BIANCA
Después de salir de la oficina, respiro hondo varias veces en el pasillo. Siento el pecho apretado. Las reglas fueron estrictas, la mirada de Adrián, intimidante, y la presión… abrumadora. Pero cuando recuerdo el rostro de su hijo, ese pequeño que apenas conozco pero que ya necesita tanto, algo cálido se enciende dentro de mí.
Tengo miedo, sí. Pero también tengo una decisión tomada: no voy a fallar.
Roger me guía hasta la sala de juegos: una habitación amplia, llena de alfombras suaves, peluches ordenados, bloques de colores y muebles bajitos pensados para un niño pequeño. El ambiente es cálido, casi acogedor, muy distinto al tono frío de la oficina de Adrián.
Paso la mano por encima de un peluche y luego por la superficie lisa de una mesa infantil. Todo está pulcro, ordenado, pensado para una vida tranquila… una vida que, claramente, no coincide con la forma en que él se comporta.
¿Alguna vez habrá jugado aquí con su hijo?
La pregunta se instala sin permiso.
Minutos después, R