Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
El ascensor privado subía a una velocidad vertiginosa. El ambiente dentro del espacio reducido estaba tenso y la fragancia de Seth impregnaba el aire, enviciandome en silencio. Podía olerlo —esa mezcla de colonia cara y su propia piel— y, Dios, era humillante admitir que, a pesar del terror, una parte de mí quería acercarse a él. Quería que esa indiferencia se rompiera, aunque fuera para gritarme. Él estaba a mi lado, inmóvil como una estatua. No me miraba. Ni siquiera parecía respirar el mismo aire que yo. Pero su presencia llenaba el espacio reducido, sofocante y masculina. Ding. Las puertas se abrieron directamente al interior del ático. Salí con pasos dudosos. Si esperaba un hogar, me equivoqué. El lugar era impresionante, sí, digno de una portada de revista de arquitectura, pero tenía la calidez de un cementerio. Paredes de cristal de suelo a techo mostraban la ciudad a nuestros pies. El suelo era de mármol negro pulido. Los muebles eran escasos, de cuero oscuro y, sin cojines, sin fotos, sin ningún rastro de humanidad. Era un palacio de hielo. Un mausoleo para un rey solitario. —Bienvenida a tu jaula —dijo Seth detrás de mí, cerrando las puertas del ascensor con un código de seguridad. El sonido del cierre hermético resonó en el silencio. Estaba atrapada. A cientos de metros del suelo, con un hombre que me odiaba. Seth pasó por mi lado, quitándose la chaqueta del traje con un movimiento fluido. La arrojó sobre un sofá de cuero negro sin mirarla. Luego empezó a desabrocharse los puños de la camisa, remangándose la tela blanca hasta los codos, exponiendo esos antebrazos fuertes y marcados por venas que hipnotizaban mi mirada. —¿Dónde voy a dormir? —pregunté, mi voz sonando pequeña en la inmensidad de la sala. Aferré mi bolso contra mi vientre—. Supongo que tendrás una habitación de invitados o... ¿el cuarto de servicio? Seth se detuvo. Se giró lentamente hacia mí, con una ceja arqueada. Una sonrisa burlona curvó sus labios, pero no llegó a sus ojos. —¿Habitación de invitados? —repitió, paladeando las palabras—. Juliette, creo que sigues confundida sobre la naturaleza de nuestro acuerdo. No eres mi invitada. Y ciertamente no eres una empleada que se esconde en el cuarto de la limpieza. Caminó hacia mí. Yo retrocedí instintivamente hasta que mis caderas chocaron con una consola de mármol frío. —Eres mi asistente personal 24/7. Eso significa que te necesito disponible cada segundo —se detuvo a un paso de mí—. Ven. Me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Caminamos por un pasillo largo, decorado con obras de arte abstracto que parecían cortes violentos de pintura roja sobre lienzos negros. Seth abrió una puerta doble al final del pasillo. Entré y el aire se me atascó en la garganta. Era el dormitorio principal. Una cama King Size dominaba el centro, vestida con sábanas de seda gris carbón. Había una chimenea de gas encendida, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. A un lado, una puerta abierta revelaba un vestidor del tamaño de mi antiguo apartamento de soltera, y al otro, un baño de mármol que parecía un spa. —Esta es mi habitación —dijo Seth, apoyándose en el marco de la puerta con una naturalidad insultante. —Exacto —dije, girándome hacia él con el pánico disparándose—. Esta es tu habitación. Yo necesito la mía. —No hay otra habitación habilitada —mintió. Sabía que mentía por la forma en que sus ojos brillaron con malicia—. Dormirás aquí. —No —la negativa salió disparada—. El contrato decía asistente, Seth. No decía... esto. No dormiré en tu cama. Soy una mujer casada. La temperatura de la habitación pareció descender diez grados. Seth se despegó del marco de la puerta. Su relajación se evaporó, reemplazada por una tensión depredadora. Avanzó hacia mí, paso a paso, obligándome a retroceder hasta que la parte posterior de mis rodillas chocó contra el borde del colchón. —¿Casada? —susurró, invadiendo mi espacio hasta que tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo—. Tu matrimonio es una farsa, Juliette. Un contrato comercial que salió mal. Y ahora, yo soy el dueño de ese contrato. —Eso no te da derecho a tocarme. —¿Crees que quiero tocarte? La pregunta fué un latigazo. Hubo tanto desdén en su voz que me dolió más que un golpe físico. Seth levantó una mano. Me estremecí, esperando que me agarrara, pero él solo llevó sus dedos hacia mi cuello, sin llegar a rozar la piel. Trazó el contorno de mi mandíbula en el aire, a milímetros de distancia. Y morí porque realmente me tocara. —Mírate —murmuró, sus ojos recorriendo mi vestido de gala, mi escote, mis labios temblorosos—. Estás preciosa. Perfecta. Una muñeca de lujo envuelta en seda cara. Su tono se volvió ronco, bajando a esa frecuencia grave que solía hacerme vibrar por dentro. Por un segundo traicionero, mi cuerpo reaccionó. Mis pezones se endurecieron contra la tela del vestido y mi respiración se aceleró. Recuerdos de los encuentros secretos donde me tomaba con deseo y devoción invadieron mi mente, obligándome a controlarme antes de que supiera cómo me afectaba. Él se inclinó hacia mí. Su rostro estaba tan cerca que podía contar sus pestañas negras. Sus labios se dirigieron a mi oído. Cerré los ojos, anticipando el contacto, anticipando un beso furioso, castigador... Pero entonces, él se detuvo. Inhaló profundamente cerca de mi cuello. Y luego apartó, como si yo fuera venenosa. Abrí los ojos, confundida y mareada por la pérdida repentina de su calor. La expresión de Seth había cambiado. Ya no había burla, ni siquiera deseo oscuro. Había asco. Puro y duro desagrado. Arrugó la nariz, mirándome como si acabara de encontrar algo podrido en su inmaculado santuario. —Apestas —gruñó. Parpadeé, aturdida. —¿Qué? —Hueles a él —escupió las palabras con veneno—. Hueles a la colonia barata de Julian. Hueles a esa fiesta llena de hipócritas. Hueles a mentira. Me llevé una mano al cuello, humillada. Era mi perfume de siempre, mezclado quizás con el ambiente del salón, o con la fragancia de Julian por su cercanía. Seth se pasó una mano por el cabello, visiblemente alterado, como si mi simple aroma estuviera contaminando su aire. Caminó hacia el baño y abrió la puerta de par en par. Abrió la ducha con violencia. Se giró hacia mí, señalando el baño con un dedo autoritario. —Quítate esa ropa. Quémala si quieres, no me importa, pero no la quiero en mi casa. —¿Seth, qué…? —¡Ahora! —rugió, haciéndome saltar—. Entra en esa ducha y frótate hasta que no quede rastro de él en tu piel. No te quiero en mi cama oliendo a otro hombre. Me quedé inmóvil. —¿Y si no lo hago? —desafié con un hilo de voz. Seth caminó hacia mí de nuevo, deteniéndose a un paso. Su mirada era hielo negro. —Entonces duermes en el suelo del pasillo, Juliette. Pero no vas a ensuciar mis sábanas con el olor de tu marido. Se dió la vuelta y salió de la habitación, azotando la puerta tras de sí. Me quedé sola, temblando, con el sonido del agua corriendo a mis espaldas y la certeza de que estos cien días no iban a ser solo un infierno. Iban a ser una guerra.






