Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
La palabra "boda" quedó flotando en el aire viciado del despacho, pesada y tóxica como el humo. Mi padre, incapaz de sostenerme la mirada, se ajustó la chaqueta con manos temblorosas. Murmuró algo sobre tener que reunirse con el padre de Julian para "ultimar detalles urgentes" y salió de la habitación como un fantasma, dejándome sola con el verdadero verdugo. Mi madre. El reloj de la repisa marcaba las once y cuarenta y cinco. Cada segundo que pasaba era un latido menos de mi vida. Había comenzado a llover y podía imaginar a Seth esperando por mí en un rincón oscuro. La promesa de sus brazos era lo único que evitaba que me desmoronara. Mis padres me estaban vendiendo. —No —dije. Mi voz salió temblorosa, pero firme. Mi madre, que estaba sirviéndose otra copa de brandy, se detuvo. Se giró lento hacia mí, con esa elegancia gélida que siempre me había hecho sentir pequeña e inadecuada. —¿Disculpa? —He dicho que no —repetí, dando un paso atrás, buscando el pomo de la puerta con la mano a mi espalda—. No voy a hacerlo. No soy una moneda de cambio para tapar los errores de papá. No me voy a casar con Julian. Eleanor soltó un suspiro largo, casi aburrido, como si estuviera tratando con una niña que se niega a comer sus verduras. —Juliette, sé realista. No estamos hablando de un capricho. Estamos hablando de supervivencia. Sin el dinero de los Leclerc, mañana estarás en la calle. ¿Crees que sobrevivirías un día sin tus tarjetas de crédito? ¿Sin este techo? —Prefiero vivir debajo de un puente que atada a un hombre que no amo —repliqué, sintiendo el fuego de la rebelión quemándome la garganta—. Sabes que el lujo nunca fué mi prioridad, madre. —Qué fácil es decir eso cuando nunca te ha faltado nada. —¡Me ha faltado todo! —grité, incapaz de contenerme más—. Me ha faltado aire. Me ha faltado vida. Ustedes me han criado para esto, para ser una moneda de cambio, pero se acabó. Mi mano se cerró sobre el pomo de la puerta. El metal estaba frío. Solo tenía que girarlo, correr por el pasillo, salir por la puerta de servicio y subir al coche de Seth. Él me protegería. Él no dejaría que me tocaran. Recordé su promesa en la biblioteca, la fuerza de sus brazos rodeándome, la forma en que me besaba, haciéndome sentir mujer, no un objeto. Seth era real. —Me voy —sentencié, girando el pomo. —Si cruzas esa puerta para irte con el guardaespaldas, cometerás el error de tu vida. Me congelé. El silencio que siguió fue absoluto, roto solo por el crepitar de la lluvia contra la ventana. Solté el pomo lentamente y me giré. Mi madre me observaba con una sonrisa triste, carente de malicia, pero cargada de una certeza que me heló la sangre. —¿Tú... lo sabías? —susurré. —Juliette, por favor. Soy tu madre. Veo cómo lo miras. Veo cómo te tensas cuando él entra en la habitación. Veo cómo desapareces y apareces con las mejillas sonrojadas y los ojos brillosos. La vergüenza me golpeó, caliente y violenta. Pensé que nuestro secreto era impenetrable, que nuestras noches robadas eran invisibles. Pero ella lo sabía. Lo supo todo el tiempo y nunca dijo nada. —Lo amo —confesé, alzando la barbilla, desafiante—. Y él me ama a mí. Nos vamos a ir juntos. Esta noche. Eleanor negó con la cabeza y dejó la copa sobre la mesa con un tintineo suave. Caminó hacia mí, no con ira, sino con una piedad devastadora. —Oh, cariño... Él no te ama. —No te atrevas a decir eso. Tú no lo conoces. Seth es... —Seth es un empleado —me cortó ella, suavemente—. Un hombre que vive de un salario, que viene de la nada. Tú eres brillante, hermosa, inalcanzable. Para él, eres un trofeo, una conquista. La niña rica que se aburrió de sus juguetes y bajó al barro para ensuciarse un poco. —¡Mentira! —las lágrimas picaban en mis ojos—. Él quiere cuidarme. Me lo juró. Tu solo intentas manipularme, madre. —Te dirá cualquier cosa para tenerte en su cama, Juliette. Es lo que hacen los hombres como él. —Se detuvo a un paso de mí, invadiendo mi espacio con su perfume caro—. Pero escúchame bien: en el momento en que cruces esa puerta sin un centavo en el bolsillo, en el momento en que la novedad se acabe y él tenga que mantenerte con su sueldo miserable... te dejará. —No lo hará. —Lo hará —insistió, implacable—. El hambre mata el amor, hija. Cuando te vea cansada, pobre, sin el brillo de los diamantes... seducirá a otra niña rica y te abandonará, Juliette. Y entonces volverás aquí, arrastrándote, pero ya será demasiado tarde. Julian ya no estará esperando. Y tu padre y yo estaremos arruinados por tu egoísmo. Sus palabras eran veneno puro, diseñadas para atacar mis inseguridades más profundas. Pero entonces, cerré los ojos y evoqué a Seth. Recordé la forma en que me miró en la biblioteca hace apenas media hora. No había codicia en sus ojos oscuros, solo una adoración feroz. Recordé sus manos acariciando mi rostro como si yo fuera lo más precioso del mundo. Recordé su voz ronca prometiéndome una vida real. Y recordé todos nuestros encuentros secretos, las palabras que susurraba en mi oído y cómo aceleraba mi corazón. «Confío en él», pensé. «Confío en el hombre que sangraría por mí, no en la mujer que quiere venderme» Abrí los ojos. El miedo seguía ahí, pero la determinación era más fuerte. —Te equivocas —dije, y mi voz sonó sorprendentemente tranquila—. Él no es como ustedes. Él es leal. Y prefiero arriesgarme a que me rompa el corazón un hombre real, a vivir muerta en vida con un hombre de mentira. Eleanor parpadeó, sorprendida por mi resistencia. Por primera vez en mi vida, ví una grieta en su máscara de perfección. Miré el reloj. Las once y cincuenta y cinco. Era ahora o nunca. —Dile a papá que lo siento. Dile a Julian que se busque a otra. —Agarré el pomo de la puerta con fuerza—. Me voy con Seth. —¡Juliette, espera! —gritó mi madre, perdiendo la compostura. Pero yo ya no escuchaba. La adrenalina bombeaba en mis venas. Imaginé la cara de Seth cuando me viera correr hacia él bajo la lluvia. Imaginé su sonrisa, el calor de la calefacción de su viejo coche, su mano sobre mi muslo mientras conducíamos lejos de este infierno. La libertad estaba a solo unos metros. Solo tenía que abrir esa puerta. Giré el pomo. Estaba a punto de empujar la madera, lista para correr hacia mi destino, cuando la puerta se abrió de golpe desde el otro lado con una violencia que casi me golpea el rostro. Retrocedí asustada, llevándome una mano al pecho. En el umbral no había nadie. Solo el pasillo vacío y oscuro. Pero entonces bajé la mirada y vi al chofer de mi padre, pálido como la cera, con el teléfono en la mano y los ojos desorbitados de pánico. —Señorita Juliette... señora... —jadeó, incapaz de respirar. Mi madre se acercó corriendo, sujetándolo por la solapa del uniforme. —¿Qué pasa? ¿Dónde está mi marido? El hombre tragó saliva y nos miró con una expresión que detuvo mi corazón en seco. —Es... es su padre… él…






