Mundo ficciónIniciar sesiónChloe se había quedado a dormir en mi casa. Por la mañana, nos fuimos juntas a la heladería, y la jornada pasó en una bruma de dolor de cabeza y ansiedad.
Ahora me siento mal por no haber considerado a Chloe como una amiga. Siempre pensé que ser amiga de alguien cinco años menor que yo era una estupidez inmadura. Pero lo cierto es que ha sido increíblemente linda y atenta conmigo. Me hace demasiado bien tener a alguien tan entretenida, y tan irresponsable, cerca. Ella es el caos que equilibra mi neurosis.
—¿Cuántos días crees que se demoren en elegir? —le pregunto mientras miro hacia todos lados, con la esperanza de poder robar una cucharadita del helado de frutos rojos sin que George nos vea.
—No lo sé, pero no creo que mucho —responde con calma, concentrada en limpiar una máquina de batidos—. Esta no será una búsqueda masiva, puesto que así se podría saber en la prensa. No tendrá muchísimas opciones.
—¿Cómo te enteraste tú? Sigo sin entender. ¿Por qué estás tan segura?
—No te puedo contar. Es un chisme de alto nivel —me interrumpe con una sonrisa pícara.
—¿Y estás segura de que es algo real y no una broma? Tal vez…
—Me lo contó una persona cercana a Marcello, muy cercana, así que sí —me interrumpe, y alzo mis cejas impresionada—. Es completamente real, Arabella. Estás en un sorteo por treinta mil dólares.
—¿Por qué no enviaste el formulario tú también?
—¿Yo? Claro que no. No quiero hacerme cargo de dos niños, aunque me paguen todo ese dinero mensual.
—Yo tampoco me veo capaz de eso, solo estoy pensando en el dinero —admito con una risa nerviosa. Es la verdad: la moralidad es un lujo que solo la gente que no sirve helados puede pagar—. ¿Cómo crees que lo harán para que nadie hable? ¿Y si alguien conoce a la mujer elegida y le dice a la prensa que todo es una mentira…?
—Estoy segura de que Marcello Greco tiene todo perfectamente calculado. Él lo que menos es, es tonto. Supo salir adelante con dos hijos a los dieciséis años, y logró pasar de una familia pobre a ser un billonario de la noche a la mañana —me recuerda, y asiento levemente. La historia de Greco era ya una leyenda urbana en el mundo de los negocios—. Así que jamás dudes de sus capacidades, menos de su poder.
—Vale, vale. Dejemos de hablar de Greco y su loca búsqueda de una madre falsa para sus hijos. Me da más ansiedad que mis deudas.
—Hoy me voy a pasar a un bar después del trabajo —me cuenta, cerrando la caja—. Van a estar los chicos, ¿quieres ir conmigo? —me pregunta emocionada—. Ya los conoces a todos. Te llevaste bien con ellos.
¿Volver a ver a Nick? La idea me provoca un calor incómodo que contrarresta el frío del helado.
—¿Ir a un bar el primer día de la semana? No, gracias —río.
—Vamos, no seas así —hace un puchero con los labios, ese gesto infantil que le funciona tan bien.
—Quedo muertísima los lunes. No me imagino yendo a un bar después de mi horario de trabajo. Además, estoy con pantalones cargo y una polera de tiritas.
—¿Y? ¿Desde cuándo te ha importado verte bien?
Desde que follé con tu amigo.
—No digo que me importe verme bien, solo digo que no estoy en condiciones. Mentalmente.
—Por favor, hazlo por mí… —pestañea con rapidez y junta sus manos, casi suplicándome. La manipulación de Chloe era implacable.
Horas más tarde, mi firme negativa se derrumbó bajo el peso de los ruegos de Chloe y la secreta esperanza de volver a ver a Nick.
—¡Arabella! ¡Qué bueno tenerte por acá! —Penélope grita al verme entrar con Chloe. La música está demasiado alta, el lugar huele a cerveza y fritura, y la poca luz me ayuda a disimular mi mala cara.
Sonrío y camino al lado de mi compañera hasta llegar a la mesa donde se encontraban los chicos. Trago con dureza al sentir sobre mí la mirada intensa de Nick. Está en el mismo lugar que la última vez, pero con una camiseta oscura que resalta la definición de sus brazos. Me concentro en saludar a los demás chicos primero para dejarlo a él de los últimos.
—¿Cómo estás? —le pregunto al saludarlo con un beso rápido en la mejilla. Siento una corriente eléctrica. Me detengo un segundo más de lo debido, y él sonríe.
—Bien, bien —responde con una sonrisa perfectamente alineada y me hace un gesto para que me siente al lado de él. Con las piernas casi temblorosas, lo hago, intentando parecer que estoy perfectamente tranquila—. ¿Y tú?
—Cansada, pero bien —admito—. Presiento que mi jefe me odia. Aunque el odio es mutuo.
—¿No has pensado en cambiarte de trabajo? —Oliver me pregunta, y obviamente no hablo sobre la oferta de Marcello Greco.
—No. Creo que no sería buena en otra cosa.
—Te tienes muy poca fe, eso no es bueno —Elena dice, y yo asiento de acuerdo.
—Lo sé, pero de verdad no me siento capaz de hacer algo distinto a lo que ya sé —me da vergüenza decirlo, pero es la cruda realidad de mis veinticuatro años—. ¿Y ustedes? ¿En qué trabajan?
—Elena y yo trabajamos en Zara —Penélope contesta.
—Yo soy barbero, y Nick es entrenador personal —Oliver habla.
Ya sabía yo que el cuerpazo de Nick no era por nada. La confirmación de su trabajo me produce una punzada de satisfacción física.
—Si quieres, podemos recomendarte a nuestra jefa. Somos muy buenas amigas —Elena me sonríe amable, y yo niego con una sonrisa también.
—No se preocupen. Creo poder aguantar un poco más en la heladería.
—¿Vas a tomar o comer algo? Yo iré a pedir una hamburguesa —Chloe me mira con las cejas alzadas.
—Una hamburguesa con queso y una Coca Cola, por favor.
Asiente y se va, no sin antes desordenar el cabello de Oliver.
—¿Qué pediste tú? —le pregunto a Nick cuando los demás chicos se ponen a conversar animadamente entre ellos.
—Un sándwich de jamón, lechuga, aguacate y tomate —responde, con ese tono de voz varonil y suave—. Estaba muy bueno, me lo comí en unos minutos.
—Qué sano, igual que mi hamburguesa con Coca Cola —digo irónica, y él ríe abiertamente. Su risa me desarma—. Soy demasiado buena para la comida chatarra. A veces intento dejar eso de lado, pero simplemente no puedo.
—Pero al parecer, comes y no engordas —se encoge de hombros, echándome una mirada que me hace sentir desnuda bajo mi camiseta de tirantes—. Porque estás muy bien.
Noto un destello de coquetería descarada en su voz. Me muerdo el interior de la mejilla, incapaz de responder con algo que no sea una estupidez. Por suerte, Chloe llega nuevamente a la mesa, acaparando la mirada de todos con su exuberancia.
—Se demorarán poco, unos diez minutos o algo así.
—Vale, estoy muerta de hambre —admito, intentando recuperar el hilo de la conversación. Peino con las yemas de mis dedos mi cabello y suspiro con pesadez al ver que me saco unos cuantos pelos—. Se me cae demasiado el cabello.
—No eres feliz en tu trabajo. Eso te genera estrés —me dice Elena con tono de psicóloga amateur.
—No piensen que soy la mujer más infeliz del mundo tampoco —le aclaro a Elena y a los chicos—. Solo me gustaría hacer algo más importante. Tengo veinticuatro años y trabajo en una heladería. Ya saben a lo que me refiero…
Y como si los mismos dioses del destino estuvieran escuchando mi lamento existencial, mi celular vibra al terminar de hablar. Lo saco del bolsillo de mi pantalón, y frunzo el ceño. Es un correo electrónico. La dirección de envío no es la de un buzón genérico, es un dominio empresarial.
—Chloe, ¿me puedes acompañar al baño un momento, por favor? —le doy una mirada de “es importante” y una sonrisa forzada. Mi ahora amiga, que detecta el drama a kilómetros, asiente con vehemencia antes de ir a paso rápido al baño mientras yo la sigo, sintiendo todas las miradas clavadas en mi espalda.
—Dime que es lo que creo que es, por favor —susurra Chloe, con la voz ahogada por la emoción, cuando llegamos y nos ponemos frente al espejo del tocador. El baño está vacío, salvo por nosotras.
—No lo sé —digo, sintiendo que el corazón me late en la garganta. Abro el mensaje—. Me llegó algo del correo al que le mandé el formulario. Ahora lo voy a leer.
—Léelo en voz alta, por favor. Pero baja la voz —me pide.
Carraspeo para aclararme la voz, que suena temblorosa, y empiezo a leer el texto formal:
—Querida Arabella Williams, hemos recibido su formulario y nos complace informarle que Marcello Greco la ha elegido como su primera opción para tener una junta con él. Es por esto que la esperamos mañana, a las nueve de la mañana en el Hotel Supremo… —Chloe chilla de felicidad cuando hago una pausa, y yo abro los ojos, impresionada. ¡Hotel Supremo! Es uno de los más lujosos de la cadena Greco Lab.
Continúo, y el tono del correo se vuelve frío y directo:
—Le recordamos que esto es estrictamente confidencial. Estamos dispuestos a tomar medidas legales rigurosas si es que nos enteramos de que le está vendiendo esta información a la prensa, o a cualquier persona. Muchas gracias por su interés, la esperamos.
El silencio en el baño se vuelve ensordecedor.
—¡Dios! ¡Estoy tan feliz por ti! —mi compañera me abraza mientras da pequeños saltitos, pero yo estoy completamente en shock.
¿Estoy soñando? ¿Un multimillonario me quiere contratar para mentirle a sus hijos? La realidad es más extraña que mis fantasías de videojuegos.







