—Tu pelo es precioso, pero debemos cambiarlo —me avisa Paul, el estilista que Marcello había contratado para hacerme un cambio de look. El centro de belleza es absurdamente lujoso, todo blanco y espejos.
—¿No me pueden poner una peluca o algo así? —me quejo. Me aferro a mis mechones—. Mi cabello es lo que más me gusta de mí. Que sea largo y rubio me fascina.
—Vas a vivir con mis hijos, Arabella. No puedes estar poniéndote y sacándote una peluca —dice Greco, llegando a mi lado. Ayer firmé el contrato y el acuerdo de confidencialidad, y hoy fui llamada por una de las tantas asistentes del CEO para esta tortura.
—¿Qué me van a hacer? —pregunto, sintiendo el pánico real.
—Pienso que lo mejor será cortarte un poco el pelo y ponértelo negro —responde Paul con una tranquilidad exasperante.
—¡Negro! ¡No me pueden arruinar así el cabello! ¡El negro es demasiado difícil de sacar! —Me paro de un salto de la silla y chillo, horrorizada.
—¡Arabella! ¡No te comportes como una niña pequeña! —Greco me