La mujer del espejo

No reconocí a la mujer del espejo.

Llevaba tres horas en aquel salón de belleza que ocupaba un piso entero de un edificio en la zona más exclusiva de la ciudad, rodeada de estilistas que hablaban en susurros reverentes y me trataban como si fuera alguien importante. El equipo completo había llegado al amanecer al penthouse con maletas de maquillaje, percheros de ropa y esa eficiencia silenciosa que solo el dinero puede comprar.

Ahora, frente al espejo de cuerpo entero, veía el resultado.

El cabello que Rodrigo siempre había criticado por ser demasiado común caía ahora en ondas brillantes hasta mis hombros, con reflejos castaños que capturaban la luz como seda líquida. El maquillaje resaltaba unos pómulos que no sabía que tenía y unos ojos que parecían más grandes, más intensos, más peligrosos. El vestido negro se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel, elegante y sofisticado, el tipo de vestido que nunca me habría atrevido a usar porque Rodrigo decía que era demasiado para alguien como yo.

Demasiado. Esa palabra que había usado para mantenerme pequeña durante diez años.

—El collar —indicó la estilista principal, y otra mujer se acercó con un estuche de terciopelo negro.

Dentro había un collar de diamantes que brillaba como estrellas atrapadas en platino. Me lo colocaron con cuidado, y el peso frío contra mi piel se sintió como una armadura, como una declaración de guerra.

—Perfecta —dijo una voz desde la puerta.

Sebastián estaba apoyado contra el marco, observándome con una expresión que no pude descifrar. Llevaba un traje gris oscuro que parecía hecho para él por algún dios de la moda italiana, y cuando nuestros ojos se encontraron en el reflejo del espejo, algo eléctrico cruzó el aire entre nosotros.

—El coche está listo —anunció, sin apartar la mirada—. Es hora de que la ciudad conozca a la señora Duarte.

La señora Duarte. Todavía no me acostumbraba al nombre, pero cuando me miré una última vez en el espejo, entendí algo fundamental: la mujer que había sido, la esposa invisible de Rodrigo Mendoza, ya no existía. La habían enterrado bajo la lluvia de hace dos noches, junto con su miedo y su sumisión.

Esta mujer del espejo era alguien nuevo, alguien que yo misma estaba inventando con cada decisión, con cada paso hacia adelante. Y esta mujer no iba a permitir que nadie volviera a hacerla sentir pequeña.

El restaurante era el tipo de lugar donde la lista de espera duraba meses y donde una cena costaba más que mi antiguo salario semanal.

Sebastián había reservado la mejor mesa, la que estaba en el centro del salón principal, visible desde todos los ángulos, perfecta para ser vista. No era una coincidencia, por supuesto; nada con él era coincidencia. Esta cena era una declaración pública, el primer movimiento en un tablero de ajedrez que apenas comenzaba a entender.

Caminé junto a él con la espalda recta y la barbilla alta, sintiendo las miradas que nos seguían como un peso físico. Susurros, teléfonos que se levantaban discretamente, sonrisas nerviosas de quienes reconocían a Sebastián y se preguntaban quién era la mujer de su brazo.

Nos sentamos, y un sommelier apareció de inmediato con una botella de champán que probablemente costaba más que mi maleta abandonada. Sebastián pidió por los dos sin consultarme, pero cuando arqueé una ceja, él sonrió con esa sonrisa de depredador que empezaba a reconocer.

—Confía en mí —dijo—. Esta noche es un espectáculo, y cada detalle cuenta.

Iba a responder cuando una voz familiar cortó el aire como un cuchillo oxidado.

—¿Valentina?

Me giré, y ahí estaba Mónica.

Llevaba un vestido rojo que probablemente había pagado Rodrigo, y del brazo traía a un hombre mayor que no reconocí, algún socio de negocios o quizás su siguiente objetivo. Su expresión pasó de la sorpresa al desconcierto y finalmente a algo que se parecía mucho al miedo cuando sus ojos registraron mi transformación, el collar de diamantes, y sobre todo al hombre sentado frente a mí.

—Mónica —dije, y mi voz sonó tranquila, casi amable, como si encontrarse con la mujer que me había traicionado fuera un inconveniente menor—. Qué sorpresa.

Ella abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir. Por primera vez desde que la conocía, Mónica no sabía qué decir.

—Tú... pero... ¿qué haces aquí? —logró articular, mirando a Sebastián como si fuera una aparición—. ¿Con él?

—Cenando con mi prometido —respondí, dejando que la palabra cayera como una bomba—. ¿Conoces a Sebastián Duarte?

El color abandonó el rostro de Mónica. Claro que conocía el nombre, todo el mundo en los círculos empresariales conocía el nombre, y ella sabía perfectamente lo que significaba que yo estuviera con el enemigo más poderoso de la familia Mendoza.

—Eso es... eso es imposible —balbuceó—. Hace dos días estabas...

—¿Bajo la lluvia? —completé, permitiéndome una sonrisa—. ¿Sin nada? Sí, lo recuerdo perfectamente. También recuerdo quién me puso ahí.

Sebastián observaba el intercambio con la expresión satisfecha de quien disfruta un espectáculo que él mismo ha orquestado. Se levantó con elegancia y extendió una mano hacia Mónica que ella no tuvo más remedio que aceptar.

—Un placer conocerla —dijo, con una cortesía que destilaba veneno—. Valentina me ha hablado mucho de usted.

Mónica recuperó algo de compostura, esa máscara social que tan bien sabía usar, pero sus ojos seguían delatando pánico.

—Valentina, cariño —dijo, intentando recuperar el tono condescendiente de siempre—, no sé qué te habrá contado este hombre, pero deberías tener cuidado. La familia Mendoza no va a tomarse bien que estés fraternizando con el enemigo.

—¿La familia Mendoza? —repetí, y algo oscuro y satisfactorio despertó en mi pecho—. ¿Te refieres a la familia que me echó a la calle sin un peso? ¿A Rodrigo, que me reemplazó contigo antes de que las sábanas se enfriaran? ¿A doña Carmen, que me llamó don nadie?

Di un paso hacia ella, y Mónica retrocedió instintivamente, chocando contra una silla vacía.

—Escúchame bien, porque solo lo diré una vez —continué, bajando la voz hasta convertirla en un susurro que solo ella podía oír—. Ya no soy la Valentina que conocías, esa mujer murió hace dos noches bajo la lluvia. La mujer que tienes delante no le tiene miedo a nada, y menos a una traidora que se acuesta con los maridos de sus amigas.

—Yo no... él me buscó a mí... —intentó defenderse Mónica, pero su voz se quebró.

—No me importa quién buscó a quién —la interrumpí—. Lo que me importa es que disfrutes estos últimos días de comodidad, porque cuando termine con la familia Mendoza, no va a quedar nada. Ni la empresa, ni el dinero, ni el apellido que tanto te impresionó. Y tú, Mónica, vas a quedarte exactamente donde me dejaste a mí: sola, sin nada, preguntándote cómo llegaste ahí.

Le sostuve la mirada hasta que ella apartó los ojos, hasta que vi el miedo real asentarse en su expresión, y entonces regresé a mi asiento junto a Sebastián como si nada hubiera pasado.

Mónica se alejó casi corriendo, arrastrando a su acompañante confundido, y desapareció entre las mesas sin mirar atrás.

—Impresionante —comentó Sebastián, levantando su copa de champán en un brindis silencioso—. Empiezo a pensar que te subestimé.

—Todo el mundo me subestimó —respondí, tomando mi propia copa—. Ese fue su error.

Nuestras copas se encontraron con un tintineo cristalino, y cuando bebí el champán, supe que algo había cambiado irrevocablemente. La primera victoria sabía a burbujas y a venganza, y quería más.

—¿Qué sigue? —pregunté.

—Mañana firmamos el contrato matrimonial —dijo Sebastián, y sus ojos brillaron con algo que no pude identificar—. Y pasado mañana, nos casamos frente a toda la ciudad.

—¿Tan rápido?

—El tiempo es un arma, Valentina. Y nosotros vamos a usarla antes de que los Mendoza puedan reaccionar.

Asentí, sintiendo la adrenalina correr por mis venas como fuego líquido. Pero antes de que pudiera responder, el teléfono de Sebastián vibró sobre la mesa. Él lo miró, y su expresión se endureció de una manera que no había visto antes.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Rodrigo Mendoza acaba de enterarse de nuestra cena —dijo, guardando el teléfono—. Y viene hacia aquí.

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