Mundo ficciónIniciar sesiónÉl era mi secreto más sucio. Yo fui su traición más dolorosa. Juliette Anderson lo tenía todo. Dinero, belleza y un futuro asegurado con un millonario. Pero nadie sabía que, en la oscuridad de su habitación, la "princesa de hielo" ardía entre los brazos de Seth Saint James, su letal y posesivo guardaespaldas. Era una pasión prohibida, una adicción peligrosa. Hasta que la realidad golpeó. Obligada a elegir entre la vida de su padre y el hombre que amaba, Juliette cometió el pecado imperdonable. Lo destruyó para salvarlo. Cinco años después, Juliette vive en una jaula de oro, infeliz y arruinada. Y Seth… Seth ya no es el guardaespaldas sin dinero. Ha vuelto como un magnate despiadado, y solo quiere una cosa. Cobrar la deuda de dolor que ella le dejó. "—Dijiste que no era suficiente para ti, Juliette. Ahora soy dueño de todo lo que te rodea... incluyéndote.”
Leer másJuliette
El salón de baile estaba lleno, pero nunca me había sentido tan vacía. Era mi fiesta de cumpleaños, una máscara para ocultar que en realidad estaban presentandome en sociedad para conseguir un esposo. Mi madre me empujaba sutilmente hacia Julian Leclerc, el heredero naviero, como si fuera una mercancía de lujo en oferta y no su hija. Él me sonreía desde lejos y no tuve otra opción más que imitar el gesto. Era atractivo, sí, en ese sentido pulido y aburrido de los hombres que nunca han tenido que luchar por nada, ni siquiera por atarse los zapatos. El tipo de hombre que mi madre soñaba con tener como yerno. Pero no me hacía sentir nada. Absolutamente nada. Mi piel, sin embargo, hormigueaba. Sentía una mirada clavada en mi nuca, una presión física y caliente que conocía mejor que mi propio nombre. Seth. No necesitaba girarme para saber dónde estaba. Seth Saint James siempre se mantenía en las sombras, en la periferia, vigilando. Era mi guardaespaldas, el hombre pagado para protegerme, pero se había convertido en el único peligro que yo deseaba correr. —Habla con él —me impulsó mi madre. —De acuerdo. Primero iré a retocarme el maquillaje, ¿si? —me excusé y no esperé su respuesta. Me dí la vuelta y caminé rápido, sintiendo que el corsé de mi vestido me asfixiaba. Necesitaba aire. Lo necesitaba a él. Entré en la biblioteca de la mansión, donde sabía que estaría esperándome, y cerré la puerta. El silencio me envolvió, pero duró poco. —Llegas tarde. La voz grave emergió de la penumbra. Me giré y ahí estaba él, apoyado contra una estantería, fundiéndose con la oscuridad como si fuera su amante. Seth. Verlo siempre era un golpe al sistema. Llevaba ese traje negro que se tensaba peligrosamente en sus hombros anchos, delatando la fuerza bruta que escondía. No era un niño bonito como Julian. Seth era un hombre. Tenía el rostro marcado por una vida difícil, la mandíbula cuadrada oscurecida por esa barba de un día que raspaba y que me volvía loca, y unos ojos cafés oscuros que me miraban con un hambre voraz. —¿Tu prometido te entretuvo? —soltó aquella palabra como una burla amarga. —No es mi prometido —susurré. Seth se separó de la estantería. Caminó hacia mí con esa elegancia depredadora que hacía que me temblaran las rodillas. —Lo será si tu madre se sale con la suya. —Llegó hasta mí y me acorraló contra el escritorio. Su aroma limpio y masculino me inundó, borrando el perfume costoso de la fiesta—. Ví cómo te miraba, Juliette. Él te quiere. No dejó de mirarte en toda la noche, espera que te acerques, y tengo que contenerme para no romperla la cara. Su confesión me provocó un escalofrío delicioso. Me encantaba su posesividad. Me encantaba saber que, bajo esa fachada estoica y seria, ardía por mí. —Estoy harta, Seth —admití, mi voz quebrándose. Alcé la mano y toqué su pecho, su corazón latía fuerte y rápido bajo mi palma—. Me asfixio ahí afuera. Siento que soy un trofeo. Solo contigo me siento real. Seth atrapó mi mano. Sus dedos eran grandes, ásperos por el trabajo y las peleas. El contraste de su piel ruda contra la mía era mi adicción. —Entonces vámonos. Me quedé paralizada. —¿Qué? —Vámonos —sus ojos oscuros brillaban con una intensidad febril—. Ésta noche. Me sujetó el rostro con ambas manos, obligándome a mirarlo. —Tengo dinero ahorrado. No es mucho, no te voy a mentir, no tendremos lujos. Pero te juro por mi vida que te cuidaré, Juliette. Conseguiré darte todo lo que te mereces. Mi corazón empezó a galopar desbocado. —Seth... mi madre me mataría. —Tu madre no te encontrará. Antes de poder decir algo más, me besó. Fué un beso duro, posesivo, un reclamo territorial. Su boca devoró la mía con una urgencia que me encendió la sangre. Me apretó contra el escritorio, su cuerpo duro y sólido haciéndome sentir protegida y deseada al mismo tiempo. Gemí contra su boca, sintiendo sus manos grandes bajar por mi espalda con desesperación. Se separó un milímetro, nuestras frentes pegadas. —A medianoche. En la salida de servicio. Ten una maleta pequeña. Nos iremos y no miraremos atrás. ¿Confías en mí? Lo miré. Miré sus cicatrices, su mirada oscura llena de adoración, la forma en que sus manos parecían incapaces de soltarme. Era peligroso. Era una locura. Pero era el amor de mi vida. —Sí —dije, y la palabra selló mi destino—. Sí, confío en ti. Seth sonrió, una sonrisa torcida y salvaje que me robó el aliento. —No te fallaré, bonita. Te lo prometo. Me dió un último beso y desapareció por la puerta del servicio. Me quedé sola, tocándome los labios, con el corazón a punto de estallar de felicidad y adrenalina. Iba a ser libre. Iba a ser suya. Miré el reloj para ver cuánto faltaba para la medianoche y salí de la biblioteca flotando. Nada podía arruinar eso. Nada. Pero apenas dí dos pasos en el pasillo, el mayordomo principal me interceptó. Mi sonrisa tonta se desvaneció cuando noté su rostro pálido. —Señorita... sus padres la buscan en el despacho. Es urgente. El tono de su voz me heló la sangre. La burbuja de felicidad se pinchó al instante. Caminé hacia el despacho con un nudo en el estómago. Al entrar, ví a mis padres junto a la chimenea apagada. Mi padre parecía haber envejecido diez años de un momento a otro. Tenía el cabello revuelto y la corbata desecha. Mi madre sostenía una copa con los nudillos blancos. El ambiente olía a desastre. —Cierra la puerta —ordenó mi madre. Su voz era fría, carente de emoción. Obedecí. El clic del cerrojo sonó como una sentencia. —¿Qué pasa? —pregunté, sintiendo el pánico subir por mi garganta. Miré el reloj de reojo. Quince minutos para la medianoche. Quince minutos para mi libertad. —Estamos en la ruina, Juliette —dijo mi padre, sin mirarme—. Los bancos han ejecutado todo. Mañana perdemos la casa, la empresa, todo. Mi boca se abrió pero ninguna palabra salió. Sentí como si me hubieran echado un balde de agua helada encima. —¿Y... qué vamos a hacer? —Tú vas a salvarnos —dijo mi madre, dando un paso al frente. Sus ojos brillaban con una determinación aterradora—. Julian Leclerc sabe de nuestra situación. Nos ha ofrecido pagar la deuda total y evitar el escándalo. Pero tiene un precio. El silencio se hizo espeso, asfixiante. Sabía lo que venía antes de que ella lo dijera. —Quiere la fusión de los apellidos —sentenció mi madre—. Quiere la boda en un mes. El precio de mantener nuestro apellido en lo alto, Juliette… eres tú.JulietteSeth me tomó de la muñeca y, sin esperar respuesta, me arrastró con él. Sus dedos ardían sobre mi piel. Me llevó hacia una puerta discreta camuflada en los paneles de madera de la oficina. La abrió de un empujón y me metió dentro.Era un baño privado. Pequeño, lujoso, un espacio íntimo, casi claustrofóbico.Seth entró detrás de mí y cerró la puerta. Estábamos encerrados. Solos.—Límpialo —ordenó, soltándome la mano.Me froté la piel donde sus dedos habían dejado una marca invisible de calor. Lo miré, y por un segundo, mi cerebro se desconectó.Estaba espectacularmente arruinado. La camisa blanca, empapada por mi "accidente", se había vuelto translúcida. Se adhería a su torso como una segunda piel, delineando cada músculo de su abdomen, cada curva de sus pectorales.Se veía peligroso. Y condenadamente excitante.—No soy tu jodida sirvienta, Seth.—Eres lo que diga que eres hasta que se termine nuestro trato, Juliette.Cuando no lo contradije, una sonrisa lenta y depredadora c
Juliette—¿Y qué quieres hacerme, Seth?Mi desafío quedó flotando en el aire denso de la oficina.Seth se quedó inmóvil. Sus ojos negros bajaron a mi boca, devorándola. Por un segundo, sentí el calor de su cuerpo irradiando hacia el mío, esa promesa de violencia y placer. Mi corazón golpeaba contra mis costillas, suplicando que rompiera la distancia.Pero entonces, parpadeó. El hielo volvió. Y se apartó bruscamente.—Vuelve a tu sitio —ordenó, con voz fría y metálica—. Y termina el informe.La decepción fue un golpe físico en el estómago. Me sentí estúpida por haber deseado su beso, por haber creído que la tensión entre ambos ganaría a su rencor.—Como digas, jefe —repliqué, inyectando todo el veneno posible en mi tono para ocultar que me ardía la piel.Volví a mi escritorio y me senté, pero era incapaz de concentrarme. Lo miraba de reojo. Se había remangado la camisa, dejando ver sus antebrazos fuertes. Verlo trabajar era una tortura. Lo odiaba, pero mi cuerpo lo reconocía como suyo.
JulietteEl café estaba ardiendo, quemándome las yemas de los dedos a través del cartón del vaso, pero no solté una sola queja.Entré en la oficina pero Seth ni siquiera levantó la vista de los documentos que estaba revisando. Seguía sentado en su trono de cuero, irradiando esa autoridad oscura que hacía que el aire de la habitación se sintiera más denso.Caminé hasta su escritorio y dejé el café sobre la superficie con un golpe seco.—Negro. Sin azúcar.Seth detuvo su pluma en el aire. Alzó la vista lentamente, sus ojos negros encontrándose con los míos. No me dió las gracias. Simplemente tomó el vaso, dió un sorbo probándolo y luego hizo una mueca casi imperceptible.—Está tibio —dijo, dejándolo a un lado con desdén—. La próxima vez, corre más rápido.Apreté la mandíbula hasta que me dolieron los dientes.—La próxima vez, cómprate una cafetera para la oficina si lo quieres hirviendo —repliqué con una sonrisa falsa—. ¿Algo más, jefe? ¿O puedo ir a mi rincón de castigo?Los ojos de Se
Juliette Cuando Seth se marchó, supe que desde esa noche comenzaría una contienda por el control. Y estaba dispuesta a pelear por él, a no dejarlo ganar en su nuevo tablero. Decidí pasar por el vestidor, lo que hallé me dejó inmóvil y con la boca abierta. No había maletas, pero los estantes estaban llenos. Filas de vestidos de seda, blusas de mi marca favorita, zapatos de mi talla exacta y lencería de encaje francés que solía usar. Todo era nuevo. Un escalofrío me recorrió la espalda. No había comprado eso hoy. Llevaba tiempo preparándolo. Seth no solo quería mi deuda, llevaba años construyendo el escenario para atraparme. Me duché para quitarme el olor a derrota y tener un momento para mentalizarme para esa noche. Salí envuelta en una toalla, con el cabello goteando y el aroma a mi jabón favorito sobre mi piel. Porque incluso de ese detalle se había encargado Seth. Dejé caer la toalla sobre la alfombra y busqué una braga de encaje negro en el cajón. Estaba subiéndola por mis mus
Juliette El ascensor privado subía a una velocidad vertiginosa. El ambiente dentro del espacio reducido estaba tenso y la fragancia de Seth impregnaba el aire, enviciandome en silencio. Podía olerlo —esa mezcla de colonia cara y su propia piel— y, Dios, era humillante admitir que, a pesar del terror, una parte de mí quería acercarse a él. Quería que esa indiferencia se rompiera, aunque fuera para gritarme. Él estaba a mi lado, inmóvil como una estatua. No me miraba. Ni siquiera parecía respirar el mismo aire que yo. Pero su presencia llenaba el espacio reducido, sofocante y masculina. Ding. Las puertas se abrieron directamente al interior del ático. Salí con pasos dudosos. Si esperaba un hogar, me equivoqué. El lugar era impresionante, sí, digno de una portada de revista de arquitectura, pero tenía la calidez de un cementerio. Paredes de cristal de suelo a techo mostraban la ciudad a nuestros pies. El suelo era de mármol negro pulido. Los muebles eran escasos, de cuero oscuro y
Juliette El camino de regreso al salón de baile se sintió como caminar hacia mi propia ejecución. Seth iba un paso por delante de mí, abriendo el camino con esa autoridad natural que hacía que la gente se apartara sin que él tuviera que pedirlo. Yo lo seguía, arrastrando los pies, sintiendo que el contrato invisible que acababa de aceptar me quemaba la piel. Cien días. Cien días a merced del hombre al que le había roto el corazón y que regresó para destruirme. Al entrar de nuevo en la fiesta, el ruido de las risas y el tintineo de las copas me golpeó como una bofetada. Todo seguía igual. Mi vida acababa de terminar sin que nadie se diera cuenta. Vimos a Julian cerca de la barra. Estaba nervioso, inquieto mirando su reloj, mordiéndose una uña. Cuando nos vió, su rostro se iluminó con una esperanza patética que me revolvió el estómago. Se acercó a nosotros casi corriendo. —¿Y bien? —preguntó, mirando a Seth con ojos de cachorro suplicante—. ¿Hemos llegado a un acuerdo, señor Sai
Último capítulo