Mundo ficciónIniciar sesiónZarah siempre fue una mujer enfermiza cuyas fiebres le traían desde niña delirios que duraban semanas. Su padre apenas la dejaba abandonar el castillo a causa de su enfermedad o eso es lo que le hizo creer a los súbditos del Reino de Sol Naciente. Cuando Tabar, el Rey de los Dragones, viene a pedir la mano de su hermana mayor Miriam, es Zarah quien es entregada al salvaje gobernante para salvar a la princesa heredera del trono del reino del este. Un año después de que su esposo partiera a la guerra se ha convertido en la Señora de la fortaleza de los Dragones, mas en el camino ha sido torturada por Ada, la encargada del castillo y antigua amante de su esposo, y rechazada por los sirvientes del castillo negro. Ahora que la guerra ha terminado y Tabar vuelve al Reino su corazón se inquieta al pensar en tener que convivir en ese lugar donde no es bienvenida, con un hombre que la desprecia y al que le oculta cientos de secretos.
Leer másZarah aún recordaba la última noche en la que había visto a su esposo antes de que se marchara a la guerra. No habían cruzado ni una palabra luego de la ceremonia nupcial. Ella lo siguió en silencio hasta la habitación donde lentamente se desató los cordeles del corset ante la mirada fría del hombre, que parecía mas interesado en la copa de vino que giraba entre sus dedos. Se recostó en la cama mirando el dosel, recitando las canciones que su nodriza le había enseñado sobre el Reino de los Dragones.
Todas las grandes bestias estaban extintas. Sólo sus huesos antiguos yacían dispersos por los terrenos linderos a los caminos. Los había observado a lo largo de su travesía en carruaje desde su hogar en el Reino del Sol Naciente. Recordaba como la tensión invadió su cuerpo aquella noche al sentir las manos ásperas de Tabar en sus muslos. Y recordaba aún más el aroma a bosque que la invadió cuando el hombre hundió el rostro en su cuello tembloroso. Había existido un momento de placer antes del dolor excruciante. Las manos ásperas la recorrieron con intriga, acariciándola, obligándola a retorcerse levemente. La lengua de Tabar la había hecho estremecer y hasta sus besos desesperados la habían hechizado por un momento. Pero al penetrarla no había tenido piedad. Instintos puramente animales lo dominaron. Zarah tuvo que apretar los dientes para aguantar mientras su esposo la montaba dolorosamente. Las lágrimas corrían por sus mejillas en silencio mientras lo escuchaba resoplando sobre ella. Sintió el calor recorrerla por dentro cuando su esposo llegó al orgasmo. Casi había pensado en perdonarlo cuando lo escuchó un "perdóname" salió como un susurro grave y tembloroso salir de sus labios antes de levantarse y empezar a vestirse. La guerra era inminentemente y él debia marchar. Pero aún sentía sus últimas palabras marcadas como una cicatriz en su orgullo. —No hace falta que cumpla sus tareas de Señora de los Dragones en mi ausencia. Ada esta aquí para eso. También Fausto. No se sobrecargue, se que sus capacidades son limitadas. Ella no contestó a esa declaración tan abierta de su inutilidad. Sabía que Tabar había marchado hasta el Reino del Sol Naciente en busca de la mano de su hermana Miriam, la promesa del reino, tan inteligente como bella. Pero su hermana se negaba a comprometerse con cualquier hombre. Tenía el poder para hacerlo. Era la mayor y la heredera. Su padre ofreció a Zarah en reemplazo de Miriam para obtener el favor del Señor del Reino de los Dragones. No le sorprendió saber que Tabar ni siquiera conocía la existencia de una hermana menor en la familia real Zabidih. Ella había pasado gran parte de su vida encerrada entre las paredes del castillo. Su padre la consideraba demasiado frágil para permitirle conocer el mundo, o eso quería que todos creyeran. Aún así le dolió que sin conocerla la considerara inadecuada para ser la Señora de su fortaleza ¿No era más que una herramienta para él? ¿Una cualquiera con la que aparearse y engendrar un heredero? El pensamiento le revolvió el estómago. Un año había pasado desde que Tabar se había marchado a la guerra y ahora volvía victorioso. Por momentos Zarah había deseado su muerte. Esa muerte que habría significado para ella la libertad. Pero más tarde el arrepentimiento la carcomía por dentro. Que Tabar la despreciara no lo convertía en un mal hombre. En la fortaleza era considerado un Señor digno y piadoso. Parecía que sólo a ella la trataba como basura. Ahora, parada frente al gran ventanal de su habitación, en el último piso del castillo de piedra del que era prisionera, veía a lo lejos a los caballeros recorriendo el camino serpenteante que los regresaría a su hogar. Los estandartes del Reino de los Dragones encabezaban las filas. Tomó una respiración profunda y se obligó a acallar las voces en su cabeza que la tentaban a encerrarse en ese cuarto hasta el fin de los tiempos. Durante un año había sido la Señora de esa fortaleza. No iba a dejarse intimidar por un salvaje como Tabar. Con una respiración profunda más encontró el coraje para llamar a sus doncellas. Planeaba estar lista e impoluta para cuando el Rey de los Dragones llegara a las puertas de la gran fortaleza negra.La puerta de los aposentos de los Señores de Dragones se abrieron con lentitud. Zarah estaba sentada en un sillón, frente a una mesa que esperaba ser servida. Había decidido mantener un aspecto desaliñado que coincidiera con el agotamiento que había manifestado en su respuesta a la solicitud de Ada. Aún llevaba puesto un camisón simple, una bata con un bordado sencillo, el cabello castaño suelto y los pies descalzos.En contraste, la sirvienta tenía puesta una de sus mejores túnicas de seda. En su cintura se ceñía resplandeciente el cinturón turquesa con la hebilla plateada grabada con el símbolo de Dragones. Los brazos resplandecían, adornados con joyas prohibidas para los sirvientes, incluso el cabello estaba decorado con broches de plata.Munira sonrió al verla, pues a pesar de sus claros esfuerzos de aparentar elegancia, lo que ofrecía era un espectáculo ridículo y exagerado, una burda imitación de una reina. Venía acompañada de dos sirvientas de rango menor que se encargaron de pr
Una brisa cálida envolvió a Zarah. No le había prestado atención antes pero un cosquilleo particular solía invadirla después de una plegaria. Su espíritu se sentía más seguro, su mente más clara. La ansiedad ya no la dominaba como momentos atrás. Aclaró su garganta antes de extender la mano hacia Jabari. —¿De qué forma respondo esto? ¿Dónde debo contestar?—Jabari le entregó la hoja rústica dónde Ada había escrito la solicitud en una impecable cursiva. —"Yo , la Superiora del Castillo Negro, solicito con gran humildad a la Señora de Dragones que se dirija a mis modestos aposentos para invitarla a tomar el té y discutir en privado un asunto que a ambas nos concierne pero sólo ella puede resolver”—Leyó en voz alta. Zarah no pudo evitar que una risa amarga escapara de sus labios. No pasó desapercibida a sus ojos la caligrafía de Ada, más parecida a la de una mujer noble que a la de una sirvienta. Tampoco la forma altanera de dirigirse a ella, como si se estuviera dirigiendo a una
—Traigo en mis manos una solicitud para la Señora de Dragones— El tono solemne de Jabari obligó a Tabar a escapar de sus cavilaciones. Ya tendría tiempo para averiguar acerca de aquella misteriosa Profeta que había invadido sus memorias. Sus ojos se clavaron en el rostro del guerrero, intrigado por saber quién se había atrevido a escribir una solicitud a su esposa. Zarah se había sentado frente a un tocador que parecía desentonar en la tan meticulosamente decorada habitación del Señor de Dragones. Tabar lo había mandado a traer cuando la había obligado a abandonar sus antiguos aposentos y lo había dejado allí cuando Zarah se mudó al Cuarto Blanco con la esperanza de que algún día despertaría con su esposa a su lado. Sonrió al recordar fugazmente la calidez que había sentido al tener a su esposa entre sus brazos al abrir los ojos esa mañana. Munira le trenzaba el cabello con dedicación, a pesar del evidente cansancio que cargaba por culpa de su noche de insomnio junto al Mago. Zarah
Zarah seguía sin comprender el impulso que había poseído a su esposo mientras lo observaba buscar frenéticamente entre las páginas de los libros que habitaban su selecta biblioteca. Tabar sintió una punzada atravesar su cabeza cuando al fin dio con el dibujo que había irrumpido en su mente minutos atrás. Se trataba de un boceto hecho a mano por Djamila. La fecha, borrosa en la esquina inferior de la página, le reveló que tenía al menos veinticinco años. Luego de observarlo unos segundos con inquietud se lo extendió a Zarah con manos temblorosas. —No sé porqué no lo recordé hasta ahora... Lo he visto cientos de veces y nunca le presté atención. Esa… Esa es la mujer con la que soñé. —¿Quién es?—Zarah sostuvo el frágil dibujo entre sus manos con delicadeza. El pasar de los años había hecho estragos en las esquinas del papel y parte del retrato había desaparecido, pero aún se veía con claridad el rostro de la mujer, su sonrisa cálida parecía desbordar la imagen. Su cuello y sus manos es
“¿Has oído hablar de la canción del Dragón y el Sol, pequeño príncipe?” la voz grave de una mujer susurró en el fondo de la mente de Tabar “Pues dejame enseñarte la última estrofa…”. Los párpados del Señor de Dragones se abrieron repentinamente aunque no sin dificultad. Su cabeza daba vueltas a causa del resabio del elixir en su cuerpo. Sintió por un segundo el temor de que todo lo que había sucedido la noche anterior hubiera sido un sueño. Pero entonces el cuerpo cálido de Zarah se revolvió entre sus brazos. La atrapó con más fuerza, atrayéndola, para sentir el aroma a jazmines salvajes y miel inundando sus pulmones. No pudo evitar sonreír ante los suaves quejidos de su esposa. —¿Qué haces despierto, Tabar? Apenas está saliendo el sol…—Tabar besó con dulzura la nuca de Zarah sin dejar de sonreír. Aún no podía creer que la tenía entre sus brazos. —El sol ha salido hace horas, querida mía. Ya ha pasado el mediodía.—Zarah se incorporó de repente sólo para comprobar, al mirar por los v
Aysel era una joven de mirada dulce a pesar de que sus facciones afiladas daban una imagen solemne. Su cabello color azabache caía lacio hasta sus hombros, destacando entre el resto de las sirvientas de cabeza afeitada. Sus ojos de color castaño tenían una peculiar aureola verde que sólo se apreciaba cuando los rayos de sol acariciaban su rostro. El Mago la vio en los recuerdos de Munira, de pie en medio del Salón del Concilio donde algunos guerreros se encontraban reunidos. Vestía la túnica color hueso de mangas largas tan característica de las sirvientas de Dragones. El cinturón turquesa con la hebilla de plata que llevaba grabada la imagen de Vahid brillaba en medio de las oscuras memorias, era el único color en la imagen que parecía desteñirse en la mente de la doncella. —Aysel…Traeme un té a mi habitación a medianoche— Las risas grotescas de los guerreros retumbaron en la mente de Munira. Los ojos castaños pasaron de la admiración al terror en una fracción de segundo. Munira con





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