos, con fuerza, pero la velocidad a la que avanza es antinatural, casi insoportable. El mundo alrededor se convierte en un borrón de sombras y destellos plateados; los árboles parecen lanzarse hacia ella para golpearla y luego apartarse en el último instante. El viento gélido le muerde el rostro y sus cabellos se agitan como si quisieran arrancárselos. Siente cómo su estómago se hunde a cada zancada, como si estuviera cayendo sin fin, y por un instante, teme que, si él la soltara, saldría despedida. El aire es un cuchillo helado que corta la piel, pero al mismo tiempo lleva consigo un perfume limpio, húmedo, con notas de tierra y flores que todavía no ve. Elara cierra los ojos un instante, no para huir del frío, sino para entregarse a la sensación de volar entre la penumbra. Se aferra a él con más fuerza, y sin darse cuenta, su rostro busca refugio contra su pecho. Apoya la oreja y, durante un segundo, lo único que escucha es el viento que pasa silbando
Elara se queda en el balcón, cruzada de brazos, aún algo inquieta por la respuesta de Damián, pero también curiosa. Él está de pie frente a ella, inmutable. La luz plateada de la luna resbala por su cabello y el brillo de sus ojos carmesí, que parecen más suaves esta noche. Pero él no sonríe, no parpadea siquiera. Solo la mira. —¿No te aburres de estar vigilándome toda la noche? —pregunta ella. —No tengo nada más que hacer —responde él, sin dureza, solo como una verdad simple. —¿Y si yo sí quiero que hagas algo? —No es necesario hacer algo si no estás en peligro. La respuesta debería enfurecerla, pero no lo hace. En vez de eso, le nace una ternura inexplicable. Él parece ser así. No cambiará. No se esforzará por agradarle, no le prometerá nada. Solo estará. Y de alguna manera, eso la calma. —¿Por qué te eligieron a ti para esto? —susurra Elara. —Porque nadie más lo hará como yo. Ella traga saliva. El corazón le late muy fuerte. Hay algo en esas palabras que suena a pacto, a pro
Elara y Badru giran con soltura en el centro del salón. El ritmo tribal del piano ha cedido a una melodía más armoniosa, pero sigue latiendo con firmeza. El compás es constante, seguro, como el brazo de Badru rodeándole la espalda. Sus dedos no aprietan, pero exigen. Su guía no impone, pero no deja espacio a la duda. Y Elara empieza a entender. Lo siente en los cambios sutiles de presión sobre su palma, en la forma en que mueve la mano apenas unos milímetros antes de cada giro. Como si pudiera leerle el pensamiento, o tal vez sea ella la que comienza a leerlo a él. Cada paso que dan la conecta más a su presente; ya no hay pasado que la guíe, solo la certeza de que, mientras esté en sus brazos, puede dejar de pensar. Badru no habla. Su mirada dice más. En sus ojos no hay celos ni urgencia, solo un anhelo contenido y un respeto profundo que la envuelve. Y cuando sus miradas se encuentran, por un segundo todo se apaga. Solo quedan ellos dos. Desde el borde del salón, Matías los observ
Con el cambio de melodía deslizándose por el salón, Matías da un paso hacia adelante y toma a Elara en brazos. Su mano se acomoda en la curva de su cintura con una delicadeza casi reverencial, provocándole un estremecimiento que le sube por la espalda. La otra mano se enlaza con la de ella, firme pero suave, mientras él entorna los ojos y le regala una sonrisa cargada de ternura, como si en ese gesto cupiera todo lo que no se ha dicho. El corazón de Elara se acelera, no por el movimiento, sino por la intensidad del momento. En su mente se enciende un destello del pasado: ve a Elizabeth danzar con ese mismo hombre, hace un siglo, bajo el amparo plateado de una luna que aún los observa. Y por eso, el primer paso le resulta fácil. El segundo, natural. Los siguientes, incluso placenteros. Sonríe sin darse cuenta. Cada giro fluye con una armonía que parece innata, como si los dos hubieran nacido para encontrarse en esa danza. De pronto, dejarse llevar deja de ser un acto de obediencia o
El aroma a especias, frutas asadas y panes recién horneados inunda el comedor principal. Los sirvientes van y vienen como un ejército silencioso, colocando fuentes humeantes, jarras relucientes y platos decorados como si cada uno fuese una obra de arte comestible. La mesa, larga y de madera oscura, vibra bajo la riqueza del banquete: carnes doradas, guisos espesos, ensaladas que parecen jardines, panes trenzados, salsas que chispean de color. Todo es exceso, todo es elegancia. Elara está sentada frente a la Madre Luna y a los dos SuperAlfas. El rey Aleron, en la cabeza de la mesa, levanta su copa y sonríe satisfecho. La Madre Luna, radiante en tonos plateados y suaves perlas, no disimula su entusiasmo. La conversación continúa entre platos que se ofrecen y copas que se llenan. —Espero que todo esté de su agrado, Elara —dice la Madre Luna con su voz melodiosa—. Es un menú preparado para deleitar cada sentido. —Sí, es… impresionante —responde Elara, sin saber bien qué elegir primero.
Último capítulo