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7 | Te quiero a tí, Juliette

Juliette

El sonido imaginario del reloj en mi cabeza era ensordecedor, más fuerte que la orquesta que tocaba un vals suave y más fuerte que las risas hipócritas de la alta sociedad.

Me quedé allí, parada en medio del salón de baile, viendo cómo Seth se alejaba con esa arrogancia depredadora, ignorando a Julian, desapareciendo entre la multitud como una sombra letal.

Mi mirada volvió a mi esposo. El hombre que me había prometido seguridad. Fingía hablar con unos hombres pero su mirada siguió discretamente a Seth y ví el rastro de nervios. Su mirada no se fijó en mí.

—Cinco minutos —murmuré para mí misma.

El pánico me arañó la garganta. ¿Debería decirle a Julian? Si le decía que Seth Saint James nos amenazaba, probablemente se echaría a reír y me diría que exageraba. Él necesitaba de su dinero, no lo alejaría tan fácilmente.

Seth no bromeaba. Lo había visto en sus ojos: ese vacío oscuro, esa determinación de acero. Si no subía a esa oficina, la policía entraría por esas puertas.

Miré a mis padres al otro lado del salón. Mi padre parecía frágil, mi madre sonreía con esa máscara de hielo. Si Julian caía, ellos caían con él.

No tenía opción. Nunca la tuve.

Me dí la vuelta y caminé hacia los ascensores, sintiendo que cada paso pesaba una tonelada. Mis piernas temblaban bajo la seda del vestido. Entré en la cabina dorada y pulsé el botón que me llevaría al piso de Seth.

Las puertas se cerraron, aislándome del ruido de la fiesta, dejándome a solas con mi reflejo en el espejo. Me vi pálida, con los ojos muy abiertos. Parecía un animal acorralado.

«No dejes que te vea débil», me ordené. «Seth no volvió por tí, sino para dañarte como tu lo hiciste con él. Resiste»

El ascensor se detuvo con un timbre suave. Caminé hacia la suite y mi mano vaciló antes de tocar la madera. Recordé la última vez que estuve a solas con él, en la biblioteca de mi casa, prometiéndonos amor eterno. Ahora, estaba a punto de entrar en la guarida del lobo para negociar mi supervivencia.

Llamé dos veces.

—Adelante.

Su voz atravesó la puerta, grave y autoritaria.

Empujé la puerta y entré.

Seth estaba junto al ventanal de la inmensa suite, mirando las luces de la ciudad bajo sus pies. Se había quitado el saco del esmoquin y se había aflojado la corbata. Las mangas de su camisa blanca estaban remangadas hasta los codos, revelando esos antebrazos fuertes que yo solía acariciar.

Se giró lentamente. Tenía un vaso de whisky en la mano.

—Cuatro minutos y medio —dijo, consultando su reloj—. Eres puntual. O estás desesperada.

—¿Qué quieres, Seth? —pregunté, quedándome cerca de la puerta, aferrada a mi bolso como si fuera un escudo—. Ya estoy aquí. Deja a Julian en paz.

Seth soltó una risa seca, carente de humor. Caminó hacia el escritorio de cristal que dominaba el centro de la habitación y dejó el vaso sobre él. El sonido del cristal contra el cristal resonó como un disparo.

—Ven aquí, Juliette.

—Estoy bien aquí.

—He dicho que vengas aquí —su tono bajó una octava, volviéndose un comando que vibró en mis huesos. No gritó, pero la amenaza implícita me hizo obedecer.

Caminé hasta quedar frente al escritorio. Él estaba al otro lado, apoyando las manos sobre la superficie, inclinándose hacia mí.

—Preguntas qué quiero. Lo que quiero es que abras los ojos. —Señaló una carpeta de cuero negro que estaba sobre el escritorio—. Léelo.

—¿Qué es esto?

—La verdad que tu "marido perfecto" te ha estado ocultando mientras se gasta mi dinero.

Fruncí el ceño y abrí la carpeta.

Al principio, los números no tenían sentido. Eran columnas, transferencias, fechas. Pero luego, empecé a leer los conceptos.

«Casino Royal. Apuestas deportivas. Préstamos de alto riesgo. Transferencias a cuentas no identificadas»

Pasé las páginas con dedos temblorosos. Las cifras eran astronómicas. Julian no solo había gastado su herencia, había vaciado las cuentas de la empresa, los fondos de reserva, incluso había hipotecado propiedades que yo creía seguras.

—Esto no... esto no puede ser cierto —susurré, sintiendo náuseas.

—Es cierto —dijo Seth, implacable—. Tu marido es un ludópata, Juliette. Un adicto. Lleva tres años sangrando a la compañía. Ha falsificado firmas, incluyendo la de tu padre, para cubrir sus deudas de juego. Eso es fraude federal. Lavado de dinero. Malversación de fondos.

Levanté la vista, horrorizada.

—Si esto sale a la luz...

—Irá a la cárcel por veinte años. Y tus padres perderán hasta la ropa que llevan puesta, porque firmaron como avales sin saberlo.

Cerré la carpeta, sintiendo que la habitación giraba. Todo era mentira. Mi matrimonio, mi seguridad financiera, la supuesta salvación que Julian representaba... todo era humo.

Estábamos más arruinados que hace cinco años.

—¿Por qué tienes tú esto? —pregunté, mi voz rota.

—Porque yo compré la deuda —Seth rodeó el escritorio lentamente, acercándose a mí como un tiburón que huele sangre en el agua—. Julian le debía dinero a gente muy peligrosa. Prestamistas que rompen piernas en lugar de enviar notificaciones. Yo absorbí esos pagarés. Compré los bonos del banco. Compré sus hipotecas.

Se detuvo a un paso de mí. Podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, un contraste brutal con el hielo de sus palabras.

—Básicamente, Juliette... soy dueño de todo. De la empresa. De tu casa. De la libertad de tu marido. Y de la tuya.

Retrocedí hasta chocar con el borde de un sofá de cuero. Me sentí pequeña, estúpida e indefensa.

—¿Cuánto? —pregunté, tratando de sonar fuerte, aunque las lágrimas amenazaban con salir—. ¿Cuánto es la deuda total? Venderé mis joyas, tengo fideicomisos...

Seth soltó una carcajada fuerte, cruel.

—¿Tus joyas? Bonita, ni aunque vendieras cada diamante que llevas puesto cubrirías los intereses de un mes.

—¡Dime la cifra!

Seth dejó de reír. Su rostro se volvió de piedra.

—Cincuenta millones de dólares.

El aire se escapó de mis pulmones. Cincuenta millones. Era una condena a muerte. Jamás podríamos pagar eso. Ni en diez vidas.

—Nosotros no tenemos ese dinero —susurré, derrotada.

—Lo sé —dijo él, con una calma inquietante.

—Entonces, ¿qué quieres? —las lágrimas finalmente se desbordaron, calientes y humillantes—. Si sabes que no podemos pagar, ¿por qué compraste la deuda? ¿Solo para vernos hundirnos? ¿Para enviarlo a la cárcel y reírte?

Seth dió un paso más, acorralándome. Alzó una mano y, con un gesto que me recordó dolorosamente al pasado, atrapó una lágrima que rodaba por mi mejilla con su pulgar. Su tacto era áspero, caliente. Me estremecí.

—Podría enviarlo a la cárcel ahora mismo con una llamada —murmuró, mirando mis labios—. Podría dejar a tus padres en la calle mañana. Tengo el poder para destruir tu mundo con un chasquido de dedos, Juliette.

—Por favor... —supliqué, odiándome por hacerlo, pero dispuesta a todo por salvar a mi familia—. Haremos lo que sea necesario. Trabajaremos... te pagaremos poco a poco… solo dí…

Seth negó con la cabeza lentamente. Sus ojos oscuros se clavaron en los míos, brillando con una mezcla de deseo oscuro y odio puro.

—No quiero tu dinero, Juliette. No me sirve de nada el dinero de un cadáver financiero como tu marido.

Su mano bajó de mi mejilla a mi garganta, su pulgar presionando suavemente sobre mi pulso acelerado. Sentí su respiración mezclarse con la mía.

—Hay otra forma de pagar.

El silencio se hizo espeso, cargado de una tensión peligrosa que hizo que mis rodillas flaquearan.

—¿Qué forma? —pregunté, aunque una parte de mí, la parte que conocía el hambre de Seth, ya intuía la respuesta.

Él se inclinó, rozando su boca con mi oreja, y soltó la bomba que cambiaría mi vida para siempre.

—La deuda es de cincuenta millones. Pero estoy dispuesto a olvidarla. A romper los papeles. A salvar a tu familia y dejar libre a tu marido.

Se apartó para mirarme a los ojos, desafiante, cruel, dueño de la situación.

—La pregunta es, Juliette... ¿cuánto vale tu dignidad? Porque no quiero el dinero. Te quiero a ti.

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