—Siéntese, Arabella —dice Marcello Greco, sin dignarse a mirarme. Me acerco lentamente hacia la silla que está frente a su inmenso escritorio, que es de un material oscuro y minimalista. Permanezco de pie, esperando a que el billonario deje de mirar a través del ventanal que abarcaba toda la pared de la oficina. Desde aquí, la ciudad parece un diorama.
—Ya estoy sentada —me atrevo a hablar después de unos segundos de silencio que se sienten eternos.
—Lo sé, la veo por el reflejo del vidrio —responde con una voz seria y monótona, sin un ápice de emoción. Frunzo el ceño, molesta por la indiferencia, y me cruzo de piernas. Espero expectante a que siga hablando, pero no lo hace.
Golpeo levemente el suelo con mi pie, el estrés se apodera de mí.
Aprovechando el incómodo silencio, miro detalladamente la oficina. Alzo las cejas al notar lo sorprendentemente sencilla que es. No hay rastro del oro del vestíbulo ni de opulencia innecesaria; solo líneas limpias, tecnología de punta y ese ventanal