Mundo ficciónIniciar sesiónJuliette
Cinco años. Mil ochocientos veinticinco días de invierno. Me miré en el espejo de cuerpo entero. La mujer que me devolvía la mirada era perfecta. Llevaba un vestido de seda esmeralda que se adhería a mi figura como una segunda piel, diamantes en las orejas y el cabello recogido en un peinado impecable. Era la viva imagen del éxito, la envidia de toda la alta sociedad de la ciudad. Pero si mirabas de cerca, si te atrevías a mirar más allá de la capa de maquillaje caro, veías la verdad. Mis ojos estaban muertos. Eran dos ventanas a una casa vacía y abandonada. —¿Estás lista? Llegaremos tarde. La voz de Julian me sacó de mi trance. Mi esposo estaba en la puerta del vestidor, luchando con los botones de sus gemelos. Estaba más delgado que hace cinco años, y su rostro, antes juvenil y despreocupado, ahora tenía el rictus amargo de quien vive bajo presión constante. —Estoy lista —mentí. Nunca estaba lista para salir y fingir que éramos la pareja feliz que las revistas decían. Julian no me miró. Su móvil sonó por cuarta vez en la noche y atendió de mala gana. —Te dije que necesito más tiempo —siseó, su tono mezclando súplica y molestia—. La inyección de capital llega hoy. El nuevo socio firmará el traspaso en la gala. Solo necesito que congeles los intereses una semana más... ¡No me cuelgues! Cortó la llamada y arrojó el teléfono sobre la cama con frustración. Se pasó una mano por el cabello rubio, despeinándose. Me giré hacia él, sintiendo esa vieja familiaridad teñida de indiferencia. —¿Problemas de dinero otra vez, Julian? Él se tensó. Se giró hacia mí con una mirada defensiva. —No empieces, Juliette. Todo está bajo control. —No lo parece —dije suavemente, colocándome un pendiente—. Papá dice que las acciones han caído en picada. Dice que estás apostando con los fondos de reserva... —¡Tu padre es un viejo que no entiende los negocios modernos! —explotó, acercándose a mí. Por un segundo, vi el miedo en sus ojos azules. El miedo de un niño que ha roto un jarrón valioso—. Escúchame, esta noche es crucial. El nuevo inversor... ese tipo es nuestra última carta. Ha comprado la deuda mayoritaria. Tiene mucho poder sobre nosotros. Si no le caemos bien... estamos en la calle. Tú, yo, tus padres. Todos. Sentí una punzada de cansancio infinito. Había vendido mi vida, había renunciado al amor, ¿para qué? Para terminar en el mismo punto de partida cinco años después. Al borde de la ruina y dependiendo del capricho de un niño rico. —¿Quién es él? —pregunté. —Nadie lo sabe. Un magnate que hizo fortuna en el extranjero. Seguridad privada, tecnología, armas... dicen que es un tiburón —Julian me agarró de los hombros, sus dedos clavándose en mi piel sin ternura—. Necesito que seas encantadora esta noche, Juliette. Sonríe. Sé la esposa trofeo perfecta. No me asfixies con tus preguntas ni con tu cara de funeral, ¿entendido? Me solté de su agarre con frialdad. —No te preocupes. Soy experta en fingir. Llevo haciéndolo cinco años. Julian bufó y salió de la habitación. Me quedé sola un momento más. Cerré los ojos y, como cada noche, me permití un segundo de debilidad. Evoqué su rostro. No el de Julian, sino el del hombre que había jurado destruir. Seth. ¿Dónde estaría? ¿Me odiaba? Seguramente sí. Imaginé que habría encontrado a alguien más, una mujer que no tuviera miedo, que no tuviera un precio. Me dolía el pecho de solo pensarlo, pero me lo merecía. Yo lo había matado el día que elegí esta jaula de oro. —Te extraño —susurré al vacío, una confesión que se disolvió en la nada. (***) La gala se celebraba en el salón principal del Hotel Plaza. Candelabros de cristal, música de orquesta, risas falsas y el tintineo de copas de champán. Era el mismo escenario de siempre, las mismas personas vacías con diferentes vestidos. Caminé del brazo de Julian, sonriendo hasta que me dolieron las mejillas. Saludamos a socios, a rivales, a prensa. Todos murmuraban lo mismo. Sobre el misterioso inversor. La expectativa era eléctrica. Se decía que era joven, despiadado y obscenamente rico. Pero yo me sentía extraña. Desde que entramos al salón, sentí un hormigueo en la nuca. Esa sensación primitiva de estar siendo observada. De ser una presa en campo abierto. Miré a mi alrededor disimuladamente, buscando entre la multitud, pero solo ví rostros conocidos. —Voy a buscar bebidas, quédate aquí y sé visible —me ordenó Julian, dejándome sola cerca de una columna de mármol. Suspiré, aliviada de perderlo de vista. La atmósfera me asfixiaba. Necesitaba aire, o al menos, esconderme en el baño cinco minutos para recomponer mi máscara. Me dí la vuelta para dirigirme hacia la salida lateral, con la vista baja, ajustándome el bolso de mano. Iba distraída, con la mente en otra parte, deseando estar en cualquier lugar menos allí. No ví a la persona que venía en dirección contraria hasta que fué demasiado tarde. Choqué contra un muro. No era una pared. Era un pecho. Duro, sólido como el granito, cubierto por una tela que gritaba dinero. El impacto me hizo perder el equilibrio. Mis tacones resbalaron en el suelo pulido y esperé el golpe de la caída. Pero nunca llegó. Unas manos grandes, fuertes y autoritarias me agarraron de la cintura con una velocidad sobrenatural, deteniendo mi descenso y pegándome contra un cuerpo firme. El contacto fue eléctrico. El aroma me golpeó antes que la vista. Una mezcla sofisticada de colonia cara, tabaco fino y... bosque nocturno. Ese fondo amaderado y almizclado que mi memoria había guardado bajo siete llaves. El corazón se me detuvo en el pecho. Dejó de latir. Conocía esas manos. Conocía la forma en que sus dedos se cerraban sobre mi cadera, con esa posesividad absoluta que no pedía permiso. Lentamente, con el miedo y la esperanza luchando en mi pecho, levanté la mirada. Recorrí el traje negro hecho a medida, impecable, que se ajustaba a un cuerpo que se había vuelto más ancho, más poderoso. Subí por la camisa blanca inmaculada, por el cuello fuerte, por la mandíbula cuadrada que ya no tenía barba de un día, sino que estaba perfectamente afeitada, resaltando una cicatriz pequeña que no recordaba. Y llegué a los ojos. Dos pozos oscuros. Vacíos. El aire abandonó mis pulmones en un jadeo doloroso. No era el guardaespaldas con la ropa desgastada. Era un rey. Un depredador en la cima de la cadena alimenticia, irradiando un poder que hacía que Julian y todos los hombres de este salón parecieran niños. Pero la mirada era la misma. Hambre. Furia. Y una promesa de destrucción. Él no sonrió. Simplemente me sostuvo allí, atrapada en su gravedad, disfrutando de mi shock, de mi palidez, de la forma en que mi mundo acababa de colapsar en un segundo. Acercó su rostro al mío, invadiendo mi espacio, adueñándose del aire que respiraba. Su voz, más grave, más ronca y cargada de una oscuridad exquisita, rozó mi rostro. —¿Me extrañaste, Juliette?






