Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
—¿Me extrañaste, Juliette? La pregunta quedó suspendida entre ambos como una amenaza. Su aliento cálido acarició mi boca, provocándome un escalofrío que recorrió mi columna. No fué miedo. O al menos, no era solo miedo. Fué una reacción brutal e inmediata, que mi cuerpo no había sentido en cinco años. Me separé de él como si me quemara. Mis tacones resonaron en el suelo de mármol mientras retrocedía un paso, llevándome una mano al pecho. Mi corazón golpeaba tan fuerte contra mis costillas que temí que él pudiera sentirlo. Seth se enderezó. Ya no se inclinaba hacia mí. Ahora se alzaba en toda su estatura, imponiéndose sobre mí y sobre todo el salón. Me quedé mirándolo, incapaz de articular palabra. Era él. Pero al mismo tiempo, no lo era. El Seth que yo amaba me miraba con una adoración que me hacía sentir la mujer más valiosa del mundo. El hombre frente a mí... era una fortaleza inexpugnable. Su traje negro, de corte italiano impecable, gritaba poder. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás con una precisión severa. Y su rostro... Dios, su rostro. Sus facciones masculinas tan atractivas se habían endurecido, lo hacían ver severo y distante. Pero sus ojos seguían siendo los mismos. El mismo café oscuro que me recordaba a las hojas húmedas de otoño. Me miraba con un desdén tan gélido que me cortó la respiración. —Tú... —susurré, mi voz apenas un hilo—. ¿Cómo...? —¿Sorprendida, señora Leclerc? —su tono era formal, pero la burla en sus ojos era evidente. Pronunció mi apellido de casada como si fuera un insulto sucio—. La vida da muchas vueltas. Algunas personas caen. Otras... ascendemos. Quise preguntarle qué hacía aquí. Quise preguntarle por qué había vuelto, cómo había conseguido entrar en ese círculo exclusivo, por qué me miraba como si quisiera estrangularme y besarme al mismo tiempo. Pero las palabras se atascaron en mi garganta. La gente a nuestro alrededor seguía bebiendo y riendo, ajena a la marea que acababa de sacudir mi mundo para siempre porque, muy en el fondo, tenía la certeza de que nada volvería a ser igual. —¡Ah, aquí estás! La voz de Julian rompió la burbuja de tensión. Mi esposo apareció detrás de mí con dos copas de champán en las manos, sonriendo con esa alegría nerviosa que llevaba toda la noche. —Te estaba buscando, Juliette —dijo, pasándome una copa que casi se me resbala de los dedos—. No vas a creerlo, me acaban de decir que el nuevo socio está por... Julian se detuvo en seco. Su mirada pasó de mí al hombre que tenía enfrente. Vi el momento exacto en que la confusión cruzó su rostro, seguida de una chispa de reconocimiento dudoso y, finalmente, el asombro puro. —¿Señor... Saint James? —preguntó Julian, boquiabierto. Seth desvió su mirada de mí por primera vez y la posó en Julian. Si su mirada hacia mí había sido fría, la que le dirigió a mi esposo fue letal. Era la mirada de un depredador observando a una cucaracha antes de aplastarla. —Leclerc —saludó Seth. No le ofreció la mano, todo lo contrario, las metió dentro de los bolsillos de su pantalón, irradiando una superioridad tan aplastante que Julian pareció encogerse físicamente. —¡Es un honor! —Julian se apresuró a dejar su copa en una mesa cercana para ofrecerle la mano, ignorando el desaire—. No sabía que ya había llegado. Estábamos esperándolo ansiosos. Gracias, de verdad, gracias por la confianza en la empresa. Sentí náuseas. Mi marido estaba adulando al hombre que una vez juró romperle la cara. Al hombre que yo amé en secreto. Y lo peor era que Julian no parecía recordar quién era Seth en realidad. No recordaba al guardaespaldas. Para gente como Julian, el servicio es invisible. Seth miró la mano extendida de Julian con aburrimiento y, tras un silencio humillante que duró tres segundos eternos, la estrechó brevemente. —No me agradezca todavía —dijo Seth, con una suavidad peligrosa—. Los negocios se cierran cuando se firma el papel. Y todavía no he decidido si su empresa vale la pena... o si es mejor dejarla hundirse. La sonrisa de Julian vaciló. —Pero... el acuerdo... —El acuerdo depende de lo que vea esta noche —interrumpió Seth. Volvió a clavar sus ojos en mí. Me recorrió de arriba abajo con una lentitud deliberada, insultante, como si estuviera tasando un objeto en una subasta—. Y de momento, veo muchas cosas que me interesan. Y otras que me desagradan profundamente. Me sentí sucia bajo su escrutinio. Mi piel ardía. Quería cubrirme, quería correr, pero mis pies estaban clavados al suelo. —Por supuesto —balbuceó Julian, desesperado por complacer—. Lo que necesite, señor Saint James. Mi esposa y yo estamos a su entera disposición. Juliette, saluda al señor Saint James como corresponde. La humillación fué completa. Mi propio marido me estaba ofreciendo en bandeja de plata al lobo. Alcé la barbilla, recuperando un fragmento de mi dignidad hecha trizas. —Bienvenido, señor Saint James —dije, inyectando todo el hielo que pude en mi voz para no derrumbarme—. Espero que disfrute la velada. Seth dió un paso hacia mí, invadiendo mi espacio personal nuevamente. Julian, imbécil y servil, retrocedió para darnos espacio, pensando que el magnate solo estaba siendo amable. Pero yo ví la oscuridad en sus iris cafés. Seth se inclinó hacia mí, bajando la voz para que solo yo pudiera escucharlo. Su aroma limpio y masculino me envolvió peligrosamente, mareándome. —No he venido a disfrutar de la velada, Juliette —susurró, y su voz fue una caricia envenenada—. He venido a cobrar deudas. —No te debemos nada que no se pueda pagar con dinero —siseé, temblando. Él sonrió. Fué una sonrisa cruel, carente de cualquier rastro del hombre que me besaba en la biblioteca, me acariciaba y me miraba con adoración. —Te equivocas. Hay cosas que el dinero de tu marido no puede comprar. Pero tú sí. Se apartó de mí bruscamente y miró el reloj de oro blanco que le adornaba la muñeca, una pieza que probablemente costaba más que el coche de Julian. —Tengo una suite privada en el último piso. —¿Y eso a mí qué me importa? —pregunté, intentando mantener la compostura. Seth me miró a los ojos, y el mundo a mi alrededor desapareció. —Te doy cinco minutos para que subas, Juliette. Sola. —Estás loco —murmuré, sintiendo que mi corazón golpeaba con más fuerza de solo pensar en encontrarme con él a solas en una habitación—. No voy a ir a ninguna parte contigo. Seth se encogió de hombros, restándole importancia, pero sus ojos brillaron con malicia pura. Miró a Julian, que esperaba a unos metros como un perro fiel esperando una caricia. —Cinco minutos —repitió Seth—. Si no estás en mi puerta en cinco minutos, bajaré aquí de nuevo. Pero no vendré solo. Vendré con mis abogados y con la policía para exponer el fraude de las cuentas de tu marido frente a toda la prensa. Me quedé helada. —¿Qué? —Tú eliges, bonita —su viejo apodo sonó como una bofetada—. O subes por las buenas a negociar... o Julian sale de esta fiesta esposado. Depende de tí, Juliette.






