Mundo de ficçãoIniciar sessãoJuliette
—Un infarto masivo. Las palabras del chofer cayeron sobre mí como piedras, aplastando mis pulmones, rompiéndome las costillas una a una. El mundo se detuvo. El sonido de la lluvia contra los cristales desapareció, reemplazado por un zumbido agudo en mis oídos. Miré a mi madre. La dama de hierro, la mujer que jamás se despeinaba, soltó un grito ahogado que me heló la sangre. Se llevó las manos a la boca, sus ojos desorbitados por el pánico real, no el fingido de sus manipulaciones habituales. —¿Dónde? —preguntó ella, agarrando al chofer por la solapa—. ¡Llévanos ahora mismo! —En la Clínica Saint Marie, señora. La ambulancia ya salió. El caos estalló. Mi madre corrió hacia el pasillo gritando órdenes a las criadas, buscando su abrigo, convertida en un torbellino de desesperación. Yo me quedé inmóvil en el umbral del despacho. Mis ojos volaron hacia el reloj de pared. Las doce en punto. La medianoche. Mi corazón dió un vuelco doloroso. Seth. Él estaba ahí fuera, en la entrada de servicio, bajo la tormenta. Estaba esperando a que yo cruzara esa puerta. Estaba esperando a que huyéramos juntos. Podía sentir su presencia casi física, su impaciencia, confiando ciegamente en mi promesa. «No me falles, bonita», había dicho. Dí un paso hacia la puerta de servicio. Mi cuerpo gritaba que corriera hacia él, que le explicara, que le dijera que teníamos que posponerlo, que mi padre se moría. —¡Juliette! —el grito de mi madre desde la entrada principal me detuvo en seco—. ¡Sube al coche! ¡Tu padre se muere! Me giré, desgarrada. Miré hacia la oscuridad donde me esperaba el amor de mi vida, y luego hacia la luz fría del vestíbulo donde me esperaba mi deber de hija. Una lágrima solitaria, caliente y amarga, rodó por mi mejilla. —Perdóname, Seth —susurré al vacío, sintiendo que me arrancaba el corazón del pecho con mis propias manos. Corrí detrás de mi madre. (***) El trayecto a la clínica fue un borrón de las luces de la ciudad y el asfalto húmedo. Mi madre sollozaba a mi lado, aferrada a su teléfono, murmurando plegarias y amenazas a partes iguales. Yo miraba por la ventanilla, viendo mi propio reflejo fantasmal en el cristal. Me sentía muerta. Al llegar, el olor a antiséptico y dinero viejo me golpeó. La Clínica Saint Marie era silenciosa, eficiente y terriblemente cara. Nos llevaron a una sala de espera privada. Un médico salió a nuestro encuentro, con el rostro grave y una carpeta en la mano. —Señora Anderson. Su marido está estable por el momento, pero su condición es crítica. Tres de sus arterias coronarias están bloqueadas. Necesitamos realizar una cirugía de corazón de emergencia. Ahora mismo. —Hágalo —ordenó mi madre—. ¿Por qué no lo han llevado a quirófano todavía? El médico vaciló. Miró sus papeles y luego a nosotras con una incomodidad palpable. —Ese es el problema, señora. Hemos intentado procesar el ingreso, pero... los seguros han sido cancelados. Las tarjetas de la familia han sido rechazadas. La vergüenza cayó sobre nosotras como una manta pesada. Mi madre palideció aún más, si es que eso era posible. La ruina de la que hablaba mi padre era real. No teníamos nada. Ni siquiera para salvarle la vida. —Debe haber un error... —balbuceó mi madre. —No hay error. Y el protocolo del hospital es estricto. Sin una garantía de pago de doscientos mil dólares por adelantado, no podemos operar. Lo estabilizaremos, pero no sobrevivirá a la noche sin la cirugía. —¡Es una vida humana! —grité, mi voz resonando en las paredes blancas—. ¡Mi padre se muere! ¿Cómo pueden hablar de dinero? —Lo siento, señorita. Mis manos están atadas. El médico se alejó unos pasos para darnos privacidad, o tal vez para no ver nuestra miseria. Mi madre se derrumbó en el sofá de cuero, llorando desconsoladamente. Yo me quedé de pie, paralizada. Mi mente voló de nuevo a Seth. Él no tenía doscientos mil dólares. Él tenía sus ahorros de toda la vida en una cuenta modesta, suficiente para un apartamento pequeño y comida, no para salvarle la vida a mi padre. Si hubiera corrido hacia él... mi padre hubiera muerto esa noche. La puerta automática de la sala de espera se abrió con un siseo suave. Unos pasos firmes resonaron en el suelo de mármol. Alcé la vista a través de mis lágrimas y lo vi. Julian Leclerc. Llevaba un abrigo largo y elegante sobre su esmoquin, impecable, seco, tranquilo. Parecía un príncipe entrando en una zona de guerra. Su mirada azul recorrió la sala, vio a mi madre destrozada y finalmente se posó en mí. No me miró con amor. Me miró con posesión. Como quien mira una propiedad que está a punto de adquirir a buen precio. Se acercó al médico sin decir una palabra, sacó una tarjeta negra de su billetera y se la extendió. —Cargue la cirugía a mi cuenta personal —dijo Julian con voz calmada—. Y trasladen al señor Anderson a una suite para su recuperación. Quiero al mejor cirujano disponible. El médico tomó la tarjeta como si fuera una reliquia sagrada. —Por supuesto, señor Leclerc. Prepararemos el quirófano de inmediato. Mi madre alzó la cabeza, la esperanza iluminando su rostro demacrado. —Julian... —susurró—. Dios mío, gracias. Julian no le respondió a ella. Se giró hacia mí. Caminó despacio, acortando la distancia hasta que invadió mi espacio personal. Olía a lluvia y a perfume caro, un aroma que me dio náuseas porque no era el aroma a bosque y peligro de Seth. Me tomó la mano. Sus dedos eran suaves, fríos, no me provocaron nada, solo quería alejarme. —Todo está arreglado, Juliette —dijo suavemente. No era un consuelo. Era un contrato. Miré hacia la ventana oscura. Imaginé a Seth esperando bajo el diluvio, mojado hasta los huesos, mirando el reloj una y otra vez. Imaginé el dolor en sus ojos oscuros transformándose en duda, y luego en la certeza de que yo no iba a llegar. Él pensaría que me acobardé. Pensaría que elegí mi cama de seda. Nunca sabría que en este momento, yo estaba parada en un hospital frío, vendiendo mi alma al diablo. Julian apretó mi mano, exigiendo atención. Exigiendo mi respuesta silenciosa. —Salvaste a mi padre —dije, mi voz sonando rota, ajena. —Somos familia, o casi —respondió él, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. La boda será tal como la planearon tus padres. Un evento magnífico. Tu padre estará recuperado para llevarte al altar. Sentí un peso aplastante en el pecho, como si me hubieran enterrado viva. La jaula de oro se cerró con un estruendo metálico que solo yo pude escuchar. Seth me había ofrecido libertad y amor. La vida me obligaba a elegir cadenas y deber. Asentí lentamente, sintiendo cómo Juliette, la mujer que amaba y soñaba en los brazos de su guardaespaldas, moría silenciosamente dentro de mí. —Sí —susurré, sellando mi condena—. Habrá boda. Julian se inclinó y besó mi frente. Sus labios estaban fríos. Cerré los ojos y, en la oscuridad de mis párpados, pedí perdón una última vez al hombre que dejaba atrás bajo la lluvia. «Sálvate tú, Seth. Ódiame si es necesario, pero no sufras por mí, mi amor»






