Zarah siempre fue una mujer enfermiza cuyas fiebres le traían desde niña delirios que duraban semanas. Su padre apenas la dejaba abandonar el castillo a causa de su enfermedad o eso es lo que le hizo creer a los súbditos del Reino de Sol Naciente. Cuando Tabar, el Rey de los Dragones, viene a pedir la mano de su hermana mayor Miriam, es Zarah quien es entregada al salvaje gobernante para salvar a la princesa heredera del trono del reino del este. Un año después de que su esposo partiera a la guerra se ha convertido en la Señora de la fortaleza de los Dragones, mas en el camino ha sido torturada por Ada, la encargada del castillo y antigua amante de su esposo, y rechazada por los sirvientes del castillo negro. Ahora que la guerra ha terminado y Tabar vuelve al Reino su corazón se inquieta al pensar en tener que convivir en ese lugar donde no es bienvenida, con un hombre que la desprecia y al que le oculta cientos de secretos.
Leer másEl Salón volvió a hundirse en el silencio pues había pocas cosas que causen tal malestar como la incertidumbre frente al futuro. —¿Podemos proceder con la lectura de la carta? —Si nadie más desea hacer preguntas...—Zarah dijo aquello casi por obligación, estaba ansiosa por leer la carta de su madre. Paseó su mirada por el Salón esperando respuestas. Said observaba con recelo a Munira, era obvio que la doncella sabía algo acerca de sus ancestros que no había compartido con su hermano, pero el guerrero no parecía dispuesto a discutir frente a sus Señores. De Fausto y Deka no se había revelado en la enredada profecía más que su ya conocida fidelidad.—¿Qué me dices de ti, Yara?¿No deseas conocer más acerca de las hijas del mar? La joven doncella negó con la cabeza. —Puedo preguntar después, mi Señora. Prefiero que usted lea primero la carta de su mamá... madre. —Se corrigió al final, avergonzada. Jabari levantó la mirada hacia Yara y se sintió inundado por la vergüenza al perc
Un silencio abrumador invadió el Salón del Concilio. El Mago Zhadli dobló cuidadosamente la hoja que acababa de leer, la guardó de nuevo entre los pliegues de la túnica y se dispuso a esperar pacientemente a que los presentes lograran superar la conmoción. Finalmente, fue Tabar quién decidió preguntar aquello que intrigaba a todos. —¿Entonces están quienes deben estar en este...Concilio?— el Mago asintió —¿Cómo lo sabe? No nos conoce, Mago ¿Cómo es posible que sepa nuestros orígenes? —Los lazos de sangre... —Las palabras escaparon de los labios de Zarah. Una sutil sonrisa se dibujó en los labios del Mago. —Me honra saber que ha leído mis Crónicas, Mi Señora. Es cierto lo que dice, los lazos de sangre son una forma de reconocer el linaje mágico de las criaturas. Es como si cada linaje tuviera... un color característico que los diferencia. —¿Todos los Magos pueden distinguir esos linajes?— la pregunta de Tabar resonó en el Salón donde reinaba el absoluto silencio. —No todas
—Gracias por recibirme, Señor y Señora de los Dragones. —Espero que no pretenda que yo recuerde lo que respondí la primera vez...—el tono de Tabar dejaba entrever su hartazgo. Sólo toleraba aquel comportamiento extravagante del Mago porque sentía curiosidad acerca de la carta. —No, mi Señor, jamás le pediría eso. Entiendo muy bien que las consecuencias de la guerra afectan terriblemente la memoria de los guerreros... —¿Las qué...?—preguntó Zarah algo sorprendida, pero el Mago no respondió. Entonces volteó a ver a su esposo y se encontró con una expresión de desprecio, una mirada que parecía querer pulverizar ahí mismo al hombre que tenía parado frente a él. —Lo siento, su majestad. Creo que he sido impertinente una vez más. Supongo que está en mi naturaleza. —Pues controla esa naturaleza tuya ¿O acaso eres un maldito animal salvaje?— Las palabras de Tabar hicieron eco en el Salón del Concilio. Zarah acercó de nuevo su mano hacia Tabar en un gesto que buscaba ser tranquiliz
Al oír las palabras de Said, Tabar llevó por instinto la mano al cinturón buscando la empuñadura de su espada pero no la encontró. Miró a Jabari quien enseguida salió de la biblioteca en busca del arma. "Y yo que creí que iba a tener un día tranquilo..." se lamentó en silencio. —¿Quién es este hombre? ¿Quién se cree para exigir tan descaradamente hablar con mi esposa? Zarah notó la furia contenida en las palabras de Tabar. Si bien la curiosidad la carcomía no estaba segura de querer descubrir quién era el hombre que pedía por ella en las puertas del castillo. Mucho menos después de haber confesado a Tabar las aventuras de su juventud en Sol Naciente. "No creo que ninguno de esos guerreros sea tan tonto para venir a buscarme. Ni siquiera Merak se atrevería ¿verdad? No, no sé atrevería. Jamás se expondría de esa forma" pero por más que lo repetía en su cabeza, sus manos seguían temblando a causa de la ansiedad. —No me lo dijo, pero me entregó este sobre. Está vacío aunque di
Zarah quedó inmersa en las imágenes de aquel libro cuyo título apenas podía leerse en la tapa raída por los años. —Historia de la fundación de Dragones...—susurró al pasar los dedos por las letras grabadas sobre el cuero desgastado. —No hay una sola palabra en todo el libro. Sólo imágenes sin sentido.—Tabar estaba frustrado frente a aquel inentendible rejunte de dibujos— ¿Qué clase de libro es este? —Uno hecho para campesinos— replicó Zarah mientras pasaba por las páginas. Al primer dibujo del Sol siendo rodeado por un dragón negro seguía el dibujo de un dragón blanco rodeado por una multitud de personas. En el siguiente, un hombre parecía guiar a tres viajeros encapuchados por un bosque. No se distinguían sus rostros pero los viajeros cargaban en sus brazos lo que parecía ser un huevo de dragón. —Entiendo que sea para ilustrar a los campesinos que no sabían leer en aquel entonces pero ¿Nadie pensó en conservar la historia escrita? Muchos campesinos leen hoy día. —Recuerde
Tabar siguió a Zarah en silencio a través de los pasillos, sólo el sonido de los pasos sobre la piedra negra los acompañaba. Decidió no decir ni una palabra hasta llegar a la biblioteca, estaba convencido de que los nervios lo traicionarian arruinando por completo la buena fortuna que estaba teniendo esa mañana. En general, Zarah se limitaba a aceptar con cortesía cada invitación para luego fugarse el resto del día a un lugar donde él no pudiera encontrarla. Era la primera vez que su esposa lo acompañaba a uno de los planes que había propuesto. En esa silenciosa caminata notó, con un disgusto que se fue intensificando con cada paso, que mientras que los sirvientes reverenciaban a Zarah educamente, las sirvientas no hacían frente a ella más que un gesto sutil de la cabeza y dirigían sus saludos más formales solo hacia él. Supo enseguida que esa diferencia era culpa de la influencia de Ada como Superiora del Castillo Negro. Todos los sirvientes y guerreros estaban bajo el mando del Gu
—Tabar ¿Qué te pasó? — Zarah abandonó toda formalidad frente a la falta de respuesta de su esposo. Retiró la venda cubierta de sangre con delicadeza. La herida no era profunda, pero era bastante reciente por lo que se veía hinchada y aún sangraba. —Se me cayó un espejo encima...—¿Y lo atajaste con el puño cerrado?— notó enseguida que la incredulidad en su voz hizo sonrojar a Tabar, por lo que dedujo que esa herida era consecuencia de un impulso irracional del cual no estaba orgulloso. Decidió no indagar más en los detalles por más fuerte que fuera su curiosidad. Inspeccionó la herida en busca de algún fragmento de vidrio que pudiera seguir incrustado en la carne. "Parece que alguien se encargó de esta herida. Si se tomó el tiempo de sacar los fragmentos ¿Por qué la vendó con tanto descuido?" Levantó la mirada unos segundos con la esperanza de poder descifrarlo a través de la expresión de su esposo. Para su pesar solo se encontró con su rostro de pichón caído del nido. Sacudió l
Tabar no logró pegar un ojo en toda la noche, o al menos en lo que quedaba de ella después de tal vorágine. Cubrió su cuerpo desnudo y el de Zarah con una piel de Wargo que había encontrado doblada sobre una de las repisas. Su esposa se había aferrado a él, enredandolo con brazos y piernas, impidiéndole irse. Cuando el sol comenzó a escapar de su oculto escondite entre las montañas, la puerta de los aposentos se abrieron con cautela. La figura de una doncella se dibujó en la tenue oscuridad, apenas diluida por los tímidos rayos que entraban por el ventiluz. Tabar siempre había detestado la oscuridad agobiante del Cuarto Blanco. Se preguntó por qué había condenado a Zarah a aquella sombría habitación que tanto detestaba. Una irritación irracional lo invadió, un enojo profundo que surgía desde sus entrañas. Miró sus manos temblorosas y por un momento todo se volvió rojo frente a sus ojos. Cerró los párpados con fuerza. "Debería hablar con Hafid, tal vez tenga más medicinas para esto"
Zarah conocía casi de memoria los sonidos de la rutina matutina en sus aposentos. La puerta del Cuarto Blanco se abría despacio cada mañana causando un leve rechinar de las bisagras. El sonido de los pies descalzos de las doncellas caminando por el suelo de mármol le agradaba. Sabía reconocer las pisadas de cada una de las tres jóvenes que la servían. Aquellas más silenciosas, con un paso firme pero paciente, pertenecían a Munira mientras que aquellas rápidas y rítmicas que parecían imitar un los pasos de un baile eran las de Deka. Las últimas, las más torpes y sonoras, eran las de la pequeña Yara que aún no aprendía por completo las sutilezas propias de las doncellas reales. Esa mañana en particular Zarah tuvo la sensación de oír un cuarto par de pisadas desconocido hasta el momento. No era extraño que alguna otra sirvienta fuera llamada a los aposentos de la Señora de los Dragones para ayudar con las tareas más pesadas, como llenar la bañera o sacar a airear las ropas de cama, pero