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Capítulo 2: ¿El camino correcto?

BIANCA

Como cada bocado como si fuera el último. El plato es simple, pero me sabe mejor que cualquier cena que haya probado en mucho tiempo. Tal vez porque llevo el día completo sin comer, o porque por fin siento un poco de alivio después de horas de mala suerte. El refresco frío me cae como una bendición y me arranca una sonrisa que creí perdida.

Termino el ultimo bocado y se me hace un nudo en la garganta, mi sonrisa se deshace. La realidad vuelve a caer sobre mí como un balde de agua helada: en cuanto salga de esta cafetería, no tengo idea de dónde voy a dormir. Intento prolongar mi estadía, descansando las manos sobre la mesa mientras observo las luces cálidas del lugar, aferrándome al único rincón seguro que he tenido hoy.

La puerta se abre de golpe e ingresa un hombre alto, de presencia imponente, con un traje oscuro a medida. Su porte es perfecto, su espalda ancha, camina como si el mundo entero estuviera bajo sus pies. Lleva a un niño pequeño en brazos, que llora con un llanto estridente que llena el local entero.

Se acerca al mesón con pasos firmes y toca la campanilla con clara impaciencia.

—Quiero ver a su empleada —ordena con una voz grave y dominante mientras intenta calmar al niño, sin éxito.

—Ella dijo que se fuera al carajo —responde la anciana sin alterarse—. Que ni por un millón volvería a trabajar con usted.

Él cierra los ojos por un segundo, exhalando con frustración contenida.

—Dígale que le pago el triple si es necesario. Necesito ayuda con el niño.

—¡Por imbécil no le duran las empleadas! —grita la camarera desde la cocina—. ¡lárguese!

La discusión retumba en todo el local. Y yo escucho cada palabra, aunque no quiera. Mis manos se humedecen.

Él necesita una empleada.

Yo necesito un trabajo.

Y no tengo nada que perder.

Las palabras de mi padre resuenan en mi cabeza: El que no arriesga, no gana.

Me pongo de pie de golpe, con el corazón acelerado. Rebusco en mi bolso mi currículum, lo aliso un poco, me acomodo el cabello y camino hacia él… hacia ese hombre que parece capaz de desarmar a cualquiera con una sola mirada.

Y cuando estoy frente a él, el aire simplemente desaparece.

Es aún más atractivo de cerca. Una belleza masculina afilada, poderosa, intimidante. Sus ojos —de un color azul— me recorren de pies a cabeza sin una pizca de delicadeza. Como si estuviera evaluando cada parte de mí.

Me sonrojo, pero no retrocedo.

—Yo… puedo ayudarle —logro decir, extendiendo mi currículum con la mano que tiembla un poco.

Él toma el documento sin mostrar un solo gesto de amabilidad y camina hacia una mesa vacía como si el lugar entero le perteneciera. Yo lo sigo, intentando calmar al niño. Y apenas le hablo en voz suave, el pequeño deja de llorar y suelta una risita.

El hombre me mira.

O, mejor dicho: me examina.

Sus ojos fríos se clavan en mí, como si estuviera confirmando algo.

Me pasa al niño sin dudar, como si ya hubiera decidido que yo soy la solución a su problema. Lo cargo con naturalidad, casi instintivamente.

Entonces él saca su teléfono, marca un número y comienza a dar mis datos, con ese tono autoritario de quien está acostumbrado a que todos obedezcan, pide que le informen de todo lo necesario.

—Siéntate y espera —ordena.

Tomó asiento frente a él, sintiendo la tensión en el aire mientras él me observa con una mirada meticulosa. Ninguno habló durante varios minutos, hasta que el celular volvió a sonar. Él contestó al instante.

—Bien. Puedo confiar en ella… Perfecto. Gracias —dice con un tono profesional—. Regresaré en una hora. Que preparen el cuarto para su llegada.

Mis ojos se abren. ¿Qué cuarto? ¿Para quién? ¿Para mí?

Él cuelga, me mira y dice:

—Bianca Miller. Estás contratada. Trabajarás puertas adentro. Te encargarás de mi hijo. Tendrás comida, transporte y todos los gastos cubiertos. El sueldo es bueno y no se descuenta nada.

Mi corazón se detiene un segundo.

—Acepto —respondo sin dudar.

Él se pone de pie con una firmeza seca.

—Andando. No tengo toda la noche.

Me pongo de pie de inmediato, cojo al niño y con mi mano libre tomo mi maleta y mi bolso. Él se gira y regresa únicamente para tomar a su hijo y continúa caminando hacia la salida, sin asegurarse siquiera de que lo sigo. Antes de salir de la cafería, paso por el mostrador a despedirme de la anciana agradeciéndole por la rica comida que me había obsequiado. Salgo a toda prisa del local, miro para ambos lados y el ya va camino al estacionamiento. Corro tras él hasta llegar a un automóvil negro, elegante, de líneas impecables, es ese tipo de vehículo que solo alguien con poder puede darse el lujo de tener.

En ese momento, recién, caigo en cuenta de donde me estoy metiendo. Creó que mi vida dará un gran giro completo y espero caer de pie.

—¡Oye, muchacha! —grita una voz desde la entrada de la cafetería.

Me giro. La mesera está de pie con los brazos cruzados.

—¡Ese hombre es un imbécil! ¡No te fíes de él! —grita con fuerza— ¡Sus amantes, son unas insolentes que no tienen misericordia!

Él ni se inmuta.

—¡Es un mujeriego sin amor de padre! —vuelve a gritar la joven.

—Andando —repite, impaciente—. No tengo toda la noche.

Las palabras de la muchacha me quedan dando vueltas, pero cuando lo miro… me quedo sin palabras. Él también me mira. Esa mirada fría, intensa, hermosa y dominante que me deja anclada al suelo.

Aparto la vista por instinto, sintiendo las mejillas arder.

—Por cierto —dice él, cerrando el maletero—, soy Adrián Jones.

—¡No digas que no te lo advertí! —grita por ultima vez, antes de ingresar al local.

Yo lo miro, y un escalofrío me recorre la espalda. No sé si es miedo, emoción, o una mezcla peligrosa de ambas.

Lo único que sé es que mi vida acaba de cambiar.

Y que desde este momento…

nada volverá a ser igual.

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