Mundo ficciónIniciar sesiónSeth
La lluvia golpeaba con fuerza el techo de mi viejo Ford. Estaba estacionado en el callejón trasero de la mansión Anderson. El frío me hizo aferrarme a mi chaqueta, pero no era eso lo que me molestaba, sino el extraño presentimiento clavado en mi pecho. Miré el reloj del tablero por centésima vez. Las doce y cuarenta. —Vamos, Juliette... —susurré a la nada. Habíamos acordado a medianoche. Ella nunca llegaba tarde. Si algo caracterizaba a Juliette era su desesperación por salir de esa casa, por escapar de las garras de su madre. Ella quería esto tanto como yo. Había visto la verdad en sus ojos cuando la besé en la biblioteca, ese brillo no se podía fingir. ¿O sí? Una voz insidiosa, venenosa, susurró en mi mente. «Es una niña rica, Seth. Juegan a la rebeldía hasta que las cosas se ponen serias» Sacudí la cabeza, golpeando el volante con la palma de la mano para callar mis propios demonios. No. Juliette era diferente. Ella era mía. Esperé diez minutos más. Luego veinte. Pasada la una de la madrugada, la ansiedad se convirtió en una garra física que me apretaba la garganta. Algo había pasado. ¿La habrían descubierto? ¿Estaría encerrada en su habitación, llorando, esperando a que yo fuera a rescatarla? Saqué mi teléfono. La pantalla brilló en la oscuridad de la cabina. Marqué su número. «El número que usted marcó se encuentra apagado o fuera del área de cobertura...» Otra vez lo mismo. Maldición. Volví a marcar. Una, dos, cinco veces. Siempre el mismo buzón de voz. El silencio era una respuesta, y era una que me aterraba. Entonces, una notificación de noticias locales iluminó la pantalla. "URGENTE: El magnate Robert Anderson sufre infarto masivo tras gala benéfica." El aire se me congeló en los pulmones. Anderson. Su padre. Por eso no respondía. No había sido arrepentimiento, sino una tragedia. Me sentí un imbécil por haber dudado de ella. Arranqué el vehículo, dispuesto a ir tras Juliette y estar a su lado. Conduje como un maníaco bajo la tormenta hasta la Clínica Saint Marie. Sabía que allí llevaban a los de su clase. Estacioné a una cuadra, oculto entre las sombras, sabiendo que mi presencia allí no sería bienvenida por su madre, pero no me importaba. Solo necesitaba verla a ella, decirle que estaba ahí, que no estaba sola. Me bajé del coche, con la capucha de mi sudadera subida para cubrirme de la lluvia torrencial. Caminé hacia la entrada de urgencias, pero me detuve en seco antes de llegar a las puertas de cristal. Un coche se detuvo frente a la entrada principal. Un Bentley negro, brillante, obsceno. Lo reconocí al instante. El chofer abrió la puerta trasera con un paraguas en mano y Julian Leclerc bajó. Iba impecable, seco, con ese aire de dueño del mundo que me daba ganas de vomitar. Caminó hacia la entrada con paso firme. Las puertas automáticas se abrieron para él sin preguntas. Y entonces la ví. O más bien, ví la escena a través de los cristales del vestíbulo iluminado. Juliette estaba allí, de pie junto a su madre. Parecía pequeña, frágil. Julian se acercó a ella. No hubo dudas, no hubo rechazo. Él le tomó las manos. Ella no se apartó. Él le habló, le acarició el brazo con una familiaridad que me quemó las retinas, y ella… asintió. Vi cómo él le besaba la frente. Vi cómo ella cerraba los ojos y se dejaba consolar por el hombre que se suponía que odiaba. El dolor fue físico, un golpe de mazo en el pecho que me dejó sin aire. Ella no me había llamado. En su momento de mayor desesperación, no había corrido hacia mí. Había corrido hacia el dinero. Hacia la seguridad. Julian acababa de entrar ahí como el salvador, pagando su entrada a la vida de Juliette con una tarjeta de crédito negra, mientras yo estaba afuera, empapado, con los bolsillos vacíos y el corazón en la mano. Retrocedí un paso. Luego otro. Me dí la vuelta y caminé de regreso a mi coche, sintiendo que cada gota de lluvia era veneno quemando mi piel. (***) No dormí. Pasé la noche sentado en el suelo de mi pequeño departamento, con la espalda contra la pared y el teléfono en la mano, esperando. «Llámame», rogaba mentalmente. «Explícame que no tuviste opción. Dime que me sigues eligiendo a mí» Pero el teléfono siguió mudo. Muerto. Cuando amaneció, la luz gris que entró por la ventana me pareció la cosa más fea del mundo. Me levanté, con el cuerpo entumecido y la mente en una neblina de furia y dolor. Encendí el televisor solo para llenar el silencio, para no escuchar mis propios pensamientos. El noticiero de la mañana estaba en marcha. La presentadora, con su sonrisa perfecta, soltó la bomba que terminó de destruirme. «...y en noticias de sociedad, se confirma que la unión entre las familias Anderson y Leclerc se adelanta. Fuentes cercanas aseguran que, tras el susto de salud del patriarca Anderson, su hija Juliette y el heredero Julian Leclerc han decidido contraer matrimonio en una ceremonia íntima el próximo mes. Un gesto romántico que, además, asegura la fusión de ambas compañías...» Me quedé mirando la pantalla. Mostraban una foto de archivo de Juliette y Julian en la gala. Él sonreía. Ella miraba a la cámara con esa belleza fría y perfecta. Mentira. Todo había sido una maldita mentira. Un rugido nació en mi garganta, un sonido animal, roto. Agarré la taza de café que estaba en la mesa y la estrellé contra la pared. La cerámica estalló, manchando el papel tapiz barato, pero no fue suficiente. La rabia me cegó. Volqué la mesa. Arranqué las cortinas. Lancé la silla contra el televisor, rompiendo la pantalla y silenciando la voz de la presentadora y la imagen de esa boda maldita. Destrocé mi propio hogar, buscando una forma de sacar el dolor que me estaba comiendo vivo por dentro, pero nada funcionaba. Caí de rodillas en medio del desastre, respirando agitadamente, con los nudillos rotos y un dolor clavándose en mi pecho. Fué entonces cuando lo vi. Había caído de la mesa cuando la volqué. Una pequeña caja de terciopelo negro. La tomé con manos temblorosas. La abrí. Dentro había un anillo. Era sencillo, una banda de plata con una pequeña piedra que me había costado tres meses de sueldo. No era un diamante de sangre como los que Julian le daría. Era una promesa. Una promesa de lealtad, de amor eterno, de una vida construida juntos desde abajo. Solté una risa seca, amarga, que raspó mi garganta. Qué patético. Qué estúpido había sido al creer que la princesa de un imperio corporativo se conformaría con eso. Eleanor tenía razón. Al final del día, la sangre azul busca el oro. Ella me había usado para divertirse, para sentir un poco de peligro antes de sentar cabeza en su trono de mentiras. Cerré la caja con fuerza, tanta que el terciopelo crujió. El dolor en mi pecho empezó a cambiar. Se enfrió. Se endureció. Se convirtió en una armadura de hielo negro alrededor de mi corazón. Me puse de pie lentamente, ignorando la sangre en mis manos. Juliette Anderson había matado a Seth, el guardaespaldas enamorado, esa noche. Lo había dejado desangrarse bajo la lluvia. Bien. Que muera. Guardé el anillo en mi bolsillo. No lo iba a tirar. Lo iba a guardar como un recordatorio. Un recordatorio de lo que sucede cuando entregas tu poder a alguien más. Caminé hacia el baño para limpiar mis nudillos y miré mi reflejo. Mis ojos ya no tenían brillo. Eran pozos oscuros, vacíos de cualquier calidez. —Disfruta tu boda, bonita —le hablé al reflejo, imaginando que era ella—. Disfruta tu dinero. Disfruta tu mentira. Me acerqué a la ventana y miré la ciudad que se extendía bajo el cielo gris. Me iba a ir. Iba a desaparecer. Pero no para esconderme. Iba a volver. No sabía cuándo, ni cómo, pero iba a hacerme poderoso. Iba a conseguir tanto dinero y tanto poder que los Anderson y los Leclerc parecerían insectos a mi lado. Y cuando tuviera el mundo en mi puño, regresaría a buscarla. No para amarla. El amor era una debilidad que acababa de arrancarme del pecho. Volvería para cobrar la deuda. Apreté el puño contra el cristal frío, sintiendo cómo el odio se convertía en mi nuevo motor, más potente y duradero que el amor. —Voy a destruirte, Juliette —juré en el silencio de mi apartamento destrozado—. Y vas a suplicar perdón de rodillas.






