Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
El camino de regreso al salón de baile se sintió como caminar hacia mi propia ejecución. Seth iba un paso por delante de mí, abriendo el camino con esa autoridad natural que hacía que la gente se apartara sin que él tuviera que pedirlo. Yo lo seguía, arrastrando los pies, sintiendo que el contrato invisible que acababa de aceptar me quemaba la piel. Cien días. Cien días a merced del hombre al que le había roto el corazón y que regresó para destruirme. Al entrar de nuevo en la fiesta, el ruido de las risas y el tintineo de las copas me golpeó como una bofetada. Todo seguía igual. Mi vida acababa de terminar sin que nadie se diera cuenta. Vimos a Julian cerca de la barra. Estaba nervioso, inquieto mirando su reloj, mordiéndose una uña. Cuando nos vió, su rostro se iluminó con una esperanza patética que me revolvió el estómago. Se acercó a nosotros casi corriendo. —¿Y bien? —preguntó, mirando a Seth con ojos de cachorro suplicante—. ¿Hemos llegado a un acuerdo, señor Saint James? Seth metió las manos en los bolsillos de su pantalón, adoptando una postura relajada pero dominante. Me miró de reojo, desafiándome a hablar. A decir la verdad. Tragué saliva, sintiendo el sabor amargo de la mentira en mi lengua. —Sí —dije, mi voz sonando extrañamente hueca—. El señor Saint James ha accedido a reestructurar la deuda, Julian. Julian soltó un suspiro tan fuerte que casi se desinfla allí mismo. Cerró los ojos un segundo, murmurando un "gracias a Dios", antes de volver a sonreírnos con esa alegría superficial que tanto detestaba. —¡Es una noticia maravillosa! Sabía que podíamos entendernos —se giró hacia Seth—. No se arrepentirá. Haremos grandes cosas juntos. —Estoy seguro de que sí —respondió Seth, con una ironía seca—. Pero el acuerdo tiene condiciones inmediatas. Necesito realizar una auditoría completa de los activos personales y empresariales. Empezando esta misma noche. Julian parpadeó, confundido. —¿Esta noche? Pero es la gala... —El dinero no duerme, Leclerc. Y mi paciencia tampoco. —Seth señaló hacia la salida con la cabeza—. Su esposa vendrá conmigo. Necesito que me facilite el acceso a ciertos archivos y propiedades que están a su nombre. Será un proceso largo. Julian me miró. Por un segundo, esperé que se negara. Esperé que dijera: “No, es mi esposa, es tarde, puede ir mañana a la oficina". Esperé que tuviera un gramo de dignidad o de instinto protector. Pero él simplemente… —Oh, entiendo. Es un poco extraño, pero si es necesario para cerrar el trato... —me miró y me dió una palmadita en el brazo—. Ve, cariño. Haz lo que el señor Saint James necesite. Me quedaré aquí para despedir a los invitados y mantener las apariencias. Ahí estaba. La confirmación final. Julian no me amaba. Nunca lo había hecho. Yo era un activo más, una pieza que podía mover para salvar su propio pellejo. —No me esperes despierto —dije, y la frase tuvo un doble sentido cruel que solo yo entendí. —Llámame cuando termines —respondió él, dándose la vuelta para pedir otra copa de champán, celebrando su victoria vacía. Seth no dijo nada. Simplemente me dió la espalda y caminó hacia la salida. Lo seguí. Cruzamos el vestíbulo del hotel, salimos a la noche fría. No llegué a tomar mi abrigo y el aire helado golpeó mis brazos desnudos, pero no temblé. Estaba demasiado entumecida para sentir frío. El valet trajo el coche de Seth. No era una limusina con chofer. Era un deportivo negro, bajo, agresivo, una bestia de motor que rugía como un animal enjaulado. Seth me abrió la puerta del copiloto. No fue un gesto de caballerosidad, sino una orden silenciosa. Entré, hundiéndome en el asiento de cuero oscuro que olía a él. Él rodeó el vehículo, subió al asiento del conductor y arrancó. Salimos del hotel dejando atrás mi vida, mi matrimonio falso y mi libertad. El silencio dentro del coche era absoluto, denso. Seth conducía con una mano en el volante y la otra en la palanca de cambios. Su perfil estaba tenso, la mandíbula apretada, la vista fija en la carretera. Parecía ignorarme por completo, como si yo fuera un paquete molesto que tenía que llevar. Miré por la ventanilla, viendo las luces de la ciudad pasar como estrellas fugaces borrosas. De repente, la realidad práctica me golpeó. —No vamos a mi casa —dije, viendo que tomaba una dirección contraria. —No. —Necesito ropa, Seth —insistí, girándome hacia él. Aferré mi pequeño bolso de mano contra mi regazo—. No tengo nada. Ni cepillo de dientes, ni ropa interior, ni nada para cambiarme mañana. Tienes que dejarme pasar por casa cinco minutos. Seth ni siquiera parpadeó. Cambió de marcha con un movimiento brusco. —No es necesario. —¿Cómo que no es necesario? ¿Pretendes que use este vestido de gala durante cien días? —Pretendo que uses lo que yo te dé —su voz fué cortante, final—. En mi casa hay todo lo que necesitas. O todo lo que yo decida que necesitas. Tu ropa de diseñador, tus joyas, tus pertenencias como esposa de Lecrec, todo eso se queda atrás. La crueldad de sus palabras me hizo cerrar la boca. Me volví hacia la ventanilla de nuevo, mordiéndome el labio para no llorar. No le daría el gusto. La curiosidad, sin embargo, se abrió paso a través del dolor. Lo miré de reojo. ¿Qué había pasado en estos cinco años? ¿Cómo había pasado de ser el chico que vivía en un apartamento destartalado al sur de la ciudad a ser este magnate que compraba deudas millonarias por capricho? ¿Qué clase de cosas, legales o ilegales, había tenido que hacer para llegar hasta aquí? Quería preguntar. Tenía mil preguntas quemándome la lengua. Pero su aura era un muro de hielo. No estaba ahí para hablar conmigo. Estaba ahí para jugar con su presa. El coche se detuvo en un semáforo en rojo. Sentí un hormigueo familiar bajo mi piel y me volví hacia él, encontrándome con sus ojos cafés observandome de lado. Por un microsegundo, la máscara cayó. No ví al verdugo. Ví al hombre. Sus ojos recorrieron mi rostro, mis labios, mi cuello desnudo, con una intensidad tan abrasadora que mi corazón dió un brinco violento contra mi pecho. Había hambre allí. Un deseo crudo, doloroso, que parecía luchar contra su propia voluntad. El aire se cargó de electricidad. Mis labios se entreabrieron, a punto de decir su nombre... Pero el semáforo cambió a verde. La expresión de Seth se cerró de golpe. El deseo se transformó en un desdén frío, absoluto. Apartó la mirada con una mueca de asco, como si se odiara a sí mismo por haberme mirado. Aceleró el coche con violencia, pegándome al respaldo del asiento. —¿A dónde vamos? —pregunté, con la voz temblorosa, necesitando romper ese silencio hostil. Seth miró al frente, hacia los rascacielos que se alzaban contra el cielo nocturno. —A tu nuevo infierno, bonita.






