El fantasma del pasado

Rodrigo entró al restaurante como si fuera el dueño del lugar, con esa arrogancia que yo había confundido durante años con confianza.

Llevaba el mismo tipo de traje caro que siempre usaba, el cabello perfectamente peinado, la mandíbula tensa de furia apenas contenida. A su lado venía un hombre que reconocí como su abogado personal, ese tipo de sombra legal que las familias ricas mantienen cerca para limpiar sus desastres.

El restaurante entero pareció contener el aliento cuando él se acercó a nuestra mesa, y pude sentir los teléfonos levantándose, las conversaciones deteniéndose, todos los ojos fijos en lo que prometía ser un espectáculo memorable.

—Valentina —dijo Rodrigo, deteniéndose frente a nuestra mesa con los puños apretados—. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

Me tomé un momento antes de responder, dejando que el silencio se estirara, dejando que él sintiera por primera vez lo que era esperar mi atención en lugar de exigirla.

—Cenando —respondí finalmente, con una calma que me sorprendió incluso a mí—. Es lo que la gente hace en los restaurantes, Rodrigo. Creí que lo sabías.

Su rostro se enrojeció de ira, y vi en sus ojos algo que nunca había visto dirigido hacia mí: miedo. Miedo real, el tipo de miedo que siente un hombre cuando se da cuenta de que ha perdido el control de algo que creía poseer.

—¿Con él? —escupió, señalando a Sebastián con un gesto despectivo—. ¿Sabes quién es este hombre? ¿Sabes lo que ha intentado hacerle a mi familia?

Sebastián se reclinó en su silla con la tranquilidad de un rey observando a un bufón, y cuando habló, su voz cortó el aire como acero templado.

—Lo que he intentado hacerle a tu familia, Mendoza, es justicia —dijo—. Algo que ustedes no entienden.

—¡Tú destruiste a mi padre! —explotó Rodrigo, perdiendo finalmente esa compostura que tanto cultivaba.

—Tu padre se destruyó solo. Yo simplemente estaba ahí para verlo caer.

Rodrigo dio un paso hacia Sebastián, pero antes de que pudiera hacer algo estúpido, me puse de pie. El movimiento atrajo su atención, y por primera vez desde que había entrado, realmente me miró.

Vi el momento exacto en que registró los cambios: el vestido, el collar, la postura, la expresión en mi rostro que ya no pedía permiso para existir. Vi la confusión, luego la incredulidad, y finalmente algo que se parecía dolorosamente al arrepentimiento.

—Valentina —dijo, y su voz se suavizó de una manera que habría funcionado conmigo hace una semana—, esto es una locura. No sabes con quién te estás metiendo. Vuelve a casa, podemos hablar, podemos arreglar esto.

—¿Volver a casa? —repetí, saboreando cada palabra—. ¿A qué casa, Rodrigo? ¿A la casa de tu madre, de la que me echaste como a un perro? ¿Al trabajo que me quitaste? ¿A la vida que destruiste?

—Estaba enojado, no pensé claramente, Mónica no significa nada...

—Para —lo interrumpí, levantando una mano—. Hace tres días me dijiste que ya no era joven, que ya no era bonita, que ya no servía. Hace tres días firmé un divorcio mientras tu amante se reía de mí envuelta en mi bata. Hace tres días tu madre me llamó don nadie.

Di un paso hacia él, y esta vez fue él quien retrocedió.

—Pues resulta que esta don nadie encontró a alguien que ve su valor. Esta don nadie va a casarse con el hombre más poderoso de la ciudad. Y esta don nadie va a disfrutar cada segundo de lo que viene.

El silencio en el restaurante era absoluto. Podía escuchar el zumbido de los teléfonos grabando, los susurros contenidos, el latido de mi propio corazón resonando victorioso en mis oídos.

Rodrigo me miró como si me viera por primera vez, y en sus ojos había algo nuevo, algo que no era arrepentimiento ni miedo: era deseo. El deseo del hombre que solo quiere lo que no puede tener.

—Esto no ha terminado —dijo, retrocediendo hacia la salida—. Mi madre va a destruirte, y cuando lo haga, vas a venir arrastrándote de vuelta.

—Esperaré sentada —respondí—. Aunque no contengas la respiración.

Se fue, arrastrando a su abogado confundido, y el restaurante estalló en murmullos apenas contenidos.

Me dejé caer en mi silla, temblando de adrenalina, y Sebastián me observó con una expresión que combinaba admiración y algo más oscuro, más posesivo.

—Acabas de declarar la guerra públicamente —dijo.

—Ellos la declararon primero.

—Doña Carmen no se quedará de brazos cruzados. Mañana mismo va a mover sus fichas.

—Entonces tendremos que movernos más rápido —respondí, y las palabras salieron con una seguridad que no sabía que tenía—. ¿Cuál es el siguiente paso?

Sebastián sonrió, y esta vez había algo cálido bajo el hielo, algo que se parecía peligrosamente al orgullo.

—El contrato matrimonial. Mañana a las diez, en mi oficina. —Hizo una pausa, y su mirada se volvió intensa de una manera que me hizo contener el aliento—. Hay algo que deberías saber antes de firmarlo.

—¿Qué?

—Mi familia no es mejor que los Mendoza. Y mi abuelo... el hombre cuyo testamento me obliga a casarme... tiene secretos que podrían destruirnos a ambos.

Antes de que pudiera preguntar más, él se levantó y dejó sobre la mesa una tarjeta negra que el camarero recogió con reverencia.

—Hablaremos mañana —dijo—. Esta noche, descansa. Lo vas a necesitar.

Se fue, dejándome sola con una copa de champán, un millón de preguntas, y la certeza de que acababa de entrar en un juego mucho más peligroso de lo que imaginaba.

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