Mundo ficciónIniciar sesiónEl multimillonario Marcello Greco tiene a sus mellizos preguntándole por qué la madre los abandonó. ¿Quién querría romperle el corazón a sus hijos diciéndoles que ella simplemente no los quiso y prefirió irse con otro hombre cuando ellos sólo tenían dos meses? Greco haría lo que fuera para hacerlos a ellos feliz, y por eso es que se le ocurre contratar a una mujer para que se haga pasar por la madre de ellos. Sólo tiene que cambiar la historia del abandono, entregarle momentos felices a Aubrey y Noah y llenarlos de amor por un tiempo, pero ¿qué pasa si esa mujer se termina enamorando tanto de sus falsos hijos, como del padre de ellos?
Leer más—¡No, no, no! ¡Maldición! —Chillo, en una mezcla de frustración y rabia sorda.
El helado de triple chocolate con trozos de galleta, mi único consuelo después de una jornada laboral infernal, se estrella contra la acera con un flop húmedo. Un charco marrón se extiende sobre el cemento, y mi corazón se encoge por la pérdida. Todo por mi estúpida e inútil manía de correr como alma que lleva el diablo para alcanzar un autobús que, de todas formas, iba con retraso.
¿Puedo tener peor suerte? ¿Estoy siendo castigada por algún dios de la torpeza?
Sigo corriendo, respirando con dificultad y con el sabor amargo de la derrota en la boca. Maldigo por lo bajo cuando mi pie se dobla de forma antinatural justo al llegar a la escalera del autobús. Me apoyo un momento en la barandilla, sintiendo el pinchazo de dolor, y le pago al conductor con el cambio exacto que me dejó mi mísero turno de heladera.
Voy a sentarme en el primer asiento desocupado cerca de la ventana, hundiéndome en el cojín con un suspiro de alivio. Saco de mi mochila –sí, esa que parece haber sido comprada para una niña de siete años– mis audífonos de diadema desgastados y pongo "Arabella", mi canción favorita.
La adoro por dos razones sencillas: amo a los Arctic Monkeys y, bueno, mi nombre es Arabella Williams.
Muevo mi cabeza de arriba abajo al ritmo de la poderosísima batería, dejando que la música amortigüe mi mal humor mientras repaso la pesadilla de mi día.
Un señor me pidió un helado de chocolate con almendras y yo, estúpidamente, confundí las almendras con las nueces, ¡otra vez! Llevo veinticuatro años en este planeta y sigo sin distinguir una fruta seca de otra. Y allí estaba yo, una mujer de veinticuatro años, trabajando en una heladería con el intelecto de una persona de ocho años para las bagatelas de la vida.
¿Qué carajos hago allí? Honestamente, ni yo lo sé.
Tal vez nunca supe qué hacer con mi vida. Jamás pude decidirme por una carrera; las opciones eran tantas, pero mis recursos, tan pocos. No podía darme el lujo de estudiar "cualquier cosa", puesto que mi estatus social no es el mejor, que digamos.
Mi madre, Rita, es cajera en un supermercado y se mata a trabajar. En cuanto a mi padre… ni idea de lo que pasa con él. Nos abandonó cuando yo tenía apenas tres meses de edad. Es un fantasma en mi historia.
Siento que alguien me toca el hombro y detengo abruptamente la canción. Abro los ojos y miro a mi lado izquierdo: es una señora de edad, de pelo canoso y mirada de juicio perpetuo. Me quito los audífonos.
—Jovencita —dice, con una voz áspera y sin emoción—, en ese asiento vomitó un caballero ebrio hace unos veinte minutos.
El aire se me atasca en los pulmones. Cierro los ojos, sintiendo un escalofrío de repulsión que me recorre la espalda.
—Muchas gracias —respondo, forzando una sonrisa que debe parecer más bien una mueca de agonía. Me pongo de pie de golpe.
¿Por qué la vieja maldita no me avisó antes de que me hundiera a gusto en la inmundicia?
Sacudo la cabeza, regañándome internamente. No, no tiene la culpa. La señora no tiene la culpa de que mi viernes esté siendo el fracaso más absoluto de la historia de los viernes.
Me afirmo del asiento delantero para no caerme y dejo el celular en el bolsillo para seguir escuchando mi música. Ahora me toca ir de pie por casi media hora, balanceándome como un péndulo estúpido, con el temor persistente de oler a cerveza rancia.
Al fin, llego a mi tan preciado paradero. Bajo del transporte sintiendo la punzada de unas carcajadas que estallan a mis espaldas. Espero a que el autobús arranque y comience a alejarse para, discretamente, sacarles el dedo de en medio a los cristales oscuros.
Debo tener un hermoso y putrefacto vómito pegado en el trasero.
Tiro mi cabeza hacia atrás, mirando al cielo con una expresión de "me quiero morir", y comienzo a caminar hacia mi casa, que, por fortuna, se encuentra a solo dos minutos.
Al llegar, mi primera acción es tirar mi mini mochila sobre el sofá antes de correr al baño y quitarme esa ropa contaminada. Me doy una ducha hirviendo que dura diez minutos, intentando borrar no solo el posible vómito, sino también la sensación pegajosa del día.
Envuelva en una toalla, dejo mi ropa sucia en la lavadora con la promesa de ponerla a lavar de inmediato. Al menos, la única ventaja de ser una fracasada es que no tengo que ir al trabajo mañana.
Subo a mi habitación, me pongo mi pijama corto, ideal para los treinta grados de este sofocante verano en California. El ritual de sanación comienza: bajo al primer piso y camino directo hacia mi mejor amigo desde que tengo memoria: el refrigerador. Saco mi botella de Coca-Cola y mis galletas con cobertura de chocolate que guardo allí para que no se derritan, y me tiro en el sofá grande.
Alcanzo mi celular, lo estiro de la mesa de centro y me pongo a ver videos de TikTok.
¿Qué tan fracasada debo ser como para estar un viernes por la tarde, acostada en el sofá, comiendo comida basura y viendo videos en TikTok?
Me encantaría que mi vida fuera distinta, tener algo que me apasione. Pero es triste admitir que realmente no soy buena para nada. Solo para servir helado. Y ni eso.
Dejo la bebida y el paquete de galletas en el suelo y suspiro con pesadez.
A veces, cuando me pongo a pensar en mi vida, me asalta la pregunta que me da más nervios que el vómito en el trasero: ¿Estaré sola para siempre?
No me considero alguien deslumbrante. De hecho, solían hacerme bullying en el colegio por mis dientes de "conejo", aunque eso nunca me afectó el rendimiento escolar. No me acomplejan mis dientes, ni los rollitos de mi estómago, ni las estrías de mis piernas. Me gusta el volumen de mi trasero y soy fan de mi cabello largo y rubio. Soy honesta conmigo: en comparación con otras chicas, soy un 4 de 7, tal vez un 4.5 con buena luz.
Siendo completamente sincera, no sé si lo que aleja a los hombres es mi físico o mi forma de ser. Suelen decirme que soy muy poco seria, un tanto idiota, y que les cuesta verme como algo más que un amigo.
Parece que no soy el tipo de chica que interesa. ¿Acaso tener mente de niña es demasiado matapasiones? No me malinterpreten: sé comportarme, puedo hablar de algo serio. Pero a los hombres no les gusta que una mujer sepa vivir y divertirse sin la necesidad de tener a uno de ellos al lado. No les he rogado, ni les he prestado la atención necesaria para hacerlos sentir el centro del mundo.
—Eso no se pide —murmuro al techo—, eso nace de la persona correcta.
Pero creo que yo jamás encontraré a la persona correcta... Y ni siquiera me refiero a un alma gemela, sino a alguien que no me pida convertirme en otra persona.
Dos años. Dos años desde que la verdad se pronunció en el salón principal, desde la firma en el despacho, y desde que el apellido Greco se convirtió legalmente en el mío. La vida que yo había robado por un contrato se había transformado en la vida que me había ganado con el corazón.La mansión Greco, que alguna vez fue un mausoleo de silencio y mentiras, vibraba ahora con una calidez genuina. Marcello y yo nos casamos seis meses después de la confesión, en una ceremonia íntima y sin la presencia de la prensa, celebrando un pacto de amor y protección, no de negocios.Marcello, mi esposo, el hombre que una vez fue el epítome del control y el cinismo, se había transformado en un esposo atento y un padre cariñoso. La herida de la traición de Emma se había cerrado, reemplazada por la certeza de mi lealtad. Seguía siendo el CEO de su imperio, pero ahora su corazón tenía una dirección clara y un centro innegociable: su familia.Noah y Aubrey eran los anclajes de nuestra realidad. Sabían la v
La semana que siguió a la firma del Acuerdo de Custodia fue un torbellino de amor contenido y planificación. Marcello y yo nos movíamos por la casa como una pareja que acababa de descubrirse, compartiendo silencios significativos y miradas llenas de promesas. La ansiedad se había esfumado, reemplazada por la urgente necesidad de construir una base honesta.Habíamos postergado un paso crucial, el más temido y, a la vez, el más liberador: contarle la verdad a los mellizos.Elegimos un sábado por la tarde. Habíamos preparado su postre favorito (helado de vainilla con chispas de chocolate) y nos sentamos con ellos en la sala de estar, sin la formalidad del comedor, creando un ambiente lo más seguro y afectuoso posible.Marcello se sentó en el sofá grande y yo me senté a su lado. Los mellizos se acurrucaron entre nosotros, uno a cada lado.—Noah, Aubrey —comenzó Marcello, su voz era inusualmente suave y grave—. Mamá y yo necesitamos hablar con ustedes de algo muy importante. Algo sobre nue
La confrontación en la Catedral había marcado un antes y un después. Ayer habíamos regresado a la mansión con la certeza de la victoria y, para mí, con la certeza devastadora de que mi corazón ya no me pertenecía. El abrazo, la confesión de amor de Marcello y la mía, había disuelto las reglas profesionales en una tormenta de verdad.La primera acción, sin embargo, no fue celebrar ni planear la boda. Fue limpiar los escombros de las mentiras que habíamos dejado en el camino. Y eso significaba hablar con Nick.Al llegar a la mansión después de ir a ver a mi madre, me encontré a Nick en el jardín interior, lanzando una pelota a los mellizos, que reían a carcajadas. El sol de media mañana brillaba, y la escena, por primera vez, se sintió demasiado alegre para la seriedad de mi misión.—¿Podemos hablar, Nick? En privado —le pedí, mi voz era baja y firme.Nick asintió de inmediato, percibiendo la solemnidad del momento. Les dijo a los niños que los vería en unos minutos y me siguió hasta el
El aire en la mansión era una mezcla densa de adrenalina y temor reprimido. Había transcurrido apenas un par de horas desde mi decisión de confrontar a Emma personalmente, y el amanecer aún no se asomaba por el horizonte de San Diego. Me había quedado en mi despacho, releyendo el archivo de Emma, mientras Frank movilizaba a su equipo para preparar la emboscada.Mi plan era simple: usar a Arabella como el cebo irresistible que obligaría a Emma a salir de las sombras, pero yo daría la cara en la confrontación. Arabella era demasiado valiosa para arriesgarla en un encuentro directo. Y, admitámoslo, la idea de que Emma le pusiera una mano encima o la humillara me resultaba insoportable.A las cinco de la mañana, subí a la cocina. Arabella ya estaba allí, preparando sus notas matutinas sobre la agenda de los mellizos, con una taza de té entre las manos. A pesar de la falta de sueño, su rostro mostraba una resolución férrea.—Buenos días, Marcello —dijo, con su habitual profesionalismo forz
La conversación de anoche en el pasillo me había dejado desmantelado. La mentira que yo había intentado sofocar, la negación de mis sentimientos por Arabella, se había estrellado contra la inocencia de mis hijos. "Parecen de esas personas que se quieren mucho." La frase de Aubrey resonaba en mi cabeza como una condena.Me encerré en mi despacho después de que ella se fue a su habitación, ignorando las luces parpadeantes de mis correos electrónicos. Mis ojos estaban fijos en la pantalla de mi ordenador, pero lo que veía no eran gráficos financieros, sino la imagen borrosa de Arabella llorando en la habitación de mi hija.Yo la había contratado para una tarea con fecha de caducidad: estabilizar a mis hijos, reconstruir mi reputación y luego, desaparecer. Pero ahora, pensar en la fecha de finalización del contrato me provocaba un terror visceral.Si el contrato terminaba, se iría.El miedo no era profesional. No era miedo a que mi reputación se hundiera si ella se iba; ahora, el miedo er
La semana de calma engañosa se extendió a dos. La verdadera Emma seguía siendo un fantasma, una amenaza suspendida. Pero el efecto de su ausencia en la mansión Greco era tan poderoso como su presencia. La alianza forzosa entre Marcello y yo había madurado en una conexión genuina que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.Marcello mantenía las barreras de la profesionalidad en público, pero la frialdad anterior había sido reemplazada por una calidez atenta. Nos unía el secreto, el miedo compartido, y la devoción hacia Noah y Aubrey.Nuestra vida diaria había alcanzado un nivel de naturalidad que era aterrador. Habíamos caído en una rutina que se sentía tan real que a veces olvidaba mi verdadero nombre.En las mañanas, compartíamos la cocina. Él preparaba su café solo mientras yo revisaba las mochilas y preparaba los snacks.—¿Necesitas que revise el contrato con el tutor de piano de Aubrey? Me preocupa que esté yendo demasiado rápido —preguntaba Marcello, su tono era de socio.—Creo
Último capítulo