Donato se encontraba en su despacho con la mirada cargada de odio y resentimiento. No podía creer que Bruno, ese miserable, le hubiera robado la licitación frente a sus narices. Y lo peor era que también a la mujer estaba detrás de todo.
—¡Maldición! —masculló entre dientes, con la voz espesa de veneno—. No entiendo qué salió mal. ¿Cómo pudo ese bastardo de Bruno arrebatarme en una noche las dos cosas que eran mías?
Uno de sus hombres entró en el despacho y se acercó con paso cauteloso, como si temiera ser el próximo en recibir su ira.
—Jefe, los vigías los vieron salir: primero Alara y luego Bruno, él estaba acompañado de su hermana —susurró con voz grave.
Donato sintió un escalofrío de frustración. ¿Qué había salido mal en su trampa para que terminaran juntos? Eso no tenía sentido. A menos que su hermana lo hubiera ayudado… Un espasmo de rabia le recorrió el cuerpo. Claro. Ella pudo haberle pedido ayuda por ser doctora.
Apretó la mandíbula con frustración. Sabía que Alara había mani