Inicio / Romance / La niñera de un millonario / Capítulo 4: Mi nuevo ¿uniforme?
Capítulo 4: Mi nuevo ¿uniforme?

Bianca

Me despiertan sonidos que no pertenecen a un sueño. Abro los ojos lentamente y parpadeo varias veces, confundida, hasta que noto movimiento a mi alrededor.

Hay varias mujeres entrando y saliendo de mi habitación como si nada, sin tocar la puerta, sin pedir permiso. Traen percheros móviles, cajas y prendas que parecen recién salidas de una boutique de lujo. Se mueven con precisión, casi como si ensayaran una coreografía: van y vienen, cuelgan ropa en el armario enorme que anoche estaba vacío, abren cajones, los cierran, acomodan cosas que ni alcanzo a distinguir.

Instintivamente me cubro con la sábana hasta los hombros, mirando todo como si estuviera metida en la escena de una película que no entiendo. Nadie habla. Solo se escucha el roce de las telas, el cierre de los cajones y los pasos suaves sobre la alfombra.

Una a una, las mujeres van saliendo, hasta que la última cruza la puerta.

Entonces lo veo a él.

Roger se queda de pie en el marco, erguido, impecable, como si fuera parte del mobiliario elegante de la casa.

—Su ropa de trabajo está lista —dice con su tono pulcro, sin una emoción de más—. Por favor, elija la mejor combinación. Y apresúrese: el señor espera por usted.

No añade nada más. Hace un leve movimiento de cabeza y se va, dejándome sola con el silencio… y con mi sorpresa.

Me incorporo en la cama, aún medio dormida, y vuelvo la mirada hacia el interior del armario.

Se me corta el aire.

En mi mente, anoche imaginé delantales simples o uniformes básicos. Pero lo que veo no se parece en nada a lo que esperaba: telas finas, colores sobrios, cortes elegantes. Blusas, pantalones, enterizos, zapatos… Es un guardarropa completo, pensado para alguien importante. No para una chica que, hasta hace unas horas, no sabía ni siquiera dónde iba a dormir.

—No puede ser… —susurro, dejando que mis dedos rocen un enterizo negro perfectamente colgado.

Me ducho rápido, me arreglo con toda la dedicación posible y, al final, elijo justamente ese enterizo. Me ajusta la cintura como si lo hubieran hecho para mí. Que, en realidad, lo hicieron. Me maquillo de forma sutil, ordeno mi cabello con cuidado y, cuando me miro al espejo, siento algo que hace mucho tiempo no sentía.

Me siento atractiva.

Segura.

Diferente.

Tal vez, por primera vez en años.

Respiro hondo y salgo de la habitación.

Al bajar las escaleras, una empleada me indica discretamente hacia dónde tengo que ir. Camino por un corredor amplio hasta llegar a un comedor enorme, elegante, con lámparas colgantes y una mesa tan larga que parece pensada para reuniones de embajadores.

El niño está sentado en su silla alta, golpeando suavemente la bandeja con las manos. Adrián, en la cabecera de la mesa, desayuna en silencio. No levanta la vista cuando entro.

—Despiertas tarde —dice, sin saludo, sin siquiera mirarme—. No tolero la impuntualidad.

Su tono es seco, áspero, casi ofensivo. Me quedo de pie junto al pequeño, incómoda, sintiendo que ya hice algo mal sin saber exactamente qué. Adrián no me mira; aprieta la mandíbula, molesto. Tiene el ceño fruncido y la vista fija en el café, como si arrastrara un mal humor de días.

—Siéntate y come —añade, haciendo un gesto mínimo hacia la silla a su derecha.

Obedezco, algo torpe, como si tuviera miedo de tropezar con el aire. Apenas me siento, una sirvienta se acerca para dejar un plato frente a mí.

Es entonces cuando Adrián levanta la vista.

Por primera vez en la mañana, me mira. De verdad.

Su reacción es casi imperceptible, pero la noto: se detiene. Sus ojos se afinan, parpadea una vez, como si estuviera procesando lo que ve. La chica cansada y empapada de anoche ya no está. La ropa barata, el cabello desordenado… nada de eso existe ahora.

Yo siento su mirada recorrerme de arriba abajo.

El enterizo negro envuelve mi cuerpo con elegancia, el maquillaje suave resalta mis ojos, y mis labios —pintados de un tono natural, pero definido— se aprietan con nerviosismo. Mi cabello cae ordenado sobre mis hombros.

Por un segundo, Adrián parece tener dificultades hasta para tragar. Lo veo apretar mínimamente los labios, como si el desayuno se hubiera vuelto más denso de repente. No estaba preparado para verme así. Tan distinta. Tan… mujer.

Yo, en cambio, finjo que no noto nada.

Las sirvientas dejan la comida frente a mí, y trato de comer con la mejor educación posible, recordando escenas de películas y protocolos que alguna vez vi en una pantalla. No quiero hacer el ridículo. No quiero que piense que estoy fuera de lugar. Aunque sé que, en el fondo, lo estoy.

Adrián intenta seguir desayunando, pero no deja de mirarme. Lo hace de forma disimulada, bajando la vista al plato de vez en cuando, pero la siento. Siento su mirada sobre mi piel, pesada, analítica, intensa.

Y aunque yo mantengo los ojos fijos en la comida, mi cuerpo entero sabe que él no deja de observarme.

Cuando terminamos de desayunar, estoy a punto de levantarme para recoger mi plato, pero su voz me detiene.

—Sígueme —ordena ya de pie.

No hay espacio para preguntas, así que me limito a hacer lo que dice. Lo sigo por un pasillo lateral, tratando de caminar con soltura aunque por dentro esté hecha un manojo de nervios. A cada paso, la mansión se agranda, se vuelve más silenciosa, más intimidante.

Llegamos a una habitación amplia que claramente funciona como oficina. El piso es de madera oscura, el escritorio es grande, pesado, imponente. Detrás hay una estantería repleta de libros y documentos, todo perfectamente ordenado. No hay nada fuera de lugar. Nada.

—Cierra la puerta —dice, sin mirarme.

Obedezco. Cuando me giro, ya lo veo detrás del escritorio, revisando unos documentos.

Con un gesto corto de la mano, me indica una silla frente a él.

—Siéntate.

Me acomodo despacio, con las manos juntas sobre las piernas, tratando de aparentar más calma de la que tengo.

Adrián abre una carpeta negra, gruesa, impecable. Dentro hay varias páginas perfectamente alineadas.

—Este es tu contrato —dice, en un tono que no deja espacio para malentendidos—. Antes de firmar, debes conocer las reglas básicas. No habrá excepciones.

Trago saliva y asiento.

Él levanta la mirada y clava sus ojos azules en mí. Siento el aire espeso entre nosotros.

—Regla número uno —comienza—: mi hijo es tu prioridad absoluta. No importa la hora. No importa la situación. Si él te necesita, atiendes. Siempre.

—Entiendo —respondo de inmediato.

—Regla número dos: trabajarás puertas adentro. Eso significa que vives aquí. No puedes entrar y salir cuando se te antoje. Si necesitas salir, me lo informas. Si tienes un compromiso, me lo informas. Si te enfermas, me lo informas. La comunicación no es opcional.

Un pequeño nudo se forma en mi estómago, pero sigo callada.

—Regla número tres: no quiero extraños en la casa. Bajo ninguna circunstancia. Ni familiares, ni amigos, ni visitas improvisadas.

Su voz no admite negociaciones.

—De acuerdo —murmuro.

—Regla número cuatro —prosigue, pasando la página—: la discreción es obligatoria. Nada de lo que veas, escuches o presencies aquí puede comentarse afuera. Ni detalles personales, ni asuntos del niño, ni de la casa, y mucho menos sobre mí. Si rompes esta regla, te vas.

Un pequeño escalofrío me recorre.

¿Qué es lo que oculta para requerir tanto silencio?

Él me observa unos segundos, como si quisiera asegurarse de que lo estoy entendiendo.

—Regla número cinco: estarás disponible desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. Entre esas horas, debes estar siempre localizable. El cuarto conectado al mío no es casualidad. Si el niño despierta, llora, está enfermo o simplemente no duerme… tú respondes primero.

Respiro hondo.

Es exigente. Mucho.

Pero también es un trabajo. Un trabajo de verdad. Y lo necesito.

—Regla número seis —dice por último, cerrando la carpeta y apoyando ambas manos sobre el escritorio—: aquí nada puede fallar. Ni los horarios. Ni tu conducta. Ni tu atención. Mi hijo no puede tener menos que lo mejor. Y si tú no puedes ofrecerle eso, entonces este no es tu lugar.

El silencio pesa más ahora.

Aprieto los dedos sobre mis piernas. Mi voz sale suave, pero firme:

—Haré lo mejor que pueda para cumplir con todo.

Adrián me observa unos segundos más, como si evaluara si mis palabras son sinceras o solo una cortesía desesperada. Luego desliza el contrato hacia mí, junto con una pluma elegante.

—Firma cuando termines de leerlo. Roger te traerá una copia.

Tomo la carpeta con ambas manos, intentando parecer serena. Empiezo a leer el documento con atención: horarios, normas, obligaciones, derechos. Es estricto, pero justo. Nada imposible.

Hasta que llego a la parte del salario.

Mis ojos se agrandan tanto que creo que se me van a salir de la cara. Siento un mareo breve subir desde el estómago y, por un segundo, tengo la sensación de que la silla se me va a ir para atrás.

El monto mensual es… inimaginable.

Diez veces más de lo que he ganado en cualquiera de mis trabajos anteriores.

Diez veces más de lo que podría haber soñado.

Diez veces más de lo que mis padres vieron en años enteros de trabajo.

Contengo un jadeo, llevándome la mano al pecho de forma discreta para no delatarme.

¿Esto es real?

Sí. Ahí está, escrito frente a mí.

Me obligo a respirar, a tragar saliva, a no sonreír como una loca. Mantengo el rostro lo más neutro posible, aunque por dentro el corazón me golpea las costillas con fuerza.

Tomo la pluma.

Cuando la punta toca el papel, siento que algo se sella, que una parte de mí queda atada a esta casa, a este niño… y a este hombre que me intimida tanto como me desconcierta.

Termino de firmar y dejo la pluma en su sitio. Adrián toma el contrato, lo revisa por encima y lo guarda.

—Bien. Ahora puedes comenzar —dice—. Roger te explicará tus horarios y las tareas iniciales.

Me levanto para irme, pero antes de llegar a la puerta, escucho su voz otra vez, grave, baja, firme:

—Bianca.

Me giro.

—No llegues tarde otra vez.

Un escalofrío me recorre la espalda.

Asiento, sin atreverme a replicar nada.

Salgo de la oficina con el contrato cerrado bajo el brazo, con la sensación muy clara de que acabo de cruzar una línea invisible.

Ya no soy solo una chica buscando trabajo.

Acabo de entrar, sin retorno, en el mundo de Adrián Jones.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP