El contrato del diablo

El interior del coche olía a cuero italiano y a algo más, algo indefinible que solo podía describirse como poder.

Me había subido sin pensar, sin preguntar, quizás porque ya no tenía nada que perder, o quizás porque él no me había dado opción. Simplemente había recogido mi maleta del charco, me había abierto la puerta trasera y había esperado a que entrara con la paciencia de quien está acostumbrado a que el mundo obedezca.

—Bebe —ordenó, extendiéndome un vaso de whisky que apareció de algún compartimento oculto.

Lo rechacé con un gesto de la mano, porque necesitaba mantener la cabeza clara, porque algo me decía que iba a necesitar toda mi lucidez para lo que venía.

—¿Quién eres? —pregunté.

—Sebastián Duarte —respondió, y el nombre me golpeó con la fuerza de un recuerdo que no sabía que tenía.

Duarte Holdings, la empresa que había intentado comprar el Grupo Mendoza tres veces en los últimos cinco años. El hombre que doña Carmen mencionaba como si fuera el demonio encarnado, cuyo nombre provocaba silencios incómodos en las cenas familiares. El competidor más feroz de mi exmarido, el único que se había atrevido a desafiarlo públicamente.

—Sé quién eres —dije, sorprendiéndome de que mi voz sonara más firme de lo que me sentía—. Lo que no sé es qué quieres conmigo.

—Directa —comentó él, y una sombra de sonrisa cruzó sus labios—. Me gusta.

Se recostó en el asiento con la elegancia natural de quien ha nacido entre privilegios, y el traje se ajustó a sus hombros anchos como una armadura hecha a medida. El reloj en su muñeca brilló bajo las luces de la ciudad, y yo sabía lo suficiente de contabilidad para reconocer que esa pieza costaba más que todo lo que había ganado en una década de trabajo.

—Odias a la familia Mendoza —afirmó.

—Acabo de descubrirlo hace una hora —respondí.

—Yo los odio desde hace veinte años —dijo él, y sus ojos se oscurecieron con algo que iba más allá del rencor—. Destruyeron a mi padre, lo dejaron en la ruina con una operación financiera que le quitó todo. Se suicidó cuando yo tenía quince años.

El aire en el coche se volvió espeso, cargado de un dolor antiguo que reconocí porque empezaba a entender cómo se sentía perderlo todo.

—Lo siento —dije, y lo decía en serio.

—No quiero tu compasión —replicó, con un tono que no admitía lástima—. Quiero tu ayuda.

—¿Mi ayuda? —repetí, casi riendo de lo absurdo que sonaba—. Acabas de verme, no tengo nada.

—Tienes algo que nadie más tiene —dijo, inclinándose hacia mí con una intensidad que me hizo contener el aliento—. Diez años de secretos de la familia Mendoza.

El coche se detuvo frente a un edificio que parecía tocar las nubes, una torre de cristal y acero que dominaba el horizonte como una declaración de intenciones.

Un portero uniformado abrió la puerta antes de que el coche terminara de frenar, otro sostuvo un paraguas sobre mi cabeza como si fuera alguien importante, y un tercero recogió mi maleta miserable con la misma reverencia que habría mostrado ante un equipaje de diseñador.

Sebastián caminó hacia el ascensor privado sin mirar atrás, y yo lo seguí porque no tenía otro lugar adónde ir, porque la alternativa era volver a la lluvia y al banco del parque y a la nada que me esperaba afuera.

El penthouse ocupaba todo el último piso, un espacio absurdamente grande con ventanales de suelo a techo que enmarcaban la ciudad entera, muebles que parecían sacados de una revista de arquitectura y una vista que probablemente costaba más que el edificio donde había vivido los últimos diez años.

—Siéntate —ordenó, señalando un sofá blanco que parecía demasiado perfecto para ser usado.

—Voy a arruinar tu sofá —dije, mirándome la ropa empapada.

—Tengo veinte más —respondió, sin rastro de ironía.

Me senté porque las piernas ya no me sostenían, porque el agotamiento empezaba a pesar más que el orgullo.

Él se sirvió otro whisky de una licorera de cristal y se quedó de pie frente a los ventanales, recortado contra las luces de la ciudad como un general antes de la batalla.

—Voy a destruir a la familia Mendoza —anunció, con la calma de quien describe un plan de negocios—. Todo lo que construyeron, todo lo que robaron, todo lo que les permitió vivir como reyes mientras otros se hundían. Y tú vas a ayudarme.

—¿Por qué lo haría? —pregunté.

—Porque ellos te destruyeron primero —respondió, girándose para mirarme—. Y porque te voy a dar los medios para vengarte.

—No tengo nada que ofrecer.

—Tienes información. Contraseñas, accesos, cuentas que manejaste durante diez años, proveedores, clientes, contactos. Conoces sus debilidades, sus mentiras, sus secretos mejor que nadie.

—Eso es ilegal —dije, aunque la palabra sonó hueca incluso para mí.

—¿Y lo que te hicieron a ti es legal? —replicó, con una dureza que cortaba—. ¿Echarte sin un peso después de una década de trabajo? ¿Quitarte todo lo que construiste mientras te llamaban don nadie?

Tenía razón, y odiaba que tuviera razón, odiaba que sus palabras encendieran algo dentro de mí que se parecía peligrosamente a la esperanza.

—¿Qué gano yo? —pregunté.

—Departamento propio en este edificio, cuenta bancaria con un millón de dólares, un trabajo de verdad en mi empresa con un salario real que habrás ganado tú misma. Y cuando esto termine, serás libre de hacer lo que quieras con tu vida.

Un millón de dólares. Más dinero del que Rodrigo me había dado en diez años de matrimonio, más libertad de la que había conocido jamás.

—¿Cuál es el truco? —pregunté, porque siempre hay un truco, porque nadie ofrece tanto sin esperar algo a cambio.

—Tienes que casarte conmigo.

El silencio que siguió fue tan denso que podía sentirlo presionando contra mis oídos.

—¿Qué? —logré decir.

—Un matrimonio falso, seis meses, nada más —explicó, con la misma naturalidad con la que habría descrito una fusión empresarial—. Para heredar el control total de mi empresa necesito estar casado antes de cumplir 35, es una cláusula absurda del testamento de mi abuelo. Y tú necesitas una nueva identidad, una que los Mendoza no puedan tocar.

—¿Por qué yo? —pregunté—. Podrías tener a cualquier mujer.

—Porque cualquier mujer querría amor, promesas, un futuro —respondió, y algo en su voz se endureció—. Tú quieres venganza. Es más simple.

Me levanté del sofá y caminé hacia los ventanales, necesitando distancia para pensar, para procesar lo que acababa de escuchar.

La ciudad brillaba abajo como un mar de luces, ajena a mi crisis, indiferente a las decisiones imposibles que se tomaban en sus rascacielos. En algún lugar de esas luces, Rodrigo dormía con Mónica en nuestra cama, doña Carmen planeaba su próximo movimiento empresarial, y yo estaba aquí, empapada y rota, considerando casarme con un desconocido para destruirlos.

"Ya no eres joven, ya no eres bonita, ya no sirves."

Las palabras de Rodrigo resonaban en mi cabeza con la insistencia de un eco que no se apaga.

"Eres una don nadie."

La voz de doña Carmen, destilando desprecio.

"No te lo tomes personal."

Mónica, mi mejor amiga, riéndose de mí mientras se envolvía en mi bata.

¿Quién era yo sin ellos? Nadie, eso habían dicho. Pero nadie no tiene nada que perder, y nadie puede convertirse en cualquiera.

Me di vuelta para enfrentar a Sebastián, que me observaba con esos ojos de carbón, esperando mi respuesta con la paciencia de un depredador que sabe que su presa no tiene escapatoria.

—Tengo condiciones —dije, y mi voz sonó más firme de lo que esperaba.

Él arqueó una ceja, y por primera vez vi algo parecido al interés genuino en su expresión.

—Habla.

—No me tocarás sin mi permiso, no controlarás cómo me visto ni cómo hablo ni qué hago con mi tiempo libre. Y cuando destruyamos a los Mendoza, yo tendré el derecho de decidir qué pasa con Rodrigo.

—¿Y qué planeas hacer con él? —preguntó, con una curiosidad que parecía genuina.

—Todavía no lo sé —admití—. Pero cuando lo decida, será mi decisión, no tuya.

Algo brilló en sus ojos, algo que podría haber sido respeto o diversión o quizás ambas cosas, y extendió la mano hacia mí.

—Aceptado.

La tomé, y su agarre fue firme, cálido, peligroso, el tipo de apretón que sella pactos que cambian destinos.

—Entonces tenemos un trato, señora Duarte.

Señora Duarte. El nombre me atravesó como una descarga eléctrica, reemplazando en un instante todo lo que había sido hasta esa noche.

Hace una hora era la esposa desechada de Rodrigo Mendoza, una mujer sin valor, sin futuro, sin identidad. Ahora era la prometida del hombre más poderoso de la ciudad, y aunque no sabía exactamente quién era, por primera vez en mi vida iba a ser yo quien lo decidiera.

* * *

Me asignó una habitación en el penthouse, un espacio con una cama más grande que mi antiguo dormitorio y un baño con bañera de mármol y productos cuyos nombres no sabía pronunciar.

Me duché con agua caliente hasta que el frío abandonó mis huesos, hasta que el temblor de mis manos se calmó y pude pensar con algo parecido a la claridad.

Cuando salí, había ropa nueva sobre la cama: un pijama de seda del color exacto que me favorecía, en mi talla exacta. Me lo puse preguntándome cómo lo sabía, preguntándome qué más sabría de mí este hombre que acababa de ofrecerme el mundo.

Un golpe en la puerta interrumpió mis pensamientos.

—Adelante.

Sebastián entró sin la chaqueta, con las mangas de la camisa arremangadas y el cuello desabrochado, y me descubrí notando cómo la tela se ajustaba a su pecho, cómo sus antebrazos mostraban músculos que no esperaba bajo los trajes perfectos.

—El contrato estará listo mañana —anunció—. Nos casamos en tres días.

—¿Tres días? —repetí.

—El tiempo suficiente para que toda la ciudad lo sepa, especialmente los Mendoza.

Imaginé la cara de doña Carmen cuando se enterara, la mandíbula desencajada de Rodrigo, la expresión de incredulidad de Mónica al descubrir que la mujer que habían desechado estaba ahora con alguien infinitamente más poderoso que cualquiera de ellos. Por primera vez en horas, sonreí, y fue una sonrisa que no conocía, una sonrisa que prometía cosas que nunca me había atrevido a desear.

Sebastián se acercó, demasiado cerca, invadiendo mi espacio con esa presencia que parecía llenar cualquier habitación.

—Hay algo que no te dije —murmuró.

—¿Qué?

—Los Mendoza no se rendirán fácilmente. Van a investigarte, van a buscar debilidades, van a intentar encontrar cualquier grieta que puedan explotar. Y cuando descubran que estás conmigo, van a intentar destruirte.

—Ya me destruyeron una vez —respondí.

—Esta vez será peor.

Sus ojos bajaron a mis labios durante apenas un segundo, pero lo noté, y algo se encendió en mi estómago que no tenía nada que ver con el miedo.

—¿Estás lista para eso? —preguntó, con una voz que había bajado un tono.

Mi corazón latía demasiado rápido, y una parte de mí sabía que esto era peligroso, que estaba sintiendo cosas que no debería sentir por un hombre que acababa de conocer, un hombre que solo me veía como una herramienta para su venganza.

—Estoy lista —dije.

Él sonrió con esa sonrisa de depredador que empezaba a reconocer, esa sonrisa que prometía caos y destrucción y algo más que no me atrevía a nombrar.

—Bien. Porque mañana empieza tu transformación.

Salió sin decir más, dejándome sola con el corazón acelerado y demasiadas preguntas sin respuesta.

¿En qué me estaba convirtiendo? ¿Y quién era realmente Sebastián Duarte?

Algo me decía que los secretos que escondía eran más oscuros que los de los Mendoza, y yo acababa de firmar un contrato para descubrirlos.

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