En el departamento de Gema, todo era un caos. Los hermanos no sabían cómo consolar a la pequeña Leía, cuyo llanto ahogado les arrugaba el corazón. La niña, acurrucada en la cama, se aferraba a su unicornio de peluche; a duras penas lograron que comiera algo. Entre sollozos, gemía:—Mamá... mamá... quiero a mi mamá. ¡Mamá, ven por Leía! —Miró a Gema con los ojitos cristalinos y, con voz hiposa, balbuceó—: Tía mami me dijo que iba a ir al cielo. Tía mami ya no me quiere, porque no me llevó. Leía se porta bien. Tía, llévame con mami.Cada palabra arrancaba a Bruno un jadeo silencioso. Intentó acercarse, pero ella se encogió, enterrando la cara en el peluche.—Mi amor hermoso, ya no llores más. Mami ya no está con nosotros, pero te quiere mucho y te mira desde el cielo con mucho amor —murmuró Gema, acariciando los rizos despeinados de la niña, aprovechaba que no la esquivaba a ella—. Tu papá te ama mucho, y tía Gema también te ama.—Tía mami ya no va a volver por Leía. Dile que venga por
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