El aire en la mansión era una mezcla densa de adrenalina y temor reprimido. Había transcurrido apenas un par de horas desde mi decisión de confrontar a Emma personalmente, y el amanecer aún no se asomaba por el horizonte de San Diego. Me había quedado en mi despacho, releyendo el archivo de Emma, mientras Frank movilizaba a su equipo para preparar la emboscada.
Mi plan era simple: usar a Arabella como el cebo irresistible que obligaría a Emma a salir de las sombras, pero yo daría la cara en la confrontación. Arabella era demasiado valiosa para arriesgarla en un encuentro directo. Y, admitámoslo, la idea de que Emma le pusiera una mano encima o la humillara me resultaba insoportable.
A las cinco de la mañana, subí a la cocina. Arabella ya estaba allí, preparando sus notas matutinas sobre la agenda de los mellizos, con una taza de té entre las manos. A pesar de la falta de sueño, su rostro mostraba una resolución férrea.
—Buenos días, Marcello —dijo, con su habitual profesionalismo forz