Después de cuatro meses de recuperación, Lena se despidió entre risas y lágrimas del personal del centro clínico. Tomó un taxi y pidió que la llevaran al único lugar donde recordaba haber sido feliz. El viaje duró más de una hora, hasta que el vehículo se detuvo frente a una pequeña cabaña.
Al salir del carro, un nudo le oprimía el pecho, ahogándola en nostalgia. Avanzó hacia la puerta cerrada, pero no tenía llave: había quedado en el bolso aquel día del accidente. Forcejeó con la cerradura hasta que los dedos le ardieron. Derrotada, rodeó la casa con paso lento, hasta que, después de empujar una ventana, esta cedió. Conteniendo el aliento, se introdujo en el interior.
Al ver todo exactamente como lo había dejado, una ola de tristeza la embargó. Corrió hacia una fotografía de su pequeña, la tomó entre sus manos temblorosas y se dejó caer en el sofá.
—Leia, mamá te extraña mucho —susurró, pasando los dedos por el marco—. Habrás crecido... Ya casi un año sin ver tu hermoso rostro y tu t