La semana que siguió a la firma del Acuerdo de Custodia fue un torbellino de amor contenido y planificación. Marcello y yo nos movíamos por la casa como una pareja que acababa de descubrirse, compartiendo silencios significativos y miradas llenas de promesas. La ansiedad se había esfumado, reemplazada por la urgente necesidad de construir una base honesta.
Habíamos postergado un paso crucial, el más temido y, a la vez, el más liberador: contarle la verdad a los mellizos.
Elegimos un sábado por la tarde. Habíamos preparado su postre favorito (helado de vainilla con chispas de chocolate) y nos sentamos con ellos en la sala de estar, sin la formalidad del comedor, creando un ambiente lo más seguro y afectuoso posible.
Marcello se sentó en el sofá grande y yo me senté a su lado. Los mellizos se acurrucaron entre nosotros, uno a cada lado.
—Noah, Aubrey —comenzó Marcello, su voz era inusualmente suave y grave—. Mamá y yo necesitamos hablar con ustedes de algo muy importante. Algo sobre nue