Mundo ficciónIniciar sesiónLa oficina de Sebastián ocupaba el último piso de la torre Duarte, un espacio de cristal y acero que dominaba la ciudad como un trono sobre su reino.
Llegué a las diez en punto, vestida con un traje sastre gris que el equipo de estilistas había dejado en mi habitación con una nota que simplemente decía: "Para impresionar". Los guardias de seguridad me escoltaron hasta un ascensor privado, y cuando las puertas se abrieron directamente en su oficina, encontré a Sebastián de pie frente a los ventanales, observando la ciudad con una expresión pensativa que se evaporó en cuanto me vio.
—Puntual —comentó—. Me gusta.
—No tengo el lujo de llegar tarde —respondí, caminando hacia el escritorio donde un documento grueso esperaba junto a dos plumas de aspecto carísimo—. ¿Este es el contrato?
—Cuarenta y tres páginas. Mi equipo legal trabajó toda la noche.
Me senté frente al escritorio y comencé a leer, sintiendo su mirada sobre mí mientras pasaba cada página. El contrato era exhaustivo: detalles sobre la convivencia, las apariciones públicas, las cláusulas de confidencialidad, el dinero que recibiría mensualmente, las propiedades a las que tendría acceso.
Y entonces llegué a la cláusula 27.
—"En caso de que cualquiera de las partes desarrolle sentimientos románticos genuinos, el contrato quedará inmediatamente anulado" —leí en voz alta, levantando la vista—. ¿Qué significa esto?
Sebastián se acercó al escritorio y se sentó frente a mí, con las manos cruzadas sobre la superficie pulida.
—Significa exactamente lo que dice. Este es un acuerdo de negocios, Valentina. El momento en que deje de serlo, termina.
—¿Y cómo se determina eso? ¿Hay algún detector de sentimientos que no vi en el edificio?
Algo brilló en sus ojos, quizás diversión, quizás advertencia.
—Es una cláusula de protección mutua. He visto demasiados acuerdos como este terminar en desastre porque alguien confundió la conveniencia con el amor.
—Hablas como si tuvieras experiencia.
El silencio que siguió duró un segundo más de lo cómodo, y vi algo cerrarse detrás de sus ojos, una puerta que se clausuraba antes de que pudiera asomarme.
—Tengo experiencia en muchas cosas —dijo finalmente—. Por eso sé que el amor es una debilidad que no podemos permitirnos. No ahora.
Quise preguntar más, quise entender qué había pasado para que un hombre así construyera muros tan altos, pero algo me dijo que no era el momento.
Seguí leyendo.
La cláusula 31 me hizo detenerme de nuevo.
—"Ambas partes dormirán en la misma habitación durante eventos públicos y visitas familiares para mantener la apariencia del matrimonio" —leí—. ¿Cuántas visitas familiares planeas exactamente?
—Las necesarias para convencer a la junta directiva de que el matrimonio es real. Mi tío Alejandro sospecha de todo, y tiene suficiente poder para bloquear la transferencia de acciones si cree que esto es un fraude.
—¿Tu tío?
—El hermano menor de mi padre. Lleva veinte años esperando que yo fracase para quedarse con la empresa. —Sebastián se levantó y caminó hacia los ventanales, dándome la espalda—. Cuando mi padre murió, Alejandro intentó declararme incompetente para heredar. Tenía quince años y estaba destrozado, fue fácil para él convencer a la mitad de la junta de que un adolescente no podía dirigir un imperio.
—¿Qué pasó?
—Mi abuelo intervino. Modificó su testamento para protegerme, pero añadió condiciones que Alejandro pudiera aceptar: debía casarme antes de los 35 para demostrar estabilidad, tener un heredero antes de los 40, y mantener la empresa rentable durante cinco años consecutivos.
Me levanté y caminé hacia él, deteniéndome a su lado frente a los ventanales. La ciudad se extendía bajo nosotros, millones de vidas diminutas ajenas a los juegos de poder que se libraban en las alturas.
—¿Por qué me cuentas esto? —pregunté.
—Porque si vamos a hacer esto juntos, necesitas saber contra qué estamos luchando. —Se giró para mirarme, y la cercanía fue repentinamente abrumadora, su colonia llenando el aire entre nosotros—. Los Mendoza son un enemigo. Mi tío es otro. Y hay personas dentro de mi propia empresa que preferirían verme muerto antes que exitoso.
—Suena a que tu vida es un campo de batalla.
—Lo es. Y ahora es el tuyo también.
Nos miramos durante un momento largo, y algo cambió en el aire, algo que se espesó y calentó de una manera que no debería ocurrir entre dos personas con un contrato de negocios sobre la mesa.
—¿Hay algo más que deba saber antes de firmar? —pregunté, rompiendo el hechizo.
Sebastián dudó, y vi la lucha en sus ojos, la batalla entre lo que quería decir y lo que se obligaba a callar.
—Hay algo —dijo finalmente—. Pero no puedo contártelo todavía. Solo puedo prometerte que cuando lo haga, entenderás por qué esperé.
—Eso no me tranquiliza.
—No pretendía tranquilizarte. Pretendía ser honesto.
Volví al escritorio y miré el contrato, cuarenta y tres páginas que cambiarían mi vida para siempre. Pensé en Rodrigo, en doña Carmen, en Mónica. Pensé en la mujer que había sido y en la que quería convertirme.
Tomé la pluma y firmé.
Sebastián firmó después de mí, y cuando nuestras miradas se encontraron sobre el documento sellado, algo definitivo se asentó entre nosotros, un pacto más profundo que cualquier papel legal.
—Bienvenida a la familia Duarte —dijo, con una sonrisa que no llegó del todo a sus ojos—. Mañana nos casamos.
Iba a responder cuando la puerta de la oficina se abrió de golpe.
Un hombre entró sin ser anunciado, un hombre de unos cincuenta años con el cabello canoso y una expresión de desprecio tan intensa que casi podía tocarse. Llevaba un traje que rivalizaba con el de Sebastián, y detrás de él venían dos guardias de seguridad que parecían tan sorprendidos como yo.
—Sebastián —dijo el hombre, ignorándome por completo—. Me llegó un rumor muy interesante sobre una boda. Espero que sea mentira.
Sebastián se tensó a mi lado, y por primera vez desde que lo conocía, vi algo parecido al odio puro cruzar su expresión.
—Tío Alejandro —dijo, con una voz que podría cortar diamantes—. Qué desagradable sorpresa.
Los ojos de Alejandro finalmente se posaron en mí, recorriéndome de arriba abajo con un desprecio que me recordó dolorosamente a doña Carmen.
—¿Y esta quién es? ¿Tu última distracción?
—Esta —respondí, antes de que Sebastián pudiera hablar— es tu futura sobrina política. Y te sugiero que empieces a tratarla con más respeto.
El silencio que siguió fue denso como plomo, y vi algo nuevo brillar en los ojos de Alejandro: no sorpresa ni rabia, sino cálculo. El tipo de cálculo que hacen los depredadores antes de atacar.
—Interesante —murmuró, con una sonrisa que no contenía nada de humor—. Muy interesante. Parece que esta boda va a ser más entretenida de lo que pensaba.
Se dio vuelta y salió sin despedirse, y cuando la puerta se cerró, Sebastián soltó un suspiro que parecía cargar años de tensión.
—Ahora lo sabes —dijo—. Este es el enemigo interno.
—Parece encantador.
—Es peligroso. Y ahora que te ha visto, va a investigar todo sobre ti. —Se acercó a mí, tan cerca que podía ver las motas doradas en sus ojos oscuros—. ¿Hay algo en tu pasado que pueda usar en tu contra?
Pensé en diez años de matrimonio gris, en secretos que había guardado por vergüenza, en cosas que ni siquiera Rodrigo sabía.
—Todos tenemos secretos —respondí.
—Entonces será mejor que me cuentes los tuyos antes de que él los encuentre.
Me miró esperando una respuesta, y yo me pregunté cuánta verdad estaba dispuesta a compartir con un hombre que todavía era prácticamente un desconocido.
Un hombre con el que me casaría mañana.
Un hombre que tenía sus propios secretos, secretos que todavía no estaba dispuesto a revelar.
Y en algún lugar de la ciudad, dos enemigos distintos planeaban nuestra destrucción.







