Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
—¿Qué has dicho? Mi pregunta salió como un graznido. Me sentía mareada, como si el oxígeno de la habitación se hubiera consumido de golpe, dejándome asfixiada frente al hombre que sostenía mi vida en sus manos. Seth me soltó. Dió un paso atrás y se apoyó en el borde de su escritorio, cruzándose de brazos. La tela de su camisa se tensó sobre sus bíceps, y por un segundo absurdo y traicionero, recordé lo que se sentía tener esos brazos alrededor de mí. Pero su mirada no ofrecía refugio. Ofrecía una celda. —Creo que me has escuchado perfectamente, Juliette —dijo, con esa calma gélida que me aterraba más que sus gritos—. He dicho que te quiero a ti. —Estás loco —sacudí la cabeza, retrocediendo hacia la puerta—. Soy una mujer casada. No puedes... comprarme como si fuera un mueble para saldar las deudas de Julian. —No te estoy comprando. Estoy ofreciendo un intercambio de servicios. —Seth tomó un sorbo de su whisky, observándome por encima del borde del vaso—. Julian me debe cincuenta millones. Tú no tienes el dinero. Tus padres no tienen el dinero. La única moneda de cambio valiosa que queda en la familia Leclerc... eres tú. —¿Qué quieres decir con que me quieres a mí? —pregunté, sintiendo que las mejillas me ardían—. ¿Quieres que me acueste contigo? ¿Es eso? ¿Una noche para pagar cincuenta millones? Seth soltó una carcajada oscura y ronca que me hizo estremecer. Dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco. —No te valores tanto, bonita. Una noche no cubre ni los intereses de esta semana. El insulto me golpeó como una bofetada. —Entonces explícate. —Quiero un contrato. —Seth se enderezó y caminó hacia mí, invadiendo mi espacio personal hasta acorralarme contra la pared de cuero. Su adictivo aroma a peligro me inundó—. Cien días. —¿Cien días? —Quiero que te mudes conmigo. A mi penthouse. Durante cien días serás mi asistente personal. Vivirás bajo mi techo, comerás en mi mesa y harás todo lo que yo te ordene, cuando yo te lo ordene. Sin preguntas. Sin quejas. Sin peros. El miedo y una mezcla extraña de nervios se instaló en mi vientre. “Todo lo que yo te ordene” —¿Acaso quieres convertirme en tu esclava? —Quiero que pagues la deuda —corrigió él, acercando su rostro al mío hasta que nuestras narices casi se rozaron—. Quiero que sientas lo que es servir a alguien. Quiero que entiendas lo que se siente estar abajo, Juliette. A mi merced. —No —dije, temblando—. No voy a hacerlo. No voy a dejar mi casa para ser tu... juguete durante tres meses. —¿Prefieres la alternativa? Seth se apartó bruscamente. Caminó hacia el escritorio y tomó su teléfono móvil. Marcó un número con dedos ágiles y puso el altavoz. El tono de llamada resonó en la habitación silenciosa. —¿A quién llamas? —pregunté, con el pánico subiendo por mi garganta. —Al fiscal del distrito. Es un viejo amigo. Le interesará mucho saber que Julian Leclerc ha estado lavando dinero a través de sus casinos ilegales. —¡No! —grité, dando un paso adelante—. ¡Cuelga! —¿Diga? —contestó una voz masculina al otro lado. Seth me miró a los ojos. Su expresión era implacable. No había amor, no había piedad. Solo había un verdugo con el hacha levantada. —Hola, Frank. Soy Seth. Tengo los documentos que te prometí sobre el caso Leclerc. Estoy listo para enviártelos y que procedas con la detención inmediata. Está abajo, en la fiesta, así que puedes enviar a las patrullas ahora mis... —¡ACEPTO! —grité. El grito desgarró mi garganta, desesperado, agudo. Seth se detuvo. Mantuvo el teléfono en la mano, con el dedo sobre el botón de colgar, mirándome con una ceja alzada. —¿Qué has dicho? —preguntó al aire, ignorando a la persona en la línea. —Acepto —sollocé, cayendo de rodillas al suelo, derrotada por el peso de mi propia impotencia—. Acepto el trato. Cien días. Haré lo que quieras. Pero no lo hagas. No destruyas a mi familia. Por favor. Seth me observó desde su altura, como un dios vengativo mirando a una mortal suplicante. Hubo un silencio tenso. —¿Seth? ¿Sigues ahí? —preguntó la voz del teléfono. Seth no apartó la vista de mí mientras respondía. —Falsa alarma, Frank. Parece que hemos llegado a un acuerdo extrajudicial. Disculpa la molestia. Colgó y tiró el teléfono sobre el sofá. El alivio que sentí fue tan intenso que me mareó, pero fue reemplazado instantáneamente por una vergüenza corrosiva. Me había vendido. Otra vez. Primero a Julian por dinero, y ahora a Seth por la libertad de Julian. Seth caminó hacia mí. Vi sus zapatos de cuero italiano detenerse frente a mis rodillas. —Levántate —ordenó. Me puse de pie con dificultad, limpiándome las lágrimas con rabia. No quería que me viera llorar más. —Bien —dijo él, examinándome con frialdad—. El trato es simple. Cien días de obediencia absoluta. A cambio, la deuda queda congelada. Si cumples hasta el final, quemo los pagarés y tu marido queda libre. Si fallas un solo día, si te niegas a una sola orden... lo meto en la cárcel y te dejo en la calle. ¿Entendido? —Entendido —susurré, odiándolo con cada fibra de mi ser. Odiándolo porque, a pesar de todo, una parte traidora de mi cuerpo reaccionaba a su cercanía. —Perfecto —se dió la vuelta y empezó a abrocharse los gemelos de la camisa con calma, como si acabara de cerrar un negocio inmobiliario y no la compra de una vida humana—. Vamonos. —¿Irnos? —parpadeé, confundida—. Tengo que bajar. Tengo que decirle a Julian que me voy e ir a casa a hacer las maletas... Seth se detuvo y se giró. Una sonrisa torcida y malvada curvó sus labios. —Creo que no has entendido la parte de "sin peros", Juliette. Caminó hacia la puerta y la abrió, esperando. —No vas a ir a tu casa. No vas a hacer maletas con tu ropa de diseñador. No necesitas nada de esa vida falsa. —Pero... ¿cuándo empezamos? —pregunté, sintiendo que el suelo se abría bajo mis pies. Pensé que tendría un día, una semana para prepararme mentalmente. Seth me miró, y la oscuridad en sus ojos prometió un infierno delicioso y aterrador. —El contrato empieza ahora, bonita. Despídete de tu patética vida. Esta noche dormirás bajo mi techo.






