Desde niña, Lena soñaba con casarse con el hermano de su mejor amiga. A los diecinueve años, su padre le anunció su matrimonio con Bruno Barker. Ilusionada, contaba los días para estar junto a él. Un día antes de la boda, lo descubrió besándose con su exnovia, Lena fingió no haber visto nada, convencida de que, con el tiempo, lograría que él la amara. Seis meses después, Lena sufrió un accidente y cuando Bruno llegó al hospital, ella creyó percibir un atisbo de preocupación en su mirada. Esa misma noche, impulsada por la esperanza, lo sedujo. Al día siguiente, mientras compraba ropa sensual en el centro comercial para sorprenderlo, lo encontró paseando con Aitana. Su corazón se hizo añicos. Un mes después, ya con los papeles de divorcio en las manos, descubrió que estaba embarazada. Aferrándose a la esperanza de que la noticia los uniera, fue a su empresa, pero allí lo oyó discutiendo con su hermana. Lo que escuchó le heló la sangre. Devastada y sin el apoyo de su familia, decidió irse al extranjero. Cinco años después, Bruno la encontró en un hospital, justo cuando su vida pendía de un hilo. De pronto, todo cambió al escuchar a una niña suplicar entre lágrimas: "¡Quiero a mi mamá!". Desde entonces, su mundo giró en torno a esa pequeña neurodivergente. Mientras Bruno aprendía a ser padre, Lena fue sometida a un tratamiento experimental que transformó tanto su cuerpo como su alma. Desde las sombras, comenzó a planear su venganza contra quienes la alejaron de su hija. En un mundo donde los matrimonios se deciden entre dinastías, el destino volvió a cruzarlos: ahora, él actuará motivado por el amor, y ella, por romper los eslabones de su pasado. ¿Al reencontrarse, serán solo dos extraños unidos por su hija?
Leer más—Soy epechal, soy epechal, en el colazon de mami, como yo no ninguna, soy muy iteligente, soy muy fuelte —Tarareaba Leía entre risitas, con sus pequeños pies columpiándose en la silla de seguridad para bebes. Lena observaba a su princesita de apenas cuatro años, no pudo evitar sonreírle al ver su carita tierna. Sin embargo, su pecho subía y bajaba inquieto. Lena bajo por unos segundos la vista al reloj que reposaba en su mano derecha.
—Siete de la noche— balbuceó mientras miraba la carretera desierta que se extendía frente a ellas. Hacía más de veinte minutos que había notado, a través del retrovisor externo, el mismo carro negro siguiéndolas desde que salieron del restaurante.
Esa ruta hacia su casa, en las afueras de Los Ángeles, solía estar desierta a esa hora. Redujo la velocidad deliberadamente, esperando que el auto la adelantara. Pero el vehículo negro no pasó. Se mantuvo pegado a ella, guardando la misma distancia, como un depredador cazando a su presa.
Un escalofrío le recorrió la espalda. La adrenalina le nubló el pensamiento: "¿Por qué ahora?" Había creído que alejarse de su familia la alejaría también del peligro. Se había equivocado.
La sonrisa de Lena tembló un instante, pero la recuperó al instante, disimulando su miedo para que Leía no lo notara. Mientras su hija cantaba alegre, ella la siguió, aunque por dentro solo pensaba en qué hacer.
—Mi pequeño unicornio, agárrate fuerte del asiento —susurró Lena, estirando el brazo para acariciar la pierna de su hija mientras pisaba el acelerador—. Mami tiene que llegar a casa rápido porque... ¡Uy, uy, no aguanta más las ganas de hacer pipí! Si no llegamos pronto, Mami se hará en el vestido, ¡y eso sería muy malo!
—Sí, Mami. las Ninas grande hace pipí en bano, —respondió la pequeña con una vocecita apenas audible, tan tierna que pocos lograban entenderla.
La camioneta rugió al acelerar, devorando la carretera oscura. En el espejo retrovisor, los faros del auto negro se acercaban con la misma rapidez. Lena apretó el volante hasta que los nudillos le palidecieron, miraba el velocímetro que marcaba los 90 km/h. Forzó una risita temblorosa.
—No te asustes, estamos volando como los unicornios azules —dijo, mientras el sudor le resbalaba por la espalda bajo el vestido. El auto negro no cedía.
—¡Yupi! La princesa unicornio está volando como en le columpio —canturreó la niña, ajena al peligro—. ¿Cuánto falta, Mami?
Lena escuchó la voz alegre de su hija, y por un instante, el miedo le cerró la garganta. Quiso llorar.
—Poco mi pequeño unicornio, falta poco.
—Mami, a llegar a casa quiero ver Numerobook antes de dormir. Sí, porfa—suplico Leía haciendo un tierno puchero y cruzando sus bracitos a su pechito.
El corazón de Lena se estrujó. Pasó por su cabeza "¿Llegaremos siquiera a casa? " Los faros del auto negro seguían pegados a su parte trasera.
—Claro, mi princesa —respondió, forzándose a mantener la calma. Leía, levantando sus brazos como si agitara alas invisibles.
Cada gesto de su hija, por mínimo que fuera, le arrancaba una ternura que le desgarraba el alma. En ese instante, la veía tan frágil y tan indefensa que no pudo evitar rogar por que apareciera pronto la entrada a las residencias. Nada importaba más que salvar a su hija.
Lena asintió con una sonrisa forzada, pero sus manos temblaban levemente al aferrarse al volante. Sin perder un segundo, pisó el acelerador mientras el velocímetro rozaba los 100 km/h.
El coche que las seguía aceleró de repente, embistiéndolas con una fuerza. El chillido de los neumáticos se hizo presente, seguido por el crujido metálico del chasis deformándose. El estruendo del impacto fue lo último que Lena escuchó antes de perder el control. El vehículo dio varias vueltas, sacudiéndolas con violencia mientras salían despedidas de la carretera, hasta detenerse abruptamente al borde de un precipicio.
Por unos segundos, solo hubo silencio. Lena parpadeó, aturdida, con el sabor salado de la sangre en su boca. Un dolor punzante le recorría el cuerpo, pero fue el llanto desgarrador de su hija lo que la aterrorizó. Giró la cabeza hacia atrás y, con manos temblorosas, forcejeó por soltarse del cinturón de seguridad.
—Leía... Leía, ¿estás bien? —La voz de Lena salió rota mientras veía a su hija entre el caos del coche destrozado. Leía tenía pequeños cortes en sus bracitos, unos trozos de vidrio brillaban sobre su piel delicada.
Lena soltó un grito ahogado. Todo su cuerpo dolía, pero el miedo de ver a su hija herida la destrozaba. Ella miró a su alrededor mientras intentaba moverse; el coche se tambaleaba peligrosamente de adelante hacia atrás. Asomó la cabeza por la ventana rota y se dio cuenta de que estaban al borde del acantilado. Un terror helado recorrió todo su cuerpo.
—Hija, no te muevas, ¿me oyes? —le pidió con la voz quebrada, extendiendo la mano hacia ella.
—¡Mami... mami me duele! ¡Mami, hay sagre! ¡Mami, mami, duele mucho! — Los gritos desgarradores de la niña atravesaron el alma de Lena. La pequeña agitaba las piernas frenéticamente. Cuando entraba en un estado de crisis, Lena la abrazaba, pero en esa circunstancia no podía, su mirada se clavó en las manchas rojas sobre los bracitos de su hija. Milagrosamente, la silla infantil acolchada hasta la cabeza había absorbido el impacto, evitando lesiones más graves.
—¡Cariño! Deja de llorar. Estás bien, mami te va a curar, sí —ella asomó nuevamente la cabeza por la ventana abollada y comenzó a gritar hacia la carretera desierta.
—¡Ayuda, por favor! ¡Alguien, ayúdenme! — Su voz parecía desvanecerse en el silencio implacable de la noche.
Desesperada, por no escuchar algún sonido en el exterior y con la adrenalina recorriendo su cuerpo e impulsada por la urgencia de salvar a su pequeña. Se inclinó y se arrastró despacio hacia la parte trasera del carro y consiguió llegar al lado de su hija, se sentó con sumo cuidado haciendo el mínimo movimiento. Le quitó con cuidado los pequeños trozos de vidrio de sus bracitos, al ver que los cortes no eran graves sintió un profundo alivio. Con manos temblorosas, desabrochó la silla y la atrajo hacia sus piernas, abrazándola con fuerza para calmar su llanto.
—Princesa, te voy a sacar por la ventana. Sé fuerte, como en la canción —le susurró con tristeza.
—Mami, me duele, mami cúrame… mami, mami, no quiero estar aquí— balbuceó la niña, con el desespero rompiéndole la voz.
Lena busco con la mirada el peluche de la niña, vio que estaba tirado en el suelo del coche. Extendió la mano, lo agarró y se lo entregó. Leía, lo abrazó con todas sus fuerzas, empapándolo con sus lágrimas.
Lena sintió cómo el coche se inclinaba peligrosamente hacia adelante. Con el corazón desbocado, supo que no podía esperar más. Desde el lado izquierdo, donde estaba sentada, miró a su hija con ternura.
—Tu unicornio te cuidará, mientras mamá te saca por la ventana — murmuró Lena, contemplando como su hija negaba con la cabeza moviéndola de un lado a otro, esos ojitos verdes asustados le erizaban la piel. No quería separarse de ella, pero sabía que debía actuar rápido para salvarla—. Colabora, mi princesa de los cuentos caídos —Así solía llamarla cuando la niña entra en crisis—. Recuerda que siempre estaré contigo, donde quiera que estes. —Su corazón se encogió al pronunciar esas palabras, como si ya presintiera su destino.
Lena luchaba por no llorar, pero unas lágrimas traicioneras se asomaban por la esquina sus dos azulinos brillantes. Tomó varias vacadas de aire para reunir valor.
Mientras en los Ángeles, Lena yacía en una habitación del ala de terapia intensiva experimental del Centro Médico Olive View. Donde llevaba varios meses suspendida entre la vida y la muerte. El doctor Sander, rodeado por dos colegas y un par de enfermeras observaba atentamente los monitores que trazaban cada latido, cada impulso eléctrico de su cuerpo.Ella había sido sometida a un riguroso tratamiento experimental, un cóctel agresivo de esteroides y antibióticos, Cada milímetro de su organismo estaba bajo vigilancia las 24 horas: desde las constantes vitales básicas hasta la actividad eléctrica de sus neuronas.Una de las enfermeras se acercó a uno de los aparatos y, con un clic, desconectó el ventilador que había mantenido a Lena en un sueño inducido; luego procedió a retirarle el tubo de la boca con cuidado. El doctor Sander se inclinó sobre la paciente, con una pequeña linterna médica y con su luz comenzó a revisar sus pupilas dilatadas. Y entonces ella parpadeó.Lena arrugo su ca
La niña la miró confundida, como si no comprendiera del todo sus palabras, y solo balbuceó:—Pero cuando pienso en mami... —su vocecita se quebró mientras sus ojitos se le inundaban de nuevo— no puedo dejar de llorar. Solo quiero que mami vuelva… Quiero verla... que me cante nuestra canción favorita, que me llame "Leía" y me diga que me ama mucho. Quiero eso... —Un temblor le recorrió el labio inferior, y empezó a curvarse en ese mohín, que partía el corazón a cualquiera.—Te entiendo. Cuando una mamá muere, deja un vacío enorme en el corazón, y eso duele mucho. Ese vacío siempre estará ahí —Florencia se inclinó hacia adelante—. Así que no llores sola, ni finjas estar feliz si estás triste. Haz lo que sientas, Leía, sin que nadie te diga qué puedes o no hacerlo. Yo estaré aquí para apoyarte en todo lo que necesites.La niña se deslizó de la cama, y con su carita aún brillante por el rastro de lágrimas, dio unos pasos vacilantes avanzó hacia Florencia. Sus pequeños bracitos se elevaron
Una camioneta negra los esperaba frente al aeropuerto. Florencia, era mujer rubia de ojos verdes, al divisar a sus sobrinos emerger por las puertas de llegadas, descendió del vehículo con elegancia. Llevaba un traje de lino impecable y a sus cuarenta y seis años conservaba una apariencia glacial que parecía espesar el aire a su alrededor.—Bruno —llamó caminando hacia sus sobrinos. Al llegar frente a ellos su mirada se posó en las ojeras de su sobrino que contrastaban con su piel pálida. Florencia abrió los brazos en un gesto de consuelo. Sabía que Bruno había contratado detectives para buscar a su esposa, y aunque siempre se había opuesto a aquel matrimonio, ahora solo podía ofrecerle refugio.Él se dejó abrazar. El perfume a jazmín de su tía le trajo recuerdos de su infancia, de noches en que, después de llorar por sus padres, era Florencia quien lo consolaba.—Lamento lo de Lena —murmuró ella—. Pero la vida continúa, mi Bruno. Ahora nos toca criar a tu hija.Gema, cargando a Leia,
En el departamento de Gema, todo era un caos. Los hermanos no sabían cómo consolar a la pequeña Leía, cuyo llanto ahogado les arrugaba el corazón. La niña, acurrucada en la cama, se aferraba a su unicornio de peluche; a duras penas lograron que comiera algo. Entre sollozos, gemía:—Mamá... mamá... quiero a mi mamá. ¡Mamá, ven por Leía! —Miró a Gema con los ojitos cristalinos y, con voz hiposa, balbuceó—: Tía mami me dijo que iba a ir al cielo. Tía mami ya no me quiere, porque no me llevó. Leía se porta bien. Tía, llévame con mami.Cada palabra arrancaba a Bruno un jadeo silencioso. Intentó acercarse, pero ella se encogió, enterrando la cara en el peluche.—Mi amor hermoso, ya no llores más. Mami ya no está con nosotros, pero te quiere mucho y te mira desde el cielo con mucho amor —murmuró Gema, acariciando los rizos despeinados de la niña, aprovechaba que no la esquivaba a ella—. Tu papá te ama mucho, y tía Gema también te ama.—Tía mami ya no va a volver por Leía. Dile que venga por
Lena la miró con ojos empañados, sin fuerzas para responder. La verdad era obvia: su pequeña merecía una vida sin tanto sufrimiento.—Leía... —pronunció Lena con voz ronca, luchando por articular cada palabra.—¿Qué, mami?—Te... amo...—¡Mamá, te amoooooooo! —gritó la niña, dibujando una sonrisa radiante que hacía que sus ojitos se achicaran. Se lanzó sobre la cama y enterró la cara en el brazo de Lena, restregándose con suavidad, como si comprendiera que no podía apretar demasiado el cuerpo de su madre.Gema regresó unos minutos después acompañada de una enfermera y el doctor Sander, quien portaba un maletín. Luego tomó en brazos a Leía, quien protestó llorando al ser separada de su madre y la llevó a la sala de espera de pediatría, la única área donde permitían que la niña permaneciera.Lo acomodo en una de las sillas infantiles y le dio un libro para colocar, Leía se quedó sentada pintando, con sus pequeños pies balanceándose sin tocar el suelo.Fue entonces cuando Gema hizo un ge
—Gema, el dolor es insoportable —dijo con voz débil, mientras las lágrimas caían en silencio por el costado de sus ojos, empapando la almohada. —Ya no quiero seguir sufriendo… pero quiero vivir… quiero respirar… quiero cuidar de Leía… quiero ver crecer a mi princesa. —Hacía pequeñas pausas entre cada frase, como si cada palabra le costara un esfuerzo sobrehumano.Gema, de pie junto a la cama, sentía que cada palabra de su cuñada le partía el corazón. Ver a Lena, que antes irradiaba alegría y vitalidad ahora reducida a una sombra de sí misma, era una agonía. Trató de mantener la compostura.—No digas eso, amiga. Leía te necesita. Además, no estará sola. Te tiene a ti, me tiene a mí… —Hizo una pausa, sabiendo que la siguiente mención la tensaría—. Y también tiene a su papá.Lena soltó un suspiro débil, cargado de nostalgia. Él no sabía de la existencia de la niña. En su momento, no se lo había dicho por pura rabia; después, cuando entendió que los "accidentes" en su vida no eran coincid
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