La confrontación en la Catedral había marcado un antes y un después. Ayer habíamos regresado a la mansión con la certeza de la victoria y, para mí, con la certeza devastadora de que mi corazón ya no me pertenecía. El abrazo, la confesión de amor de Marcello y la mía, había disuelto las reglas profesionales en una tormenta de verdad.
La primera acción, sin embargo, no fue celebrar ni planear la boda. Fue limpiar los escombros de las mentiras que habíamos dejado en el camino. Y eso significaba hablar con Nick.
Al llegar a la mansión después de ir a ver a mi madre, me encontré a Nick en el jardín interior, lanzando una pelota a los mellizos, que reían a carcajadas. El sol de media mañana brillaba, y la escena, por primera vez, se sintió demasiado alegre para la seriedad de mi misión.
—¿Podemos hablar, Nick? En privado —le pedí, mi voz era baja y firme.
Nick asintió de inmediato, percibiendo la solemnidad del momento. Les dijo a los niños que los vería en unos minutos y me siguió hasta el